No mires hacia arriba
El director Adam McKay, de la mano de Netflix, propone una comedia negra con Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence
CINE
Casi al finalizar un año durante el cual el cine —el de verdad, digo: el que se aprecia en pantalla grande— no terminó de reponerse, en términos de número de espectadores e ingresos, del duro golpe que comportó la pandemia, con la salvedad de algunos blockbustersprecedidos en su estreno de un estruendoso bombardeo publicitario como en el caso del enésimo capítulo de la franquicia de El Hombre Araña, mientras a la par engordaban las plataformas de streaming encabezadas por Netflix, No mires hacia arriba, producción de esta última, considerada por algunos la mejor película del año, y por los más un chasco, pasó a ser la comidilla de flamígeros debates.
Las controversias no han sido por cierto ajenas a la trayectoria del director, guionista, comediante, productor de series de TV y actor Adam McKay (1968). En sus recensiones de La gran apuesta (2015) —a propósito de las causas de la crisis económico-financiera—, y El vicio del poder (2018) —en torno a la intromisión norteamericana en Oriente Medio— especialmente, parte de la crítica de su país lo aposentó en el trono de realizador de las mejores comedias de la última década y el hombre predestinado a regresarle a la sátira su mordiente como instrumento de la parodia política y social. Por el contrario, otro sector de la misma crítica despedazó sin contemplaciones esas, y otras, realizaciones de McKay, entendiendo que se trataba de un artesano que fungía, sin mayor éxito, como autor. Este último grupo, imagino, se estará restregando las manos a la vista del desorejado último emprendimiento del director.
Tirando con perdigones, a ver si consigue dar en el blanco de alguno de los variados blancos sobre los cuales dispara, McKay pone en la mira a la Casa Blanca y a los políticos en general, los multimillonarios CEO de las grandes tecnológicas, la prensa sensacionalista y ayuna de cualquier sentido, la opinión pública narcotizada por las frivolidades de aquella, las celebridades fabricadas por la industria cultural, y el propio espectador seguramente adicto a los videojuegos que convierten el acto de masacrar en una diversión.
Todo comienza una noche, al final de una jornada rutinaria, cuando Kate Dibiasky, estudiante de la Universidad Estatal de Michigan descubre, casi por casualidad, que un cometa se dirige hacia la Tierra. Enterado su profesor, el algo histérico doctor Randall Mindy, ambos se ponen a hacer cuentas llegando a la conclusión de que en 6 meses y 14 días el meteorito de 10 kilómetros de ancho impactará contra el planeta cerca de las costas de Chile, provocando una devastación global de alcances inimaginables.
Tal cual manda el protocolo, Dibiasky y Mindy trasladan de inmediato la información a un alto funcionario de la Defensa estadounidense. Este considera que la amenaza es lo suficientemente grave como para ser puesta en conocimiento de la presidenta Janie Orlean, una réplica femenina de Trump. Se encaminan entonces hacia la Casa Blanca. Allí, luego de ser estafados por un general que les cobra los refrescos tomados gratuitamente de una máquina expendedora, deben aguardar horas, puesto que la primera mandataria debe atender asuntos más urgentes, como un cumpleaños. Por lo demás, se encuentra en puertas de una próxima elección y, según le advierte su hijo y asesor principal, las malas noticias no harán otra cosa que restarle votos. De tal suerte, la entrevista resulta ser un fiasco mayúsculo.
Luego de darse de bruces contra el poder, el doctor y su alumna resuelven acudir a los medios de comunicación. Así acceden a ser entrevistados en The Daily Rip, un programa matutino, animado por dos siempre sonrientes imbéciles: Jack Bremmer y Brie Evantee, esta última una parodia indisimulada de la presentadora del canal Fox Megyn Kally, quienes se toman en solfa las preocupaciones de los dos científicos prodigando dudosas ironías y chistes sin gracia.
El resto de la trama va desmenuzando las frustrantes búsquedas de interlocutores que se tomen a pecho el desastre por venir. Pero tropiezan una y otra vez con la imbecilidad generalizada. Incluso cuando la Sra. Presidenta resuelve autorizar el lanzamiento de una nave espacial que irá a destruir el cometa, por último cede a las sugerencias de un tal Peter Isherwell —una combinación de Elon Musk y Steve Jobs— , cabeza de cierta corporación digital y principal aportante a su campaña, quien le recomienda comprar y usar sus drones para fragmentar el cometa a fin de recoger en la Tierra los pedazos y así usufructuar los valiosos minerales que contienen, incrementando de tal manera el control norteamericano sobre la economía global. ¿En que acaba tan descabellado proyecto? De mostrarlo se encarga una escena postcréditos, no muy sorpresiva que se diga.
