Carlos Rosso, apuntes y recuerdos
El maestro cumplirá 75 años. El músico Sebastián Zuleta escribe sobre el director de orquesta, gestor cultural y educador
Del maestro Carlos Rosso, quien el 6 de diciembre cumple 75 años, pueden decirse tantas cosas que ningún artículo las contendría satisfactoriamente. A través de Google puede uno saber que es un músico y director de orquesta, y estar más o menos informado con respecto a sus estudios en Bolivia, España y Polonia; a su orgulloso origen sucrense; a los numerosos cargos de gestión pública y diplomacia que ha realizado con excelencia; a las también numerosas distinciones que ha recibido en Bolivia y otros países; a su desempeño al frente del Departamento de Cultura y Arte que creó y dirigió por más de 20 años en la Universidad Católica Boliviana ‘San Pablo’, por la cual fue nombrado Doctor Honoris Causa, y donde también creó y ejecutó los Programas de Licenciatura en música —junto a Alberto Villalpando— (1974-78, 1999-2003), literatura (1999-2004) y cine (2006-2010), y la revista Ciencia y Cultura, indexada en Scielo y Redalyc.
Muy poco o nada puede encontrarse acerca de las publicaciones sobre la riqueza patrimonial del país y todos los proyectos de música, literatura, pintura, teatro y danza que creó, apoyó, ejecutó y/o publicó como gestor, en un trabajo sostenido y realmente infatigable a lo largo de los últimos 50 años, desde esa primera vez en que fuera nombrado, con poco más de 20 años de edad, Director Nacional de Cultura.
Cada uno de estos aspectos podría ser desarrollado ampliamente, encontrándonos maravillados ante tan hidalga singladura. Sin embargo, este pequeño artículo pretende ser más que un listado de lo que de por sí sería un recorrido muy difícil de abarcar y hace apenas mención a algunos apuntes personales y recuerdos sobre sus facetas como músico y como educador.
Como director de orquesta generó en el contexto boliviano, desde su regreso de Polonia en 1973, un tiempo de prosperidad musical con memorables conciertos en los que coexistían piezas del repertorio sinfónico clásico y la música contemporánea de vanguardia de Alberto Villalpando, de quien estrenó varias de sus piezas orquestales fundamentales. Cergio Prudencio afirma lúcidamente —en un artículo escrito en 2013 que me fue imposible encontrar digitalmente, y por eso la paráfrasis— que si bien el planteamiento de que Villalpando es la piedra fundacional de nuestra música académica de vanguardia es a esta altura por demás contundente, lo que muchas veces es pasado por alto es que Carlos Rosso, con sus encargos y sus interpretaciones, fundó también conjuntamente esa piedra. En términos generales, el binomio Villalpando-Rosso fue el eje de nuestra vida musical en el ámbito académico de la época entre los años 70 y parte de los 80. Su trabajo por supuesto que ha seguido hasta el día de hoy y el alcance de su influencia sigue siendo fuertemente tangible y podrá medirse solo con el paso del tiempo.
Durante ese periodo de auge Rosso tenía una fórmula impecable. Su carácter fuerte y carismático atraía y comprometía a los músicos, mientras una indoblegable voluntad le permitía, por ejemplo, dirigir en un mismo periodo a la Orquesta de Cámara Municipal y la Orquesta Juvenil de La Paz, ambas fundadas por él, logrando resultados musicales notables y giras nacionales e internacionales. Por otra parte, ha sido escrito, tanto en críticas de la época como posteriores, que sus interpretaciones cautivaron de manera inusual al público, particularmente con sus celebradas interpretaciones de ópera; lo cual debió seguramente también colaborar a la estabilidad de los elencos. A esto se sumaban sus innatos dotes de liderazgo y capacidades de gestión, los que tantas veces lamentablemente no acompañan figuras de tan grande talento y conciencia ética. Su energía era pues el resultado de una alineación portentosa.
Su paso tuvo siempre rasgos legendarios, y el siguiente fue su repentino e inexplicable retiro de la actividad musical pública en la segunda mitad de los años 80. Esta decisión, que atañe a la figura pública, pues no dejó de ser músico ni un solo día; y cuya razón, más allá de conjeturas, nunca ha sido esclarecida, se prolongó de forma desmesurada. Su regreso al frente de una orquesta sucedió casi tres décadas más adelante, en 2013, cuando dirigió la Orquesta Sinfónica Nacional, invitado por su entonces director artístico Mauricio Otazo. El programa concatenaba nuevamente una obertura de ópera, una pieza sinfónica de repertorio clásico y una obra de talante histórico de Villalpando—el Concertino semplice per flauto e orchestra— en dos conciertos absolutamente inolvidables a los que asistí, como muchos, deslumbrado.
