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‘Maxi’ Barrientos: ‘Preocupa mucho el fascismo’

Maximiliano Barrientos, en los años 90, era un “metalero” en Santa Cruz. Vestir camisetas de grupos de “black metal” y escuchar esa “música del demonio” era una forma de disenso en una sociedad tan tradicional como la cruceña. Hoy, “Maxi” escucha de todo: “metal”, electrónica, jazz. En una misma mañana en su estudio pueden sonar Satyricon, Aphex Twin y Miles Davis. La intransigencia (musical) forma parte ya de su pasado. Las cervezas que sigue tomando con sus amigos en un bar “metalero” frente al cementerio siguen presentes. Su más reciente novela, Miles de ojos (El Cuervo, septiembre 2021), vuelve a aquellos tiempos noventeros pero sin nostalgia. Es otra distopía, esta vez con carros y velocidad. “Maxi” usa el género de la ciencia ficción “weird” (rara) para hablar de monstruos, política y post-fascismo, para charlar de los cuerpos, del suyo, del tuyo.

En Bolivia cada vez hay más escritores que publican afuera y que son representados por agentes literarios. Barrientos es uno de ellos y por estos días es el más contento de todos, pues la agencia literaria italiana —Ampi Margini— con la que empezó a trabajar el año pasado ha logrado que su última obra vaya a ser publicada en breve en Latinoamérica y España “en una editorial muy buena que aún no puedo mencionar, pero que me tiene muy emocionado por el catálogo que maneja”.

— Miles de ojos es una novela apocalíptica sobre el “sueño”, es una ucronía (como lo era tu penúltima novela de 2017, En el cuerpo, una voz,con una Bolivia dividida). ¿Ese “sueño” es una metáfora de la muerte?

— Imagino que cada lectora y lector tendrá una interpretación de qué es esa entidad que irrumpe y cambia el mundo como lo conocíamos. Si lo pensamos con las categorías lacanianas, el sueño en la novela es la aparición de lo real que rompe con el orden simbólico. Eso me parece que es algo con lo que trabaja muy bien el “weird”, por eso la categoría de lo monstruoso es útil. Al aparecer, lo real siempre se manifiesta como un trauma, ya que no tenemos categorías epistemológicas para domesticarlo. Me parece que la novela —y el “weird” como género— trabaja ese “shock”. El desenlace dramático está vinculado al “shock”.

— Homenajeas en la cita inicial a un creador de videojuegos como Miyazaki diciendo que él “cuenta mundos, no historias”. Después de terminar de leer, uno se da cuenta de que la novela también aspira a crear una atmósfera particular, ¿cómo surge ese universo?

— Creo que toda literatura aspira a crear mundos, incluso la enmarcada en el realismo más recalcitrante. La verosimilitud en ficción depende de cuán sólida es esa creación. La ficción no es una mentira, ocupa un punto intermedio entre la verdad y la falsedad. Para que se sostenga depende de la solidez de los mundos propuestos, eso es lo que permite aquello que Colerdige definió como la suspensión voluntaria de la incredulidad. Es parte del oficio, de la técnica, y no el deber de un género específico. Es lo que hace que el lenguaje de la literatura pase de lo puramente descriptivo a lo performativo. Si no se da ese tránsito, el libro fracasa.

—  “Mi cuerpo ya no es mi cuerpo”, dice el protagonista. ¿Es el cuerpo el campo de batalla de nuestros días?

— El cuerpo, como lo propuso el gran filósofo Emmanuel Levinas, está en el centro de la ontología y de la ética. Toda nuestra tradición occidental, amparada en el cristianismo y en el derecho romano, ha menospreciado al cuerpo, lo ha convertido en una herramienta, en un ente a ser dominado para que el sujeto pueda ser considerado persona. En esta tradición no se es un cuerpo, se lo posee y se establece una lucha con él para el autocontrol. Creo que el desafío es superar esa lógica binaria. En ciertos momentos clave ese binarismo (cuerpo y mente) queda anulado: el riesgo de una situación de muerte, el deporte, el sexo, etc. Y es ahí cuando se es un cuerpo. A mí me interesa explorar el cuerpo desde la literatura como un lugar ontológico. Me interesa que esa experiencia sea desde el extrañamiento, por eso me parece que la literatura de género se ha vuelta muy rica para ese cometido (el realismo replica el binarismo con la hegemonía del sujeto, especialmente en cierto realismo autoficcional). El cuerpo como lo poroso, aquello cuyos límites no están del todo claros, lo que es más inmediato, pero al mismo tiempo lo desconocido.

— La ciencia ficción “weird” tiene un componente político. ¿Es la crítica anticapitalista que se cuela en las páginas de Miles de ojosotra manera —más del siglo XXI— de hacer literatura comprometida?

