Días de trauma
Este texto en primera persona del escritor Rodrigo Urquiola documenta una experiencia real de la atención de una emergencia en La Paz
Soy madre de cuatro hijos. Ese domingo era el cumpleaños del segundo, Ariel, y mi mamá había preparado uno de sus platos favoritos, fricasé de pollo, para que tengamos un agradable almuerzo familiar. Descansé toda la mañana en cama después de haber trabajado la semana entera. A eso de las 13.15, entré a la ducha. Justo no había jaboncillo. Pasó sin que me diera cuenta de nada. En vez de pisar la goma, pisé el suelo resbaloso y me caí sobre mi lado izquierdo. Una simple imprudencia. Debí haberme duchado solo con el shampoo, pensé, después. Caí y todo mi peso fue a dar a mi brazo. Se fracturó. Escuché ese sonido ¡crac!, así: ¡Crac! Me vi. Estaba a un lado, deforme. Me empezó a doler. Creo que haberlo visto me provocó mucho más dolor. Grité lo más fuerte que pude. Todo había pasado en unos cuantos segundos.
Mi hijo mayor, Rodrigo, estaba cerca. Abrió la puerta del baño y fue quien primero me vio, ahí, en el piso. Grité más, no podía contenerme. Él se asustó y fue a buscar ayuda. De inmediato pensé en que debíamos ir rápido al doctor, a Emergencias. Recordé que lo que estaba haciendo era bañarme y le pedí a mi hija menor, Carla, que me ayudara a terminar. Sabía que me tocaría estar mucho tiempo en el hospital, ya tenía esa experiencia de cuando me operaron de la vesícula.
Así, adolorida, todavía tenía la esperanza de que mi brazo no estuviera fracturado, que le hubiera pasado algo sencillo de solucionar, cualquier cosa, o que, por lo menos, hubiera la posibilidad de no entrar a cirugía.
Vivimos tan lejos que, en ciertas circunstancias, es muy complicado llegar al centro de la ciudad. Se tarda demasiado. Mis hijos llamaron a mi exesposo, Jorge, que tiene una peta envejecida, por si estaba cerca. También fueron a golpear la puerta de la casa del vecino, que trabaja en el sindicato de minibuses, pero no había nadie ahí. Finalmente, Jorge consiguió que su cuñado, Juan, viniera desde Cota Cota en su automóvil.
El dolor era muy intenso, agudo. Te hace sentir débil, impotente. En ese momento pensaba en que nunca en la vida me había imaginado que yo misma podría hacerme un daño así. El dolor te mueve todo, te sacude. Disculpe si ahora estoy llorando al recordar estas cosas. El dolor es un quiebre. Uno no está acostumbrado a él. Es algo único. No te pasa cada día. No lo planificas. Nunca dices: Este año me voy a romper un hueso. Y de pronto, sucede. El miedo y el dolor se juntan. Es terrible.
Pensaba incluso en mi trabajo. Se acercaba una de las fechas de más movimiento. Desde el principio me dije que este mes estaba ya muerto, con resignación. ¿Cuánto tiempo durará?, me preguntaba, tengo que volver a trabajar. Las madres de familia somos así, tenemos que pensar en todo.
El dolor no es una aventura. La capacidad del pensamiento, creo yo, lo incrementa. En el transcurso del camino se hacía más grande. Por suerte el auto de Juan llegó rápido. El problema fue el trayecto. El camino estaba despejado, el domingo no es un día en el que haya trancaderas. A pesar de ese punto a favor, me pareció eterno. En cada pequeño bache que hacía saltar al vehículo mi brazo se movía y el dolor volvía a castigarme. En la vida cotidiana ves las avenidas asfaltadas y crees que están bien, pero en momentos como este te lastima que existan tantas imperfecciones o que los rompemuelles no estén bien pintados. Juan me veía sufrir y no sabía si debía ir más rápido o más lento. Rodrigo, que iba conmigo en el asiento trasero, cerraba los ojos cuando yo lo hacía, como si pudiera sentir un poquito del dolor que me sacudía todo.
Cuando llegas al hospital piensas que te van a atender rápido, que te van a ayudar, pero, en el fondo, sabes que no es así. Uno necesita consolarse de alguna forma. Llegamos al Materno Infantil, primero, fue una confusión. El miedo y el dolor no te dejan pensar con claridad y creí que debían atenderme allí. No sé por qué. Quizás porque antes llevé a que enyesaran a mi hija menor, cuando era bebé. Una enfermera nos vio antes de que entráramos a Emergencias de ese hospital y nos dijo que debíamos ir al Obrero. Por suerte ese hospital queda cerca. Volver a recorrer las calles en el auto, aunque fuera aquella pequeña distancia, volvió a provocarme mucho dolor.