Su obrar como músico, educador y gestor tiene efecto directa o indirectamente en la mayor parte de la música académica boliviana de los últimos 50 años. Para comprender la magnitud del alcance de su “epopeya vital”, como la llama Cergio, no habrá uno de tomar en cuenta solo los grandes logros, que, aunque lamentablemente no sean ampliamente conocidos, son fácilmente comprobables; sino llegar a las esferas remotas donde el eco de su paso ha instaurado, en distintas formas y medidas, el bienhacer, y entender entonces que el alcance de su presencia en Bolivia es en verdad imposible de mensurar. Tal debiera de ser también nuestra gratitud.
Para tratar de llegar a aquellas instancias a las que no llega Google me serviré de un par de recuerdos.
El primero es de una vez en que fui a tocar a Villamontes, bajo el solazo de sus 46 grados de temperatura. No tenía teclado, así que el amigo que me había invitado a tocar y yo fuimos a la escuela de música local para que nos prestaran una clavinova. El director de la escuela me preguntó con quién había estudiado y al escuchar el nombre Rosso se alegró, accedió inmediatamente a prestarnos el teclado y luego buscó —y halló— programas de conciertos impresos que atesoraba de cuando había tocado corno francés en su orquesta, y nos retuvo más de una hora contando embelesado sobre lo que él consideraba sus “años dorados” como músico.
Un buen tiempo atrás de esto yo era alumno suyo en la Universidad Católica, en el segundo Taller de Música. Si bien le teníamos un poco de miedo debido a su enorme rigor —durante esos nueve semestres no llegó ni una sola vez tarde, ni un solo minuto—, había también desde el principio una gran calidez y una flexibilidad de pensamiento. Este rigor, fui entendiendo en el tiempo, no estaba fundamentado en sí mismo. Es decir que no era el rigor por el rigor, lo cual sería a mi entender el error de una espiritualidad mediocre, sino que era solamente el camino más práctico para alcanzar resultados musicales, y provenía más bien de un amor desmedido, verdaderamente irracional, por ese fenómeno que llamamos música.
En la primera semana del semestre universitario casi no se pasaban clases, pero las suyas en cambio comenzaban tenazmente el primer lunes por la mañana. Una de esas primeras veces el maestro planteó que daríamos un vistazo a la obra significativa de Beethoven, y cada grupo de cuatro alumnos expondría esa misma semana un específico género. A mi grupo le tocó los cuartetos de cuerda y resultamos en el sorteo primeros para exponer, lo que significaba que debíamos analizar los 16 cuartetos y exponerlos al día siguiente. Pensábamos que era broma y no lo era. No lo creíamos posible, pero él sabía que, en una cierta medida, sí lo era. Nos fuimos asustados y trabajamos todo el día y la noche sin dormir, y al día siguiente expusimos, como pudimos, nuestro análisis. En una intensa semana teníamos todos una idea, por supuesto completamente general, del catálogo de Beethoven. Ese era el nivel de intensidad de sus clases, un contexto en el que uno descubría que era capaz de más de lo que creía.
A veces, cuando quería mostrar cosas específicas de una pieza, se subía a la pequeña tarima y dirigía. Aquella leyenda de la dirección de orquesta dirigiendo a los alumnos que a duras penas podíamos tocar bien las reducciones al piano de las piezas sinfónicas que trabajábamos. Y de repente todo sonaba mejor, incluso los pasajes que antes no parecían particularmente dotados de belleza, se revelaban, bajo la claridad de su batuta, con una expresividad nueva, que esa partitura de alguna forma contenía y de alguna forma no, pues es ese el arte de la interpretación. Todos tocábamos mejor, alcanzando una precisión técnica que no podíamos más tarde reproducir. En ese momento tenía uno la percepción de que no había nada más importante ocurriendo en el mundo. Su mirada exigía una entrega verdaderamente absoluta, un desempeño musical muy por encima de nuestras reales capacidades, que de forma inexplicable sucedía, una especie de encantamiento. Eso era la música. Y lo más importante: no era un concierto, ni un teatro, ni una orquesta, no había pompa; era una fría aula de universidad a las diez de la mañana, con un piano y un teclado cuyos parlantes integrados saturaban en los fortes. Ahí entendí que la relación era con la música; y que la música es una presencia cotidiana, pero es también un enigma, y que se la hace siempre por razones finalmente inexplicables.
Es de esa forma, mediante encantamientos, como entiendo que fueron posibles las versiones suyas de piezas sinfónicas que escuché de forma clandestina, cuando para un homenaje suyo en 2006, en complicidad con su esposa Norma, me tocó ir a su casa por las tardes, mientras él trabajaba en la universidad, a digitalizar las grabaciones que él conservaba en cintas de carrete, en las que me encontré frente una altísima musicalidad que me abrió la puerta a la dimensión de una dignidad para mí entonces conocida solo como postulado y no como revelación: el hacer música en Bolivia.
El maestro Rosso odia su cumpleaños, una vez viajamos juntos a la Cochabamba de Villalpando para huir de la amenaza de los festejos, pero yo pienso que es solo una buena excusa para celebrar una vida, que es lo que también pretende este pequeño texto, agradeciéndole a algo que finalmente será el destino, el haberme regalado el privilegio de su guía y su amistad.