Icono del sitio La Razón

Sin tiempo para morir

CINE

Cada vez que un nuevo título se añade a la saga del detective 007, con éste van 25 a lo largo de casi seis décadas, reflota la discusión acerca de si Sean Connery, en las seis oportunidades en las cuales le cupo asumir el rol, fue el verdadero James Bond y, consecuentemente si quienes tomaron luego la posta solo alcanzaron a componer caricaturas del personaje o, en el mejor de los casos, deslavadas imitaciones condicionadas por la obligación de no quedar malheridas de entrada en su comparación con las faenas de Connery. 

En algunas oportunidades incluso quedó la impresión de que tal controversia acerca de la encarnación del personaje creado por el novelista Ian Fleming, volcando su experiencia personal como espía al servicio de su Majestad durante la Segunda Guerra Mundial, era uno de los elementos esenciales de la estrategia de campaña para el lanzamiento de las erráticas vueltas a la pantalla del espía con licencia para matar, de la misma manera como en la oportunidad, el anunciado paso de Daniel Craig a sus cuarteles de invierno ha sido el foco de innumerables recensiones a propósito de Sin tiempo para morir episodio, que dicho sea de paso, daría la impresión de anunciar la entrega del testigo a una sucesora, prolongando de tal suerte dicha leyenda, pues ya lo es, en sintonía con los tiempos que corren, cuando la catadura seductora, marcadamente misógina, de Bond podría menguar el impacto taquillero de los episodios por venir.

Dicho esto, está claro que Craig, en sus cinco apariciones a cargo del emblemático personaje, y no obstante algunas pifias notorias, fue probablemente quien hizo el mayor esfuerzo para retomar algunos de los rasgos esenciales de aquél —a pesar también de haberlo compuesto con una mayor carga de rudeza y de menor refinamiento, sesgo que fue indistintamente tomado como una necesaria actualización o por una tergiversación imperdonable—, a cierta distancia por encima de Roger Moore (7 veces), Pierce Brosnan (4), Timothy Dalton (2) y George Lazenby (1), este último en Al servicio secreto de su Majestad (Peter Hunt/1969), título con el cual el guion del nuevo capítulo posee varias similitudes debido a la manera cómo Bond es impactado emocionalmente, agitando sus recuerdos, por los sucesos que le toca encarar.

Después de Spectre (Sam Mendes/2015), un rotundo paso en falso, averiado por las incoherencias del guion tanto como por la descomprometida faena de Craig, no saldaban en verdad muchas expectativas, ni siquiera en los fans más incondicionales de la franquicia. No era pues sencilla la tarea que enfrentaron el director Cary Joji Fukunaga y el propio Craig y de la cual salen apenas tambaleantes en un relato de acción, claro, pero cuyo trasfondo es una desventurada historia personal plagada de vínculos quebrados, ilusiones trizadas y enigmas escondidos a lo largo de incontables años. La combinación resulta en largos tramos muy forzada como efecto de un descabellado malabarismo entre una película que quiere ser de James Bond pero a la cual al mismo tiempo no le apetece semejar una película de James Bond. Algo así como reemplazar el esmoquin por el overol, empeño inútil que en varios momentos lleva a preguntarse ¿por qué diablos hicieron un film de Bond y no otro?

Vamos parte por parte, tal cual aconsejaba Jack el Destripador. Retirado hace buen tiempo del M16 para agotar en Jamaica tranquilo, si bien desconsolado, sus últimos años de vida, Bond recibe un pedido de ayuda de su amigo Felix Leiter, agente de la CIA, para echarle el guante a un misterioso malandrín armado de cierta peligrosa nueva tecnología, quien mantiene secuestrado a un connotado científico. El gran malo de turno es Lyutsifer Safin, sujeto más bien caricaturesco, con la cara llena de cicatrices, enloquecido por el deseo de vengarse del tipo que asesinó a su esposa e hija, al cual veremos encapuchado en la primera secuencia, acercándose a una cabaña en medio de una colina nevada, pero que luego desaparece durante largo rato de los sobreabundantes, excesivos, 163 minutos del metraje.