 — Coincido con que la ficción “weird” se ha convertido en una forma clave de pensar lo político desde la literatura. Basta con leer las novelas de un autor como China Miéville, quien es un marxista confeso. Sin embargo, yo pondría ciertos reparos a la hora de pensar la etiqueta de “literatura comprometida”, ya que esto implica una agencia, una voluntad crítica a la hora de escribir ficción, que me parece que puede resultar contraproducente. La ficción no opera como lo hace un ensayo. Requiere de otros dispositivos. Lo político en la literatura —al menos la forma en que me interesa la aparición de lo político— no se da como denuncia, sino como un reflejo de ciertas praxis y de ciertos “habitus” que luego, en el comentario de los libros, debe ser analizado. Eso es lo que no entiende la cultura de la cancelación, que cuando se topa con formas de violencia como el racismo o la misoginia decide anularlo en vez de entender cómo se produce. Lo interesante de la ciencia ficción es que puede extremar escenarios donde estas relaciones que existen en la actualidad, pero que no están del todo claras, aparecen de manera explícita. En ese sentido, el género es un laboratorio del presente, trabaja con sus obsesiones, miedos, el “ethos” de una comunidad, de una forma distinta a como lo hace el realismo más convencional.

— La novela también se puede leer/escuchar como una banda sonora de “black metal”, con esos soles que se vuelven negros. Incluso inventas nombres de bandas como Sacrilegus (por cierto, es el nombre de un vocalista de banda colombiana del género). Y añades: “El black metal es un teatro, es una película de terror, te asusta pero sabes que es mentira”. ¿Puede ser el “metal” —otrora atacado por su falta de conciencia social— una vía de expresión de hartazgo social?

— Creo que la segunda ola del “black metal”, lo que conocemos hoy como “black metal” noruego, fue el último momento vanguardista del rock. Lo que a principios de los 90 hicieron bandas como Mayhem, Burzum y Darkthrone es increíble. Musicalmente hablando es tremendo. Además que esta revolución musical vino acompañada por una serie de acontecimientos violentos que contribuyeron al mito: la quema de las iglesias, los asesinatos, etc. Era la radicalidad extrema, y eso en el “metal” es parte del juicio de valor.

Mientras más extremo el disco, mejor valorado está. Lo interesante es que hoy puedes escuchar esos discos alejados del rumor de los acontecimientos que contribuyeron a la leyenda negra, y son auténticas obras de arte. Sociológicamente hablando, a mí me interesa esa condición de paria que tenían los metaleros de entonces, algo que ha cambiado en estos días. La música extrema estaba condenada a un lugar de marginalidad, de no pertenencia. Y creo que buena parte de su poder artístico lo sacaba de ahí. Recuerdo cómo era la escena en Santa Cruz, esa condición de parias, en una sociedad con valores tradicionales, se acentuaba mucho más, ya que entonces no había pluralismo: o eras un comparsero con sueños de emprendedor o eras un “metalero” que odiabas todo aquello que representaba la “gente bien” de esta ciudad. Ser “metalero” era una forma de disenso. La novela en parte es un homenaje a esos años, pero no desde la nostalgia.

PUBLICACIONES. Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer (2011), Hoteles (2011), La desaparición del paisaje (2015), Una casa en llamas (2015), En el cuerpo una voz (2017) y Miles de ojos (2021)

— La novela también rezuma religiosidad, siendo tú un escritor ateo. ¿Cómo se cuela lo religioso?

— Desde la Ilustración, cuando hubo un paso de lo religioso a lo secular en la sociedad moderna, muchos nuevos principios fundacionales que se erigieron como ideales se los vivió de forma teológica. El papel que jugaba Dios en una sociedad monárquica fue reemplazado por el de la Razón o el de la Igualdad en una democrática. Pero la forma en que nos vinculamos a estos principios responde a una categoría religiosa: en vez de ruptura, hubo una continuidad. En la novela sucede un tránsito inverso. Elementos que tenían una función secular y funcional: los motores y los autos deportivos se los pensó como fetiches religiosos. Al punto que la velocidad, algo que es físico, se la adora como una deidad. Se ha escrito bastante sobre el impacto que ha tenido la velocidad en la modernidad, especialmente a la hora de la construcción de la realidad. Fíjate, por ejemplo, en la obra de un filósofo como Paul Virilio (la novela tiene un epígrafe suyo), que inventó el término de picnolepsia para describir semejante fenómeno. A mí me interesaba explorar algo de esto en la ficción. Cómo la velocidad produce ciertas desintegraciones, cómo diluye la condición monolítica del sujeto gracias a la experiencia del éxtasis. En esos momentos, el cuerpo es el auto. No hay un límite establecido entre carne y metal. Por eso hace un momento te hablaba de lo poroso del cuerpo.

— He visto en el cine la película Titane (de la francesa Julia Ducournau, “Palma de Oro” en Cannes), otra distopía con autos, sexo y extrañas relaciones paterno/filiales. Es curioso que Miles de ojos se parezca tanto. Esas relaciones conflictivas con el padre —la familia— ya estaban en La desaparición del paisaje (2015), tu segunda novela.

