Kiro Russo, el hombre de la cámara
Imagen: Ricardo Bajo
Imagen: Ricardo Bajo
El director postergó para marzo (por la cuarta ola del COVID-19) el estreno de su segundo y esperado largo El gran movimiento, premiado en el Festival de cine de Venecia
Kiro Russo (La Paz, 1984) vive en la casa que fuera de sus abuelos, en Sopocachi. El padre de su padre, don Rafael Russo, llegó del sur de Italia al puerto de Buenos Aires en los inicios del siglo pasado. Rafael, comerciante de telas, terminó en Bolivia donde se casó con la abuela de Kiro, nacida en Huanuni. A partir de ese momento, la familia Russo giró siempre alrededor de la mina: el hijo de aquel comerciante italiano fue ingeniero de minas; el padre de su abuela, contador de minas y Kiro, cineasta de profundas oscuridades.
Cuando Russo pasó de la cinefilia al otro lado de la cámara la tuvo clara: su primer cortometraje iba a ser rodado en una mina. Se llamó Juku (2011) y se filmó (como no podía ser de otra manera) en Huanuni. De los viajes y estancias del paceño Kiro al centro minero orureño han salido tres películas: el citado “corto” y dos largometrajes Viejo calavera de 2016 y El gran movimiento de 2021, ganador del Premio Especial del Jurado en la sección Horizontes del Festival/Mostra de Venecia. Y faltan dos más: una película sobre la juventud de Huanuni atravesada por el folklore y el “black metal” satanista y otra sobre el Che Guevara, todas con cuatro familias mineras como hilos conductores.
“Bolivia solo se entiende desde la mina, el capital es la mina. Todos nuestros traumas coloniales, nuestra idiosincrasia, nuestro complejo de inferioridad vienen de ahí. El colectivo minero de Huanuni ha sido un grupo humano muy proclive a la transculturación, ha recibido una variada migración y tiene una toponimia abierta. El nuevo sujeto no es el indígena, es un obrero urbano occidentalizado con las nuevas tecnologías”, sostiene Kiro, cuyo nombre significa “brillo” tanto en quechua como en macedonio.
El chango Kiro siempre quiso ser artista. Arrancó con la pintura, abandonó el rock por el teatro y terminó en el cine. “Para mí, el cine es todas las artes en una, va más allá que todas”. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música, aprendió a tocar varios instrumentos y acabó —más que obvio— en los inicios de los 90 en dos bandas de rock paceño: Los Tocayos y Oz. “Cuando me salí, llegó el éxito para ambas, tercer lugar de la Marathon Rock del Equinoccio en 2002 para Oz y cuarto lugar para Los Tocayos”, cuenta entre sonrisas.
Para entonces, el teatro era su nuevo amor. Pasó talleres con David Mondacca y con el Teatro de los Andes, pero el trabajo de actor no lo emocionaba. Kiro seguía a la búsqueda de una pasión verdadera y, ojalá, para toda una vida. Los videos que alquilaba en las tiendas Errol’s seguían ahí, haciendo guiños ninguneados. Al comienzo eran películas de acción “mainstream”, compartidas con su padre. Ir a alquilar aquellos VHS al videoclub de la esquina (la competencia se llamaba Euforia) se convirtió en un ritual, como liturgia también fue meterse en una sala oscura con gente desconocida para ver cine en una pantalla gigante. Pronto pasó de las patadas de Van Damme y Jackie Chan (“me he formado con ellas”) a otras inquietudes apellidadas Bergman, Breson o Tarkovski (“con mi padre veíamos Solaris en la Cinemateca sin saber qué era”).
La generación de Kiro no se hizo cinéfila en las salas sino gracias a los videos y sobre todo a la bendita/maldita piratería. “Con mis amigos íbamos por toda la ciudad, buscando piratas de cine de autor. Ver cine se aprende, es como leer. Luego llegó el cable y ver neorrealismo italiano o cine obrero inglés o belga se hizo más fácil gracias a canales como Europa Europa”.
La relación con el cine, para Kiro, es emocional; es buscar y encontrar gente con la cual hablar de películas horas de horas, charlar de títulos, de autores, de movimientos, de decálogos. Para Kiro, el “boom” de 1995 no fue el estreno de cinco películas bolivianas al hilo —tras varios años de sequía sin una maldita película nacional que ver— sino el año del Dogma 95 y una manera radical de hacer cine llegada de Dinamarca. La producción independiente gozaba de buena salud con directores como el iraní Abbas Kiarostami o la incipiente cinematografía asiática que venía de lugares como Corea del Sur (con Chan-Wook Park), Hong Kong (con Wong Kar Wai) , China (con Zhang Yimou), Taiwán (con Tsai Ming-Liang) o Japón (con Takeshi Kitano).
