Las niñas
Imagen: Internet
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La película de la española Pilar Palomero cuenta en la dirección de fotografía con la boliviana Daniela Cajías. La cinta se exhibe en Bolivia
CINE
Gracias al premio Goya 2022 a la mejor fotografía obtenido por nuestra compatriota Daniela Cajías, motivo de orgullo ciertamente, hemos tenido la satisfacción adicional de acceder a una producción española, como las de tantos otros orígenes cada vez con menos presencia en las carteleras comerciales atosigadas de megaproducciones made in USA y productos, de la misma procedencia, con primeros, segundos y enésimos capítulos, todos ellos olvidables al instante.
La ópera prima de la aragonesa Pilar Palomero (Zaragoza/1980), componente de una nueva generación muy prometedora de cineastas en su mayoría mujeres, aseveran los colegas de aquellas latitudes, arranca con tres primeros planos sucesivos, montados mediante corte directo, de otras tantas muchachas que dan la impresión de estar cantando, aun cuando la banda sonora se abstiene de dar paso a cualquier sonido, del mismo modo que el encuadre cerrado bloquea todo intento de contextualización.
Ese desconcierto inicial se va disipando, empero, en la medida en que da las primeras pistas acerca del tono narrativo elegido por la directora para adentrarse en las vivencias de Celia, introvertida prepúber de 11 años, alumna en un colegio de monjas y, al igual que sus compañeras, escindida entre las preguntas propias de la etapa de iniciales descubrimiento de la sexualidad frente a las cortapisas sociales y religiosas erigidas a manera de obstáculos, difícilmente salvables, para encontrar las respuestas.
La película está ambientada en el año 1992, poco antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición de Sevilla, pero esos atisbos del acercamiento español, por vía de una aún incipiente “apertura”, a los gestos de la modernidad tardía vigentes en los países colindantes todavía deben lidiar con las secuelas del franquismo, profundamente arraigado en las costumbres y cosmovisiones de las generaciones que vivieron, o mejor dicho sufrieron, el agobio de un régimen intolerante en extremo a cualquier gesto de disconformidad hacia las rígidas reglas moralistas del mismo, al igual que a su cerrazón a la más mínima tentación de sumarse a los moderados vientos de cambio que recorrían el viejo continente, más viejo que nunca en esa España forzada a un ombliguismo blindado a toda “mala influencia” exterior. En suma, un contexto especialmente escabroso para afrontar el complejo tránsito de la niñez a la adultez, de sí siempre plagado, allí y en todos lados, de dificultades que se antojan insalvables para quiénes afrontan el reto. Peor aún si se trata de mujeres.
Anoto esto último porque, con absoluta franqueza, mas sin sermoneos vociferantes, Palomero desnuda las pautas de la discriminación de género que, si hoy nos parecen absurdos, entonces alcanzaban ribetes aún más aberrantes. Esto se halla expresado en la suma de imposiciones que Celia y sus compañeras se ven obligadas a sortear para conseguir manifestarse con voz propia.
Aquellas cargas se ilustran, sin necesidad tampoco de recurrir a los discursos reivindicativos, en los recurrentes ademanes de las monjas para que las niñas guarden silencio y en el mutismo impenetrable de Adela, madre de Celia, quien parece guardar en secreto tal vez graves incidentes de la relación con su esposo, fallecido en circunstancias poco claras, las cuales despiertan la curiosidad de la niña sin obtener ninguna aclaración de la madre, al igual que la falta de todo contacto con la parentela de ésta, a la cual Celia solo conoce por vagas referencias. Y en ese contexto, el silencio de las primeras secuencias alcanza una connotación muy significativa.
Por otra parte, en la misma dirección apunta el contraste entre las escenas, casi mudas, cuando Celia se halla en su casa o en el colegio frente a la bulla y la música que acompañan los momentos en compañía de sus pares. Así, la narración no necesita incurrir en subrayados verbalizados, basta con dejarse llevar por la cuidadosa puesta en imagen, esmero desde luego evidenciable asimismo en el estilo fotográfico, sobre el cual volveré más adelante.
