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Esperar en el lago

CINE

El tercer largo (los dos anteriores fueron Vidas lejanas/2010, Entre santos, cholas y morenos/2019 y en 2009 dirigió asimismo el mediometraje Un resplandor de fe) del cineasta orureño Okie Cárdenas se suma a varios títulos últimos de la producción boliviana enfocados, espejo retrovisor mediante, sobre diversos episodios, más o menos distantes en el tiempo, de la historia del país. En su caso explícitamente, al decir de sus propias declaraciones, para poner al corriente a las nuevas generaciones, impidiendo que aquellos eventos queden irremisiblemente extraviados en la amnesia colectiva. “Este tipo de producciones es importante. No solo evitan que las nuevas generaciones se olviden de la historia, sino que visibiliza a personas que sufrieron luchando por la democracia”, afirmó Cárdenas, al momento de comentar que tomó conocimiento del hecho en 2007, cuando al abordar casualmente un taxi, se enteró de lo ocurrido merced al relato de la persona al volante: D. Epifanio Rodríguez, uno de los protagonistas del episodio que el director se propuso desde ese momento llevar a la pantalla.

El suceso en cuestión tuvo lugar el 2 de noviembre de 1972, cuando 72 presos políticos enviados a la Isla de Coati (de la Luna), en medio del lago Titicaca, por la dictadura del general Hugo Banzer Suárez, instalada en el poder un año antes luego del derrocamiento del general Juan José Torres, aprovecharon la celebración de Todos Santos para tomar preso al coronel Guillermo Burgoa, gobernador del improvisado penal y centro de torturas, junto a los 21 guardias destinados al lugar, luego de lo cual fugaron de allí.

Siempre según lo aseverado por Cárdenas, inicialmente tuvo la idea de armar un documental; sin embargo, “al escribir el guion, pensé que tendría un mayor potencial si trabajaba en una ficción”.

Dicha ficción arranca cuando, casi medio siglo después, Marco Antonio (Edwin “Moto” Morales), quien vive acosado por los recuerdos y la nostalgia en un lejano pueblo de los valles de Cochabamba, recibe un mensaje de su antiguo compañero de penurias Epifanio (Elías Serrano), invitándolo a sumarse a un viaje de regreso a Coati. Después de mucho dudar Marco Antonio resuelve aceptar el convite, sobre todo porque se le antoja la oportunidad de cumplir una vieja promesa acudiendo al reencuentro con Valentina (Luzmila Carpio), con quien mantuvo un romance durante el tiempo de su reclusión y a la cual, al momento de escapar, aseguró que retornaría pronto. No lo hizo a tiempo  enfrascado en la redacción de sus memorias en una versión novelada bajo el título de La gran fuga.

Así junto a Epifanio, otros camaradas de aquellos años y Agustina (Victoria Ric), hija de uno de ellos ya fallecido, emprende el periplo, se intuye desde el inicio, destinado a no acabar del todo bien, dado su quebradizo estado de salud y pese a los cuidados extremados por su flamante paño de lágrimas.

Mezclando algunos elementos del género de la tragedia y del de las películas del camino (road movie), tal cual ocurre usualmente en las obras adscritas a este último, se trata al mismo tiempo de una travesía en sentido estricto y de una exploración interior, afrontando los dolores y alegrías archivadas en la memoria, en una suerte de proceso de sanación para ajustar cuentas con la pesada carga allí almacenada. O como manifiesta Marco Antonio: “Los que esperamos no llevamos las cicatrices en el cuerpo sino en el alma”.

Tal acento grave y sentencioso atraviesa todo el relato, construido por el director con una manifiesta falta de imaginación que carga, en el modo de una disertación magistral, sobre los diálogos, mayormente chatos, todo el peso de la trama. Para peor utiliza de manera reiterativa el plano-contraplano a fin de explayar las extensas charlas de los protagonistas, con excesivo recurso asimismo a los primeros planos en el intento de subrayar los momentos en los cuales cada uno de ellos confiesa ante la cámara cuán duros fueron los trances que mayor dolor les dejaron durante aquella atroz experiencia.