“Hoy en día, ese cine hace mucho tiempo que salió del cine, de la sala y se refugió en las plataformas de streaming”. Entonces, Kiro toca un tema fundamental en su obra: el tiempo. No por nada hace unos años filmó los cuadros coloniales de la Casa de la Moneda en Potosí. “Capturar el tiempo, ese es mi propósito, el cine no solo es contar una historia, eso es secundario, me ha interesado siempre el cine como lenguaje puro, como herramienta para documentar una época, para capturar huellas de momentos”. Por eso ha rodado su última película con una cámara de Súper 16 milímetros, en el viejo y querido celuloide, capaz de aprehenderlo todo a su manera, dejando de lado el facilismo del digital.
Por eso no es casualidad que las críticas internacionales que se han escrito tras el pase en festivales de El gran movimiento —con más de una decena de premios— citen la tradición del cine silente/mudo y a cineastas como Dziga Vértov (pseudónimo del director soviético Denis Abramovich Kaufman) y el alemán Walter Ruttmann, el autor de Berlín, sinfonía de una ciudad (1927).
Dziga Vértov (en ruso “Gira Peonza”, en un guiño a la poesía futurista) creía en las diversas etapas de realización y consumo de una película; en la audacia del montaje; en el rechazo de los actores profesionales; en el lenguaje poético/cinematográfico (en las antípodas del teatral). Kiro también cree en ese cine-ojo versus cine-mentira, en esas pinceladas fílmicas sobre la vida cotidiana, en esa cámara omnipresente como una diosa. Russo es el hombre de la cámara-ojo que capta “la vida al imprevisto”. De más está decir que se considera marxista.
Cuando los videos de alquiler y las películas piratas ya no aplacaban el hambre de conocimiento y la ansiedad, Kiro se metió a estudiar: primero en la ECA de La Paz y La Fábrica de Cochabamba y luego en la Universidad del Cine en San Telmo, Buenos Aires, de la cual salieron egresados notables como el paraguayo Pablo Lamar o el argentino Damián David Szifrion, el guionista y director de Relatos Salvajes (2014). “Mi viejo no quería que estudiara cine, pero a los 19 años me compré una cámara, una mini HDV de alta definición, con la que comencé a filmar todo. Tengo cientos de horas grabadas con miembros de mi familia, con tomas del cementerio y sus personajes, con vecinos y vecinas de Villa Victoria. Entendí entonces qué era filmar, qué significaba entrar a casas y conocer gente en la calle, desde borrachos hasta payasos”.
Antes, con 18 años, se marchó a Madrid, solo y sin un peso. Trabajó de cocinero, lavando platos, preparando tapas en el Lateral, un restaurante del Barrio de las Letras. La conciencia de clase se fortalecía en las largas horas de trabajo junto a compañeros y compañeras filipinos, ecuatorianas, junto a raperos y costureros, 20, 30 años más veteranos que él. “Es extraño, pero estar con todos ellos, la intimidad y la complicidad se volvían otra cosa, evocaban mi infancia, mi familia”. Entonces, Kiro toca otro tema fundamental en su obra: los otros, los apartados, los que comen agachados, los que caminan la ciudad de día y de noche, los “nadies”. Por eso, quizás, Russo también rodó y se acercó a los yuquis para terminar con los “jukus” y con los aparapitas.
De la academia también salió con críticas a la institución de enseñanza. Kiro cree que algo no se está haciendo bien y ese algo tiene que ver con la (sobrevalorización de la) técnica. Se tiende a pensar que una buena película pasa por lo técnico, por un buen sonido, por una buena fotografía sin ahondar en el lenguaje, en la construcción de un pensamiento alrededor de una obra cinematográfica.
Russo llegó a Buenos Aires en 2008, los ecos del “corralito” rebotaban aún en las paredes de la ciudad. Pagar la universidad (“era carísima”) y lograr una beca de trabajo fueron los primeros objetivos. Hacer amigos, ver mucho cine y formar una comunidad fue mucho más sencillo. Kiro se juntó con compatriotas como Pablo Paniagua (más tarde, el director de fotografía de sus obras), con Nicolás Taborga, con “Pato” Romay Rabaj, Sebastián Fernández, Juan Alberto Guerra. “Ese momento fue muy lindo porque éramos un colectivo de jóvenes cineastas de toda América Latina, hombres y mujeres de Uruguay, Paraguay, Perú, Brasil, Argentina, Nicaragua, Bolivia… Veíamos harto cine, íbamos al festival Bafici para ver seis películas al día, una tras otra, era la primera vez que veía tanto cine y diferente en una sala”.