Por fin llegamos adonde debíamos. Me dolía tanto el brazo que no podía pensar ya en las cosas más sencillas. Te preguntan por tus papeles, que tienes que hacerlos sellar e ir de acá para allá. No sé qué hubiera hecho si hubiese estado sola, sin mis hijos, sin nadie que me apoye y corretee por mí. Estaba asustada. Pensaba que para los demás el dolor que yo sentía era muy pequeño. Pero, por más minúsculo que sea, es nuestro dolor, de nadie más. Y me lo repetía: Es mi dolor y me duele a mí, es mi dolor y me duele a mí.
Sé que parecía calmada. Me esforcé bastante para no asustar más a mis hijos que todavía son niños y a mis tres nietos que, en casa, cuando me vieron con el brazo deformado por la fractura, se pusieron a llorar. Tuve las fuerzas suficientes para terminar de bañarme, lavarme los dientes e incluso alistar mis cosas con la ayuda de Carla y Pablo, mis hijos pequeños, mientras los mayores buscaban transporte. A medida que avanza el tiempo, el dolor se hace más intenso. Cuando llegas al hospital es el momento en el que acaba tu valentía, digamos, o ese dominio que has podido tener sobre tus emociones. Quieres ver a un doctor que se preocupe por ti, o a una enfermera, a alguien que te diga: Esto es así y tiene solución. Lo necesitas.
Sin embargo, en ese momento, todo está en suspenso. Ves que hay casos peores, pero, como te está pasando a ti, lo más importante es lo tuyo. Intenté distraerme ahí, en ese pasillo que es la sala de espera de Emergencias, leyendo ese letrero de valoración que, en otras palabras, te dice: Si usted está muriendo va a entrar más rápido. Como yo no tenía el hueso expuesto, tenía que esperar. Ninguno de nosotros sabía que la espera iba a prolongarse tanto. Llegamos a las 14.45. Solo a las 16.00 me pusieron un calmante, lidocaína.
Juan me había dado el consejo de que exagere en las expresiones de mi dolor para que me atendieran más rápido. Decidí no hacerlo porque vi que había personas con problemas más graves. Cuando me dolía lo manifestaba y era porque lo sentía de verdad.
Antes de atendernos, nos pidieron los documentos. Imagino que tienen que verificar si la empresa para la que trabajas está con los pagos al día. ¿Qué pasa si no? ¿No te atienden? No creo que puedan ser tan crueles.
A las 18.00 me indicaron que debía ir a Rayos X. Subimos a pie las gradas hasta allí. Tuve que mover mi brazo en distintas posiciones para que sacaran las imágenes que necesitaban para mi caso. Le va a doler, me dijo el doctor, pero tiene que verse bien el daño. Cada movimiento era como revivir el instante de la fractura. Horrible. Tuve que poner la palma extendida hacia abajo y de manera lateral. Dos radiografías. No sé qué tenía el equipo, pero no estaba funcionando bien. Repetí todo de nuevo. Todavía me acuerdo del comentario del doctor: ¡Uf, otra vez! Salió a traer algo así como una batería nueva. Esperamos un momento a que cargara. Es muy lamentable que no tengamos buenas máquinas o que estén envejecidas.
Después volví a bajar las gradas y a sentarme en ese pasillo que es el recibidor para acceder a las camillas de Emergencias. Un residente vio la radiografía y me dijo que tenía que internarme. Me había fracturado dos huesos, el cúbito y el radio izquierdos. Me informó que debía entrar a cirugía y que tenía que esperar, mientras tanto.
A las 19.00 fui a Yesos. Ahí, el especialista me pidió que moviera los brazos. Le va a doler, me dijo, pero debo enyesarle de manera que le duela menos. Va a ver, le voy a enyesar y le va a calmar el dolor, se lo prometo. Tal vez era su manera firme y calmada de hablar lo que me tranquilizó. Seguía hablándome: Me tiene que ayudar, por favor no grite porque me pongo nervioso, si usted me ayuda todo va a estar bien. Yo le hago caso, le dije, si me hablan de buenas y me explican claro que entiendo. Tenía que mover el brazo hacia abajo dejando el codo arriba. Me pidió que me quedara quieta en esa posición. Me dolía bastante todavía. Me puso unas vendas calientes. Ese calor, sumado al efecto del analgésico, me alivió mucho. Luego, armó bien el yeso en mi antebrazo. Le agradecí.
A las 21.00, enyesada, recién pude salir del pasillo y entré, por fin, a la sala donde están las camillas de espera de Emergencias. Encontré lugar en una silla. Ahí adentro no se puede tener el distanciamiento recomendado en esta época de pandemia. Hay bastante gente en el recibidor esperando entrar aquí y también hay bastante gente en esta sala de espera aguardando subir y el espacio es tan reducido en ambos ambientes que es imposible alejarse lo suficiente unos de otros. Me sacaron sangre para hacerme el examen previo a la operación. Un doctor me explicó que debía permanecer allí hasta que me hicieran la prueba de covid, recién entonces, con ese resultado, me subirían a piso. Mientras tanto, debía estar junto a los demás pacientes. Todos estábamos como sardinas. Había camillas hasta en el pasillo.
Continuará en el siguiente número.