Así la narración se va tornando lenta y repetitiva, los breves flashbacks centrados en la relación de Marco Antonio y Valentina son exiguos soplos de frescura que no alcanzan a contrapesar la pesadez del tratamiento visual y este va levantando un muro entre los personajes y el espectador, distanciándolo cada vez más de la posibilidad de empatizar con aquellos, debido a la rigidez narrativa, a la escasísima fluidez del relato, montado más en el estilo de una puesta teatral fotografiada que en el de un trabajo cinematográfico en el que los movimientos de cámara, los fundidos encadenados, los encuadres, las angulaciones y otros recursos expresivos vayan potenciando, mediante las imágenes, la carga dramática de la anécdota abordada. Constituye por cierto atribución de cada realizador optar por no hacer uso de ninguna de esas herramientas siempre y cuando ello contribuya al acabado del producto, compatibilizando el qué, el cómo y el para qué. No es el caso.

La secuencia más tocante de toda la excursión es aquella en la cual Marco Antonio vuelve a la casa de la infancia esperando reencontrar su familia, con la que perdió contacto hace años, más solo se topa con las ruinas, en una bastante lograda metáfora, me pareció, de los daños físicos y sicológicos imperecederos que el régimen dictatorial provocó no solo en las innumerables víctimas directas de asesinatos, encierros, exilios y martirios, sino sobre una generación entera.  

Es verdad también que la recreación fílmica de cualquier episodio histórico, no importa cuán lejano o próximo sea en el tiempo, demanda un presupuesto muchas veces inaccesible para las producciones locales, lo cual obliga justamente a extremar la inventiva para sortear tal escollo, impidiendo que acabe por convertirse en un lastre a despecho de las buenas intenciones que dieron pábulo al proyecto. No cabe dudar de las de Cárdenas cuando se embarcó en la reconstrucción de aquella épica huida que dejó, por un momento, en ridículo a la dictadura banzerista, procurando revivirla para ilustrar a las nuevas generaciones y obviamente instarlas a evitar que momentos como el abordado vuelvan a reproducirse. Lástima que el resultado final conspire contra aquellos loables propósitos.

Técnicamente son evidenciables en Esperar en el lago varios aciertos, insuficientes para maquillar las flaquezas, no menores, del punto de partida. La fotografía de Federico Graf cumple su función a cabalidad sin grandes lucimientos, innecesarios por lo demás. La música de Oscar García acompaña con la eficacia propia de un compositor que lleva varios títulos significativos de la filmografía boliviana en su haber. El montaje pudo haber contribuido en mayor grado a aligerar la puesta en imagen, cuidando de paso algunos evidentes saltos de eje capaces de confundir momentáneamente al espectador, así no advierta conscientemente el motivo de su desorientación.  Y el experimentado elenco hace, con esfuerzo y versatilidad, lo suyo dentro de lo que cabe (que no es mucho) debido a ciertas inconsistencias atribuibles al guion, pero sobre todo como consecuencia de la forma optada para ilustrar aquel retorno al pasado.     

A manera de un sello autentificador, Cárdenas baja la persiana sobre su película incluyendo unas cuantas fotos fijas tomadas durante su visita, junto a los verdaderos exreclusos, a su antigua prisión en la isla de infausta memoria. Aparte de resultar poco visibles, debido al tamaño utilizado para mostrarlas, es un agregado que no aporta nada a la película en sí. Más bien pareciera trasuntar una vacilación del propio director a la hora de sopesar el resultado final del trabajo de cara a la credibilidad de lo contado, sospechando tal vez de las fragilidades del modo elegido y utilizado para hacerlo.

FOTOS: PELÍCULA ‘ESPERAR EN EL LAGO