— Es curiosa la similitud que tiene Miles de ojos con Titane, es como si esas cosas estuvieran en el aire de la época. Ambas cuestionan la identidad como un principio sólido y procuran la vinculación con la máquina. Qué cosas es el auto sino una prótesis, algo que potencia a nuestros propios cuerpos. Esto, obviamente, ya estaba prefigurado en el “cyberpunk”. Siempre va a existir la familia como una institución social en la literatura, incluso en la más arriesgada. A mí me parece que la familia, en mi novela, es el punto de partida, no el de llegada. Ya que apuesta a la disolución de toda esa categoría.

— Hay una escena en la que el padre y la madre hablan sobre la paliza recibida por su hijo y brota el racismo. Cito: “Alfonso, dijo mi madre, y lo miró con bronca, como si el racismo fuera una anomalía que la escandalizara y no la más pura y natural reacción del hombre con el que llevaba casada veinte años y cuyo sueño era pertenecer a una logia, ser protegido por esa camarilla de sinvergüenzas que ocupaban cargos públicos y que fundaban empresas privadas y que se cuidaban las espaldas unos a otros sin importar la naturaleza del agravio. Toda esta ciudad había prosperado bajo el amparo de esos hijos de puta que comenzaron en comparsas, pasaron a fraternidades y terminaron fundando esas agrupaciones que llevaban nombres ridículos y que manejaban Santa Cruz a su antojo”. Podrás leer muchos tratados sobre las élites cruceñas, pero esas líneas en tu novela resumen un estado de las cosas. ¿Te consideras un bicho raro entre tanto cabildo y paro político?

— A mí me gusta mucho Santa Cruz, no me imagino viviendo en otra parte. Dicho esto, preocupa mucho el fascismo que circula de forma normalizada. Algo de lo que hablamos con algunos amigos y amigas. En los días del paro escaló a niveles delirantes. Es un problema estructural que puede ser abordado desde distintos lugares. La educación es un factor, y ahí creo que se evidencia uno de los fracasos del gobierno de Evo Morales. Instituyó una ley contra la discriminación, pero nunca se educó a la población sobre qué cosa es el racismo o cómo opera en sus aspectos micro. Pero la educación no solo debe suceder en un plano discursivo, sino que también debería implicar el plano afectivo, de lo contrario no sucede ningún cambio importante. Esa es la crisis que se está viviendo en Estados Unidos, por ejemplo, con el tema de la corrección política. Opera como una normativa discursiva, pero a nivel emocional sigue habiendo la misma intransigencia de la época del estado segregado. En Bolivia, la situación es muy compleja, y creo que la crisis se incrementa porque la categoría de clase social ha desaparecido. Lo que opera ahora es la categoría de región, y en algunos casos, la de raza. Esa creo que es parte de la crisis mundial en la que está sumida la izquierda, y eso explica por qué se usa el discurso de lo regional para producir hegemonía en Santa Cruz. Si la categoría de clase seguiría aglutinando a la gente en colectivos políticos, la situación contemporánea sería otra. Eso es lo que abrió la puerta al populismo de derecha, es decir a cómo el fascismo está operando dentro de un marco democrático. En 1959, Theodor Adorno escribió: “Que el Nacional-Socialismo haya sobrevivido en la democracia es potencialmente más peligroso que las tendencias fascistas hayan sobrevivido en contra de la democracia”. Esto es precisamente lo que está pasando ahora, es por eso que un historiador como Enzo Traverso define a este fenómeno como post-fascismo, ya que se evidencia una ruptura con el fascismo tradicional. Siguen las mismas posturas autoritarias y la construcción de una identidad por la exclusión del otro, pero dentro de un discurso que se legitima por lo democrático. Ahí vemos cuán gastado está el significante “democracia”.

— Otra película que se atraviesa en la novela es Crash,de Cronenberg, con esa fascinación por los carros, la velocidad y las cicatrices como trofeos sexuales. ¿Qué cineasta te antojarías para llevar Miles de ojo sal cine?

— Sería un desafío enorme porque también el costo de producción sería altísimo. No me animo a mencionar nombres. Se ha explorado muy poco el cine de género en Bolivia, espero que esa situación cambie, como está pasando en otras partes de Latinoamérica. Creo que esa veta lo revitalizaría, ya que parecería que acá los directores siguen fascinados por un cine contemplativo, esteticista, que cada vez me resulta más vacuo y solemne. Eso, sumado a un problema narrativo en los guiones, hace que muchas películas bolivianas sean en el mejor de los casos ejercicios de estilo.

— Hablando de cine, tengo delante de mí el afiche de Lo más bonito y mis mejores años, de Martín Boulocq, con ese viejo carro Volkswagen ‘65, refugio de los personajes. ¿Qué significa el coche?

— El auto representó la forma en que sucesivas generaciones pudieron acceder a un tipo de libertad vinculada con el desplazamiento, las líneas de fuga deleuzianas. Es por eso que se lo romantizó. Fíjate en el papel que tiene en la literatura, desde En el camino, de Kerouac, hasta Crash, de Ballard. Es la forma en que se accedió a una experiencia de intensidad que implicaba la ruptura con lo familiar, con aquello que aparecía como raíz. El auto es rizomático por antonomasia. En ese sentido, siempre se vinculó con la experiencia de lo nuevo.

FOTOS: RICARDO BAJO