El novio de la muerte
La ópera prima del director boliviano Marcos Malavia trata la muerte del sacerdote jesuita Luis Espinal en 1980 a través de la ficción
CINE
Opera prima de Marcos Malavia (Huanuni/1962), novelista, dramaturgo y director de teatro afincado en Santa Cruz con una larga trayectoria de trabajo en las tablas. Malavia estudió Teatro en París, obteniendo un masterado en la universidad de la capital francesa. Ha sido director de la Escuela Nacional de Teatro, fundada en 2004 en el Plan Tres Mil, uno de los barrios marginales de Santa Cruz que alberga a cerca de 200.000 habitantes quienes viven todavía en condiciones ciertamente precarias.
El novio de la muerte, proyecto acariciado por Malavia desde hace cuatro años que finalmente se hizo posible merced al apoyo del Plan de Intervenciones Urbana (PIU), vuelve la mirada sobre el asesinato de Luis “Lucho” Espinal, en un aparente intento, que se queda muy a medias, de refrescar para las nuevas generaciones de este país mayormente desmemoriado, aquel horrendo episodio acaecido el 22 de marzo de 1980.
Para no pecar de la misma falta de contextualización en la que incurre el primer largo de Malavia, me permito rememorar que el sacerdote jesuita llegó de España en 1968. Era un apasionado por el cine, al cual dedicó durante muchos años su columna semanal de crítica en el matutino Presencia. Publicó asimismo una docena de libros sobre la materia, de la que fue docente, y participó en el rodaje de varios largos amén de haber sido coautor del guion de El embrujo de mi tierra (Jorge Guerra/1974). Fue de igual manera un activista político, cofundador de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (1976) y participó de la huelga de hambre que acabó acelerando la caída de la dictadura de Hugo Banzer. Todo ello antes de asumir, ese mismo año, la dirección del semanario de izquierda Aquí, decisión que le costó la vida en los prolegómenos del golpe militar encabezado por el general Luis García Meza (17 de julio de 1980).
La película arranca con algunas secuencias documentales del masivo sepelio de Espinal, pero enseguida pone en boca de uno de los protagonistas la afirmación ¿coartada?: “No es un simple documental, es un acto político”. Ello poco después del arribo al aeropuerto de Viru Viru del protagonista, de esta “ficción basada en hechos reales” según advierte el texto puesto en pantalla al inicio de la proyección. Tal protagonista, ficticio, es Luis Camps, supuesto sobrino nieto de Espinal, periodista español de la Televisión Universitaria de ese país, quien pretende investigar, junto a un equipo de colaboradores locales, los entretelones, nunca aclarados del todo, del asesinato. Puede inferirse, de algunas secuencias rodadas en La Paz en las cuales Camps y sus compañeros de rodaje se desplazan en el teleférico, que tal intento de llegar a la médula del asunto ocurre en años bastante recientes. El motivo del homicidio queda de alguna manera sintetizado en otra breve secuencia documental de la visita del papa Francisco a La Paz (2015) en la cual, al homenajear a Espinal, aseveró que lo mataron por haber “incomodado al poder”.
En cambio la autoría intelectual va quedando develada con la aparición en escena de Alice, francesa ella, profesora del Liceo Francés de Santa Cruz y novelista abocada a escribir un texto acerca de Klaus Barbie, el “carnicero de Lyon”, así conocido por su brutal papel en el exterminio de la resistencia gala frente a la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, a cuyo término se refugió en Bolivia escondiendo su verdadera identidad bajo el alias de Klaus Altman, ideólogo e instructor del grupo paramilitar “Los novios de la muerte”. Alice, quien milita de igual manera en un movimiento feminista proaborto, se convierte pronto en decidida cómplice de Camps lo que, a su vez, comportará su degradación a responsable del archivo de la unidad educativa donde trabaja cuando el director se ve forzado a coimear a un oficial de Policía que investiga la “intromisión” de esa extranjera en los asuntos políticos internos.
En rigor de verdad salvo Luis y Alice — no está por demás traer a colación que ésta se encuentra interpretada por Amélie Dumetz, quien participó de igual manera en el trabajo de guionización—, entre los personajes principales así como contadas excepciones entre los secundarios, todos los demás son engranajes de una perversa y aplastante maquinaria montada por el poder para instrumentar a su antojo los mecanismos institucionales.