Está claro que en esta mezcla de comedia y ciencia-ficción para ilustrar, en vena popular, las teorías del científico inglés Lovelock y del filósofo francés Latour acerca del Antropoceno, cuando debido a la totemización acrítica de la tecnología el hombre se ha convertido en una fuerza geológica capaz de hacer trizas el hogar común, ante la indiferencia del mundo científico totalmente mercantilizado y del mundo político rendido al coyunturalismo más barato, el blanco principal al cual apunta No mires hacia arribaes el auge del negacionismo.
Este, hibridado con las variopintas modulaciones emergentes de la ultraderecha en el mundo, ya había demostrado —gracias a Trump, Bolsonaro y otros negadores de la crisis del cambio climático y el calentamiento global— los extremos de estúpida ceguera que es capaz de alcanzar. Pero por si faltaba alguna prueba, ahí salió a proporcionarla, en plena pandemia de COVID19, el movimiento antivacunas, blandiendo advertencias tan ridículas como que las cucharas quedaban pegadas, merced a una suerte de magnetismo escondido en las vacunas, a los brazos de quienes se habían administrado alguna de ellas, lo cual no evitó que masas de gentes en el mundo entero se tragaran entero el brulote.
Sin embargo, McKay yerra de punta a cabo apelando a un estilo de humor que, con la supuesta intención de traducir los desvelos de algunos científicos respecto al devenir de la Tierra al lenguaje del espectador de a pie, pero, eso sí, evitando obligarlo a pensar, desemboca en la caricatura pura y simple, amontonando sketches tópicos de una superficialidad frívola, del mismo bajo nivel y alto cinismo de aquello sobre lo que pretende ironizar, con lo cual acaba neutralizando el llamado a la reflexión que, dijo el director, buscaba activar. “Si eres capaz de reír, significa que tienes algo de distancia, más allá de que creas que es realmente importante”, declaró a la prensa en la ceremonia de presentación de su trabajo.
Y no es únicamente la chatura de las bromas de brocha gorda que repite una y otra vez a lo largo de los 143 minutos del estirado metraje de la película, incurriendo asimismo en otra de las manías usuales en la producción reciente, lo que conspira para mutar las intenciones en patinazos narrativos y evitar que la mala leche con la cual retrata al grueso de sus personajes quede solo en eso, pero no alcance a tener la acidez que la necedad campante a lo largo y ancho del planeta en pleno avance sin pausa hacia la extinción, pareciera ser el único acento útil para desvestirla de la postiza solemnidad con la cual se inviste en los discursos políticos y mediáticos de la basura institucionalizada.
El montaje hiperquinético da toda la impresión de ser otra elección estilística descaminada, sobre todo cuando salta sin motivo y en medio de una frase de Orlean a imágenes de celebridades varias, impidiendo que la platea se concentre en lo que se está diciendo, y resignando así hasta la mínima contextura, del sarcasmo pretendido más no redondeado ni mucho menos. En verdad se trata de un guiño visual bastante rudimentario para hacer extensivas las flaquezas de la primera mandataria a todo el universo de famosos. McKay supone estar pulsando varias teclas políticas y sociales perspicaces cuando en realidad solo apela repetidamente a lo obvio y lo fácil, sin exponer nada novedoso.
Resulta un tanto escabroso dilucidar si las estrellas que repletan el elenco aceptaron sus papeles subyugados por el guion, cuya consistencia también resulta dudosa a menos que hubiese sido malversado por las referidas equivocaciones durante la puesta en imagen, o lo hicieron para mostrarse de manera oportunista turbados por los avatares futuros que roza el filme —algunos de ellos, es cierto, DiCaprio en particular, se sumaron hace rato a los movimientos ecologistas—, o si finalmente solo pesaron las remuneraciones. En todo caso hacen lo suyo con la soltura resultante de una larga experiencia.
Sin embargo, para evidenciar que McKay solo gesticula cuando finge lanzar sus dardos contra el consumismo espectacularizado, y la bobería maquillada de modernidad, no pueden pasarse por alto las sonrisas que lucen los personajes exhibiendo unas impecables prótesis dentales fabricadas por Chris Lyons, llamada el “hada de los dientes” en Hollywood. Si en su afán de dictaminar los patrones de “belleza” hasta hace poco la industria cinematográfica, la televisión y las redes sociales prácticamente forzaban a las mujeres a someterse al bótox (la eliminación química de las arrugas: estiramiento de piel en la jerga común), no debemos sorprendernos que ahora el relevo lo tome la ortodoncia de los implantes.