La llegada al colegio de Brisa, huérfana de padre y madre, pronto amiga íntima de Celia, marca una profunda inflexión durante su estadía en el establecimiento religioso-educativo. Es como una cerilla que encendiera el fuego de las vacilaciones hasta entonces reprimidas y los iniciales atisbos de contestación contra los comportamientos impuestos sin mayor justificativo, puesto que allí prima el apotegma “las cosas son como son y no pueden ser de otra manera”, sentencia dogmática especialmente irritante cuando los cuestionamientos, en la antesala de la adolescencia, acerca de quién es cada quién, cuál es su lugar en el mundo y por dónde se encuentra la senda para acceder a ese sitio, adquieren especial peso.
Un guion, autoría de la propia directora, con apuntes que parecieran remitir a vivencias autobiográficas —estudió también por ejemplo en una escuela regentada por monjas— y un tratamiento, ambos muy pensados, por momentos demasiado, lo cual enfría un tanto algunas escenas, arriesgando alejar al espectador de su identificación con los pesares y los dificultosos rastreos de las que niñas fueron el germen y la floración de Las niñas.
De hecho el argumento no describe nada original, la diferencia con otras tantas producciones abocadas a lo mismo reside sobre todo en la precisa elección de los recursos visuales socorridos para ambientar esa trama que discurre mayormente en interiores (el colegio, la casa de Celia), otro aporte formal a la sensación de encierro que atraviesa todo el metraje.
Es en este punto en el cual la fotografía de Daniela Cajías contribuye decisivamente mediante el uso preferente de la iluminación natural, que en innumerables secuencias aborda a las protagonistas en una suerte de penumbrosa media luz, por ello mismo agobiante.
Al tejido de tal claustrofóbica densidad visual también ayudan la preferencia por las tonalidades azules y marrones, la multiplicación de planos cerrados focalizados sobre una gestualidad minimalista pero suficientemente expresiva para aproximarse a los forcejeos de Celia y sus amigas con las incertidumbres propias de la edad.
Tales desasosiegos acompañan el puntual cuestionamiento a una religiosidad mutada en rígido instrumento de domesticación. La escena de la ida y vuelta al y desde el confesionario cobra en esa alegación un significado visual inocultable. Vista de lejos, Celia, cual si estuviese aplastada por lo que le espera, aparece empequeñecida por el peso de un ritual que ya se le va antojando absurdo, puesto que no tiene pecado alguno para confesar, aun cuando sabe que ello no la eximirá del previsible sermón del cura que fuma mientras detrás de rejas se muestra a la dubitativa niña, cual si se encontrara prisionera sin saber por qué. Concluido el protocolo, se la observa aún más achatada. Me detuve en esta descripción, pues ilustra a cabalidad el estilo optado por Palomero para dejar que las imágenes hablen por sí mismas.
Sobre el final, luego de algunas instancias prescindibles que amenazan con debilitar la fuerza que el relato venía cobrando pausadamente, el asunto recobra ímpetu en la escena en la cual Celia es vista cantando a viva voz, en una reafirmación del ímpetu que vino acumulando en su trabajosa procura para develar un cúmulo de recelos aflorados de cara a todo cuanto la rodea. Adicionalmente, la escena cierra el círculo abierto en la referida secuencia inicial. Ahora, la muchacha tiene esa ansiada voz propia que las circunstancias contextuales le escatimaban.
La conmovedora composición del personaje central a cargo de Andrea Fandos es desde ya uno de los soportes fundamentales de Las niñas. Otro son los contrapuntos con la madre actuada, de modo igualmente convincente por Natalia de Molina. Y el resto del elenco no desafina, gambeteando en varios casos los chirridos a los que se prestaban sus papeles.
Por cierto, a quienes guarden en la memoria recuerdos de aquellos tiempos, o cuando menos tengan referencias, les resultará mucho más fácil sintonizar con lo relatado. Por el contrario, para las plateas fuera de España dicha compenetración será mucho más laboriosa, debido al aprieto para captar las innumerables sugerencias connotativas que circulan debajo de la superficie de lo mostrado. Aun así, a pesar de que a ratos se sienta como si la narración incurriese en el encogimiento simplista del tránsito anotado, la película no pierde interés, amén de ser la sugestiva carta de presentación de esta directora debutante dotada de una seguridad infrecuente en la elección de los ingredientes figurativos y sonoros que mejor se adecuan al propósito de este abordaje, mayormente introspectivo a sus criaturas. Lo cual deja una vara muy alta para sus futuros emprendimientos.