Y entre los sujetos protagónicos de a poco va ocupando el centro de la escena Ramón Mercado, ya avejentado habitante del Plan Tres Mil, totalmente atrapado por el alcohol que en una de sus diarias borracheras soltó en medio de una trifulca a bordo de un colectivo la confesión de haber sido en el pasado miembro del grupo paramilitar “Los novios de la muerte”, el cual operó en la realidad antes y durante el gobierno de García Meza. Algunos detalles referidos a su reclutamiento como mercenario de esa organización promovida por la Falange Patriótica, oblicua alusión a Falange Socialista Boliviana, antiguo partido de la derecha más recalcitrante, serán contados por el coronel Castillo, en su tiempo cabeza del referido grupo instruido por Barbie/Altman, responsable, entre otras atrocidades, del crimen de Espinal. Ocurre que Ramón fue reclutado en una penitenciaría a cambio de la promesa de reducirle la pena y más tarde recibió su adiestramiento en el manejo de la picana eléctrica por un “instructor argentino”, igualmente tangencial alusión al Plan Cóndor, pero solo captable por los espectadores bien informados o de buena memoria. Esto último resulta aplicable a las múltiples frases sentenciosas respecto al compromiso político, desperdigadas a lo largo de los 115, sobrados, minutos de la película.
No bien Ramón, cuya hoja de vida consigna haber sido, antes de esas andanzas criminales, un temible pugilista, asoma en la pantalla, el relato se va tornando cada vez más previsible y el desenlace, que baja el telón sobre la existencia de esa familia atrapada en un círculo vicioso, con el sobrino nieto destinado a revivir en carne propia el drama de su tío abuelo, también se hace inmediatamente adivinable.
A medida que transcurre la trama el director va sentando en el banquillo de los acusados a la Iglesia, personificada en el arzobispo de Santa Cruz y en su negativa a poner en cuestión la inacción institucional frente al asesinato. También a la Policía, corroída por la corrupción. Y asimismo a la Justicia, que opera sobre la bizarra premisa de considerar a todos culpables hasta que demuestren lo contrario. Si los dejan y no actúan como los funcionarios de Migración que depositan un paquete de droga en la habitación del hotel de Camps, a fin de poder acusarlo de narcotráfico. Por lo demás este último “negocio” se muestra omnipresente entre bambalinas durante buena parte de la historia.
Malavia eligió desarrollar su relato en el modo de un thriller con acento pulp, esto es extremando la violencia de las imágenes y las situaciones en desmedro del desarrollo de los personajes. Con lo cual no quiero decir que El novio de la muerte sea un trabajo primerizo ayuno de cualquier acierto o interés. Demostrando su dilatada experiencia en el manejo de actores, Malavia consigue de sus intérpretes una faena pareja y convincente, no obstante ser parte del elenco algunos debutantes. Hay varios picos, claro, en esa tarea. Sobre todo destaca Reinaldo Yujra, recordado protagonista de La nación clandestina (Jorge Sanjinés/1989), Para recibir el canto de los pájaros (Jorge Sanjinés/1995), Érase una vez en Bolivia (Patrick L. Cordova/2011), quien vuelve por todo lo alto en el papel de un Ramón, agobiado, sin necesidad de decirlo, por los recuerdos y el sentimiento de culpa. También es digna de elogio la actuación de Lorena Sugier, como lideresa del movimiento feminista. Y ni se diga la excelente fotografía de Guillermo Medrano, quien aporta en todo momento al enrarecimiento de la atmósfera, cada vez más turbia, que va envolviendo la exposición de los hechos.
En diversos momentos la puesta en imagen pareciera escorar en dirección al teatro filmado, pero Malavia sortea el riesgo de poner todo el peso dramático en los diálogos, registrados por una cámara estática, justamente mediante el extremo cuidado dispensado a la gestualidad de los intérpretes, al manejo de la iluminación y de la música que acompaña, en el cabal sentido del término, sin acentuaciones fuera de lugar.
Salen sobrando en cambio la superflua confesión de Ramón, así como era innecesaria, y se acerca demasiado al sensacionalismo periodístico que hace de la violencia un espectáculo, la extensa, detallada y brutal secuencia de las últimas torturas y la ejecución de Espinal. Tampoco aporta nada, hablando de la densificación dramática, la detallada exhibición del final de Camps y sus compañeros, escenas que, por el contrario, alargan más de lo conveniente, la duración del film, incurriendo en esa manía muy actual de estirar e inflar las películas porque sí.
Al ambientar, según se dijo, su relato en el presente, optando por el modo de una advertencia desesperanzadora, sin el más mínimo destello de ilusión, ya que nada ha cambiado y no pareciera que fuese posible que nada cambie jamás en ningún aspecto, la película de Malavia termina arguyendo lo contrario de lo que vocalizan los protagonistas cuando se aventuran por el fangoso terreno del debate político. Y si la idea, se apuntó también, era incitar a las nuevas generaciones a una reflexión crítica respecto a la tortuosa realidad del país sacando del olvido el estremecedor desenlace de la vida de Espinal, ¿será ese doble discurso la fórmula pertinente? Dudo mucho.