Russo quería saber todo. Entró a estudiar fotografía, pero rápidamente logró una beca para el departamento de sonido. “Pasé mucho tiempo, viví en Buenos Aires ocho años hasta el 2015, haciendo producción de sonido, seis horas al día. Pablo Paniagua, al que ya conocía de La Paz pero no éramos amigos, trabajaba en el departamento de edición y estudiaba fotografía”. Así nació una dupla.
Dos años antes de terminar la carrera, Kiro pasó a dirección y acabó egresando como director de cine. De esa época y de la mano del dúo Russo-Paniagua, nacieron cortos radicales que se planteaban preguntas como éstas: ¿desde dónde y cómo contamos las historias?, ¿para quiénes las contamos?, ¿con quiénes? Las respuestas eran muchas, aún lo son: “el cine es arte, no es solo negocio o entretenimiento; el cine parte del plano, no es solo la historia; el cine es forma y búsqueda, no solo narración y actuación”.
Años después, tras vivir y rodar en Huanuni, tras hacer amistad con “jukus” y mineros como el productor de Viejo calavera, Edwin Yucra, comenzó a filmar en el paceño mercado Rodríguez. “Me hice amigo hace 15 años de Max Bautista Uchasara, un indigente, parecía salido de un libro de Saenz o de Borda, increíble personaje. Charlamos de la vida, paseamos, hice pequeños cortos, fue algo enriquecedor. Solo mucho tiempo después, hace cuatro años, en 2017, surgió la idea de hacer una película con él pero con la cámara en acción no funcionaba, no era él mismo”.
Kiro tuvo que reescribir el guion durante cuatro meses (antes de eso, el filme se iba a llamar Loba), centrarse en dos historias de las varias que quería contar y dar más líneas a Elder Mamani, el actor no profesional que opacó al resto en Viejo calavera haciendo de Julio César Ticona. El rodaje, en pleno golpe, fue harina de otro costal: “Nos insultaban, nos confundieron con los periodistas argentinos que llegaron a reportear, nos dijeron de todo, uno de ellos se me quedó clavado en la retina de la memoria: ‘Ustedes son la basura de Bolivia’. Fue mucho más duro filmar El gran movimiento que filmar adentro de una mina como en Viejo calavera”.
Entonces, Kiro toca otro tema fundamental en su obra: los actores no profesionales. Y así, la charla nos lleva al neorrealismo italiano, a Ken Loach, a los hermanos Dardenne, a Sanjinés y Eguino. La palabra clave es verosimilitud. “El teatro está basado en la impostación del cuerpo sobre unas tablas, el cine es todo lo contrario, es introspección, es naturalidad ante unas cámaras. Cuando estábamos rodando la última película, la producción, el “Piñas”, insistió en probar a Freddy Chipana, reconocido actor de teatro, hicimos varios ensayos y no funcionó. Es uno de los grandes problemas de nuestro cine, hacer actuar a la gente de teatro en una película. Dime una película boliviana donde ésta se sostenga en la profundidad psicológica de los personajes. Sanjinés y Eguino construyeron desde otras formas. Solo si logras un actor o actriz natural, puedes moldear y evocar desde sus cuerpos, desde sus experiencias”.
Kiro se define a sí mismo como “ridículamente obsesivo”, es un trabajador “enfermo”, es capaz de ir cuatro años seguidos a la inauguración de la Alasita para lograr los planos deseados y tiene como penitencia no caer en la tentación de la porno-miseria, término acuñado por los cineastas colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo en un pequeño manifiesto escrito en 1978. “Me han acusado de hacer eso precisamente. Dicen que fui a filmar a los pobres mineros para hacerme rico. Yo no filmo sus vidas por más que trabaje con actores no profesionales, yo ficciono a partir de, no muestro la realidad, aunque todos sabemos que la vida es dura, que los mineros van a morir por la silicosis, que la vida es una mierda, 15 de mis amigos que han participado de una u otra forma en las películas han muerto”.
Quizás, la palabra clave es proceso. Y su antónimo: paracaidismo. Quizás, para evitar caer en la porno-miseria es necesario volver al corazón del cine. Ospina y Mayolo aseguraron que la miseria se había convertido en tema impactante, en mercancía, en un espectáculo más, donde el espectador puede lavar su mala conciencia. Russo lanza las últimas preguntas: si no se puede filmar vidas empobrecidas para analizar y transformar, si no puedes hacerlo porque entonces haces un cine miserabilista para conmover y tranquilizarte, ¿qué nos queda?, ¿callar y mirar para otro lado?, ¿no mostrar la realidad?, ¿no sería eso reaccionario? Kiro, el hombre de la cámara, hace un “zoom in” a la muchedumbre y se va. El siguiente es un plano fijo: un vaso de cerveza vacío en una pizzería de Sopocachi. Fundido en negro.
TEXTO Y FOTOS: RICARDO BAJO