Persuadido de aceptar la misión, entre otros motivos porque tendrá la oportunidad de reencontrarse con el recuerdo de Vesper, su gran amor, asesinada en Italia al final de Casino Royale (Martin Campbell/2006) —el prometedor debut de Craig en la saga—, volviendo a tomar contacto asimismo con la doctora Madeleine Swann, de la cual quedó prendado en Spectre, Bond viaja a la patria de Rómulo y Remo; arriesga el físico en un par de enfrentamientos pródigos en tiros y explosiones escenificados en algún visiblemente atractivo lugar de la península italiana; pasa a saludar con cierta nostalgia a su antiguo jefe M; se da una vueltita por Cuba, donde conoce a Nomi, su sustituta en el servicio británico de inteligencia como la nueva 007; enfrenta varias agitadas situaciones de persecución a bordo de automóviles y motocicletas, sin dejar en ningún instante de mostrarse agobiado por las dudas existenciales que los guionistas entendieron era la manera más pertinente de construir un personaje tridimensional, romántico, humanizado como nunca antes en definitiva.

Por su lado, el arma biológica letal, construida utilizando tecnología nanobot y que tiene en sus manos Safin, es un virus armado, programado para atacar a cualquier persona identificando su ADN y el de cualquier otro semejante que lo comparta, apunte asimismo un tanto jalado de los pelos por los guionistas para ponerse en sintonía con el entorno de esta nueva peripecia bondiana que, en realidad, termina semejando más un producto de Marvel Cinematic Universe, cuyas franquicias de superhéroes juegan con la apariencia de que cada nuevo capítulo en lugar de ser una película independiente de acción, sostenida en sus propios resortes dramáticos y narrativos, es alguna de las piezas faltantes del rompecabezas que se va prolongando de manera indefinida y tal vez termine de armarse para el espectador algún día, siempre y cuando éste no hubiera perdido ninguno de los fragmentos anteriores, ni deje tampoco de consumir los que van aterrizando en las pantalla cada cierto tiempo.

Fukunaga, cuando no debe concentrarse en la trama, da cuenta de un bien aprendido manejo de los recursos visuales, la profundidad de campo, el montaje, algún disfrutable plano secuencia. Sabe, es indudable, dónde mejor situar la cámara para tensionar los momentos de acción y de qué manera conjuntar todos esos elementos figurativos para armar un producto que es recomendable ver en pantalla grande, asimismo para apreciar a cabalidad la fotografía vesperal de Linus Sandgren.

Pero todo eso no alcanza, ni mucho menos, para acabar un film perfecto, aun si la tensión es, intermitentemente, sostenida, en los pocos momentos en los que Sin tiempo para morir se anima a ser divertida, dejando aparte la pretenciosidad dizque reflexiva de los extensos acápites en los cuáles Craig y sus interlocutores discursean acerca de la imposibilidad de diferenciar el mal del bien y otras bobadas parecidas, que Craig, tomándose todo, y a él mismo, demasiado en serio, dice y escucha con gesto atribulado sin siquiera ensayar un guiño cómplice que atempere su impostada solemnidad.

A las flaquezas anotadas debe sumarse la indigerible personificación de Lyutsifer Safin por Rami Malek  así como la de buena parte de los personajes secundarios que no llegan siquiera al nivel de un esperpento para rellenar los baches en la abombada trama cuyo sentido resulta, en síntesis, engorroso discernir. 

Volviendo al principio. No vaya a ser que el adiós de Craig quede en amago. Ya le ocurrió al mismísimo Connery cuando se despidió de Bond en 1971, después de concluir el rodaje de Diamantes para la eternidad (Guy Hamilton), declarando que estaba harto de quedar encasillado apoltronándose en su “zona de confort” (se diría hoy) como si no pudiese enfrentar otros roles (y los enfrentó con indiscutible solvencia), pero volvió a las andadas 12 años después en Nunca digas nunca jamás (Irvin Kershner/1983), título, por cierto, fuertemente impregnado de ironía.

FOTOS: INTERNET