Contra todas las amnesias
La impresión que uno experimenta cuando recorre durante tres horas un campo de concentración nazi es de honda tristeza. También se siente un extraño frío aunque en este septiembre alemán sopla un viento cálido que viene del sur
Crónica de una visita a un campo de concentración nazi en Alemania
Los lemas a la entrada de los campos de concentración y exterminio son de un cinismo brutal, característico de la mentalidad nazi. En Buchenwald, la inscripción en letras de hierro forjado dice “Jedem das Seine” (a cada uno lo suyo). Unas palabras sobre la igualdad entre personas daba la “bienvenida” al lugar levantado para la injusticia más brutal y arbitraria. El de Auschwitz es peor: “Arbeit macht frei” (el trabajo te hace libre). Los últimos sobrevivientes/testigos se están muriendo y todavía hoy —75 años después— se juzga a los responsables. La última nazi que ha pasado por un juzgado en octubre se llama Irmgard Furchner. Tiene 96 años y está acusada de complicidad en el “asesinato pérfido y cruel” de 11.000 personas en el campo de Stutthof, cerca de la ciudad polaca de Gdansk. Furchner trabajaba como secretaria y mecanógrafa del comandante del campo, Paul Werner Hoppe, y estaba al tanto de los fusilamientos y de las cámaras de gas. La nonagenaria huyó del asilo de ancianos donde vive en Hamburgo y fue capturada un día después. Los familiares de sus víctimas son claros: si tiene salud para huir, tiene salud para ingresar en prisión. Josef Schutz tiene 100 años y también ha comparecido este octubre ante un tribunal. Se trata de la persona más anciana acusada por crímenes nazis. Fue suboficial de la división “Totenkopf” de las SS y también está siendo juzgado por complicidad en el asesinato de 3.518 prisioneros en el campo de concentración de Sachsenhausen entre 1942 y 1945. La justicia tarda demasiado pero a veces llega.
La impresión que uno siente cuando recorre durante tres horas un campo de concentración es de honda tristeza. Y de apabullamiento ante tanta estadística de muerte. Visitar los hornos crematorios y los lugares destinados a los trabajos forzosos sobrecoge. Es una sensación de película de terror. Una cosa es haber visto películas como La lista de Schindler de Spielberg y otra visualizar en vivo y en directo las atrocidades y la desnutrición sistemática. También uno siente un extraño frío aunque en este septiembre alemán sopla un viento cálido que viene del sur.
El campo de Buchenwald fue uno de los más grandes de Alemania, tenía cinco millas y estaba muy cerca de Weimar, donde muriera Goethe y donde naciera la democracia constitucional alemana en 1919 con la República de Weimar. En la última etapa de la visita al museo del campo se puede ver fotografías de los habitantes de Weimar obligados a conocer/visitar el horror semanas/meses después que el campo fue liberado por las tropas norteamericanas (en un giro paradójico/irónico los dos primeros soldados en llegar al campo fueron dos combatientes judíos de apellidos Fleck y Tenenbaum). ¿Por qué los ciudadanos y ciudadanas de un lugar hermoso tan cargado de cultura y símbolo de la democracia miraron —sordos y ciegos sociales— para otro lado justificando toda aquella barbarie? ¿Cómo somos capaces de aplaudir masacres?
Buchenwald —donde fueron asesinadas 56.000 personas— se especializó en albergar a prisioneros políticos: comunistas, anarquistas, socialistas, partisanos yugoslavos, cristianos comprometidos. Los judíos y gitanos recibieron tratamientos extraordinariamente crueles y luego fueron trasladados a los campos de exterminio en territorio polaco invadido como Auschwitz-Birkenau o Dachau, tristemente famosos por sus cámaras de gas. En Buchenwald había presos judíos traídos especialmente de Frankfurt simplemente por tener en propiedad una bicicleta. Los trajes de prisión, cada uno con una estrella identificativa del grupo al que pertenecía todavía impactan a los visitantes. Las únicas flores —junto a unas piedras— que hoy existen están en las tumbas de los homosexuales que allí fueron asesinados, casi un millar. Las estrellas rosas con las que trataron de humillarlos son hoy un símbolo de lucha, orgullo y dignidad.
En Buchenwald también se hicieron experimentos médicos en la parte norte del campamento. Los médicos nazis investigaron la cura contra el tifus y otras enfermedades contagiosas y usaron a los presos y presas como cobayas, causando miles de muertos. En 1944, el doctor de las SS, Carl Vaernet, comenzó una serie de pruebas para “curar” a los prisioneros homosexuales y prisioneras lesbianas.
Pero las víctimas olvidadas del nazismo siguen siendo los discapacitados. El Holocausto no arrancó en las cámaras de gas. El odio se incubó poco a poco, como huevo de serpiente. Y lo hizo con palabras, insultos, estereotipos, prejuicios, difundidos a través de periódicos y emisoras de radio, una y otra vez. Antes de la orden de Hitler para el exterminio total de los judíos (la llamada Solución Final), el III Reich había decidido que un sector de la población tenían vidas que no merecían ser vividas: eran los discapacitados físicos y mentales. La operación secreta para aniquilarlos se llamó Aktion T4. Solo unos pocos empleados de la clínica Hadamar, donde se ejecutó dicho programa, fueron juzgados en septiembre de 1945 en el juicio de Bergen-Belsen.
El personal de las SS de Buchenwald enviaron a los más débiles y a los incapacitados del campo a los centros de eutanasia de Bernberg o Sonnestein donde fueron asesinados con gas. Hoy, 75 años después, la Fiscalía alemana ha inculpado a mandos intermedios todavía vivos por aquellas matanzas. Hitler había encontrado entonces una forma de matar sin mancharse de sangre. Heinrich Himmler, jefe de las SS y artífice del Holocausto, había comprobado antes que los soldados nazis se cansaban tras fusilar durante horas a mujeres y niños. Antes del gas usado primero contra los discapacitados y los menos aptos para el trabajo forzado y luego contra los judíos en campos polacos (lejos de las ciudades alemanes) se había utilizado también dinamita para matar en masa pero limpiar los árboles de los campos también era una tarea “molestosa”.
La eutanasia no fue un ensayo general, fue un prólogo del primer capítulo del genocidio nazi. ¿Cómo médicos cultos y formados en el juramento hipocrático —no hacer daño jamás— creyeron a pie juntillas que era necesario matar a otros semejantes porque eran considerados inferiores? Entre 1939 y 1945 fueron asesinados unos 300.000 discapacitados en más de 100 hospitales. La energía desplegada para organizar la logística del asesinato masivo fue simplemente absurda.
La sala del museo de Buchenwald donde se muestran los perfiles y características fenotípicas de judíos y gitanos grafica el racismo como eje central de todas las políticas hitlerianas. El mayor horror vivido en Europa en toda su historia arrancó la vida de seis millones de hombres, mujeres y niños. Y uno no puede olvidar que ese antisemitismo racial —marcado a sangre y fuego en el código genético de la ideología del nazismo— estuvo presente desde el inicio de la carrera política de Adolf Hitler, repetido una y otra vez a través de una maquinaria periodística/propagandística que bombardeaba día y noche envenenando mentes, preparando la justificación de la muerte del diferente, del otro, del “salvaje”. Ese método de Goebbels —una mentira mil veces repetida se convierte en verdad— goza de buena salud hoy a lo largo y ancho del mundo.
Dentro de unos pocos años ya no habrá testimonios vivos del horror nazi, ni víctimas ni victimarios. No habrá testigos vivos ni memoria personal/inmediata de los campos de concentración y/o exterminio. Los visitantes de Buchenwald verán una explanada/chacra inmensa, un campo infinito poblado por un paisaje bucólico, vías para andar en bicicleta y unos antiguos carriles de tren. Se escucha un silencio estremecedor y nada más. Dentro de poco, nadie seguirá vivo para contar porque el reloj de la entrada se paró para siempre a las tres y cuarto de la tarde de un 11 de abril de 1945 cuando los famélicos prisioneros protagonizaron una insurrección armada, organizada por la resistencia antifascista de Buchenwald, horas antes de la llegada de la Sexta División Acorazada del Tercer Ejército norteamericano del general Patton.
Nadie relatará cómo la peor hora del día eran las cinco de la mañana cuando se cuadraban en formaciones militares todos los hombres y mujeres para los extenuantes trabajos forzosos que alimentaban la maquinaria de guerra nazi. Uno, visitante sobrecogido, no alcanza a sentir el olor del crematorio (uno de los pocos edificios en pie pues los barracones han sido eliminados). Uno no puede imaginarse qué significaban las nubes de ceniza sobre los sobrevivientes y su culpa por seguir vivos. Uno mira el cielo y trata de encontrar tumbas en las nubes, como escribió el poeta rumano de origen judío Paul Celan.
Uno de los que salieron con vida de Buchenwald para contarlo fue el militante antifascista (primero luchó contra Franco en la guerra civil española y luego junto a la resistencia francesa contra Hitler) Jorge Semprún, que nos dejó dos preguntas: “si no hay memoria de verdad, vivaz y verídica, ¿quién contará a las nuevas generaciones, a las de nuestros nietos, aquella historia?, ¿quién transmitirá esa memoria? Semprún, preso número 44.904 del campo y fallecido en 2011 a los 87 años, siempre creyó en el poder de las culturas para contar/transmitir. “Si los escritores no se apoderan de esa memoria de los campos de concentración, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte”, dijo Semprún.
A Buchenwald llegaron desde Auschwitz, círculo del infierno nazi, sobre el final de la guerra y ante el avance del Ejército Rojo de la URSS, dos adolescentes judíos, Elie Wiesel, futuro premio Nobel de la Paz e Imre Kertesz, futuro premio Nobel de Literatura. El arte y la palabra —como esas frases cínicas a la entrada de los campos de concentración/exterminio— será la fórmula del sortilegio para luchar contra el olvido. “Gracias al cuadro de Goya se mantiene el recuerdo de los fusilamientos del Tres de Mayo”, dice la escritora Rachel Ertel. “Gracias al cuadro de Picasso se conserva la memoria del bombardeo sobre Gernika”, añadió Semprún que nunca pudo olvidar el triángulo rojo (por comunista) estampado en negro con la letra «S” (español) que llevó en su uniforme de Buchenwald entre sus 20 y 22 años. El antiguo campo de concentración nazi fue convertido meses después en campo especial de la policía estalinista en la zona de ocupación soviética. Se cerró en 1950 tras la creación de la República Democrática Alemana, RDA, pasando a ser un lugar para el recuerdo, visitado por millones de personas. La lucha siempre será contra todas las amnesias.