Karnawal
Imagen: película 'Karnawal'
Imagen: película 'Karnawal'
La película de Juan Pablo Félix —con coproducción boliviana— ganó el Premio Platino a mejor ópera prima y actor de reparto
El título del primer largometraje de Juan Pablo Félix (Arrecifes Pcia. de Buenos Aires/1983) puede resultar un tanto extraño. Dice Félix que le dijeron que se trata de un término híbrido, producto de la mezcla entre el español y el quechua en la frontera entre el sur de Bolivia y el norte de la Argentina. Si fue así le mintieron, en verdad se trata de un mero asunto de pronunciación. Pero en realidad eso importa poco, como ocurre con el flaco anecdotario, poco novedoso además, que sostiene el relato de Karnawal, mezclando documental y ficción y apelando a distintos géneros con gran soltura.
Lo apuntado en las primeras líneas podría dar pábulo a pensar que el juicio escora, sin atenuantes, hacia el lado de una descalificación exprés. Nada de eso. Sucede que en el fondo se trata de una propuesta casi experimental donde lo contado ocupa un segundo lugar frente a lo connotado, convocando constantemente al espectador a traspasar la apariencia para interiorizarse de las cuestiones vitales en las cuales el guion del propio realizador hinca los dientes a fin de provocar una reflexión sin apelar a las facilidades usuales en este tipo de emprendimientos: sermones sentenciosos, diálogos infatuados, acción de relleno, situaciones previsibles y demás ingredientes del vademécum.
Todo comienza en Villazón, cuando en medio de las entradas y prestes del Carnaval, Cabra, el joven protagonista, deseoso de ganarse unos pesos para adquirir las botas que requiere para participar en un concurso de baile de malambo, cumple el encargo de recoger cierto paquete —en realidad un revólver traficado de manera ilegal—, que deberá llevar de contrabando a La Quiaca, al otro lado del límite entre ambos países. Allí vive junto a Rosario, su madre, y la nueva pareja de ésta, un hosco guardia fronterizo. Inmerso en su laberinto, Cabra camina por las calles ajeno a la algarabía circundante.
Pronto nos interiorizaremos de las causas de semejante lejanía. Se debe en gran medida a una convivencia “familiar” poco acogedora y sembrada de conflictos entre el muchacho, la madre con la impaciencia a flor de piel, siempre predispuesta al berrinche, y el “novio” que pretende reencaminar a Cabra utilizando métodos disciplinarios propios del cuartel, ya que considera que el chico se encuentra a punto de inmiscuirse en actividades nada recomendables, cuando en realidad aquél solo ansía participar en la señalada competencia, ensayando sin descanso. Únicamente el incesante sonido del teléfono rompe a cada momento el tenso silencio, agregando una nota adicional de angustia, cuando no son los sones del malambo los que resuenan para desagrado de los adultos.
De pronto cierto día aparece en la casa el Corto, alias del padre de Cabra, quien goza de unos días de permiso en la cárcel donde cumple su condena de siete años por estafas varias. Viene a reclamar un desvencijado automóvil a bordo del cual convencerá, luego de enardecidas discusiones, al hijo y su expareja de acompañarlo en un viaje plagado de sobresaltos. Más que un desplazamiento geográfico es la exploración por un territorio donde mandan el narcotráfico, la violencia, el machismo, la corrupción policial y agudas desigualdades sociales.
Para Cabra, reticente a dejarse seducir por la simpatía exterior de un progenitor al que no conoce en absoluto y el cual detrás de sonrisas y gestos graciosos esconde un talante brutal, el viaje constituye un choque frontal con esa realidad que colisiona con su inocencia todavía algo infantil, forzándolo a transitar de golpe y porrazo hacia la madurez y el desencanto. En ese trance queda al criterio del espectador decidir si la frenética pasión del personaje por el malambo trasluce una vocación o resulta ser el refugio contra los dobleces tanto del áspero contexto familiar como social.
Los primeros veinte minutos, dedicados pausadamente a ordenar las fichas sobre el tablero, dejan paso a un abrupto cambio de ritmo al iniciarse el recorrido de la que alguna vez fue una familia. Es cuando la violencia se hace explícita o bien aparece amenazante entre líneas, ahondando los choques en la parentela y haciendo aún más arduo el periplo de Cabra hacia la preadultez, al mismo tiempo que pendula íntimamente entre la curiosidad por ese hombre que desapareció cuando aún era muy niño y el distanciamiento emocional hacia quien se esfumó por las espesas razones de las cuales irá tomando conocimiento a medida que la travesía avanza y sus interrogantes acerca del sentido de todo se abisman.
El rigor con el cual Félix aborda dicho momento crucial en la vida de cualquier adolescente, evitando la gesticulación innecesaria y centrando su narración en las miradas inquisitivas y los silencios que traducen el cúmulo de preguntas que asaltan al muchacho cuando va descubriendo las escabrosidades, no solo de la relación entre sus padres sino de todo cuanto lo rodea, se deben, declaró el director en algunas entrevistas, a una fuerte carga autobiográfica, ya que él mismo fue en su tiempo un fanático del baile, entre otros recuerdos, sueños y desvelos de la infancia y la adolescencia transferidos a su otro-yo en la ficción.
Si bien por momentos deja la impresión de una introversión algo monocorde, la composición de Cabra a cargo de Martín López Lacci acaba resultando bastante convincente. Ello gracias al contrapunto con la igualmente compacta personificación de Mónica Lairana en el rol de Rosario, lo mismo que, en la piel del Corto, la del popular y discutido actor chileno Alfredo Castro —al que parte de la crítica viene acusando de haberse encajonado en un cómodo y claustrofóbico estereotipo—.
Anotaba al comenzar que a lo largo del desarrollo de la trama el realizador se vale de recursos propios de variopintos géneros, desde el thriller policial al drama familiar, pasando por el realismo social apenas bocetado y sin subrayados que no hacían falta, también por la película del camino que comporta en el fondo un viaje introspectivo hasta el denominado “coming of age”, vale decir, el mencionado trabajoso periplo al encuentro de nuestro sitio en el mundo, eludiendo dejar asimismo de lado algunos apuntes relativos a la interculturalidad fáctica contrastante con los artificiosos límites entre países, los cuales no impiden empero la persistencia de vínculos anteriores a su trazado. Tampoco falta el suspenso sugerido cuando Cabra duda si conseguirá llegar a tiempo al concurso, apunte casi apenas sugerido cerca al desenlace del relato, remarcando, sin explicitarlo, como se dijo al principio, que los detalles dramáticos resultan ser nada más que un pretexto para ahondar en las oscilaciones existenciales que modulan la sustancia de Karnawal.
El prometedor debut de Félix cuenta con el aporte de la excelente faena de Ramiro Civita en una fotografía que saca el mejor partido de los ambientes naturales por donde discurre el grueso del relato, rozando en algunas secuencias la iconografía fantástica merced al modo de dosificar los contrastes, dejando de lado empero el paisajismo ilustrativo y la postal. Sin tanto lucimiento pero con la eficacia requerida, la banda sonora suma a la densificación del drama familiar que constituye la médula de todo el asunto.
Por momento las metáforas quedan algo demasiado diluidas, como sucede con aquella en que el director señala haber querido significar mediante la ambientación carnavalera, estableciendo un vínculo entre la significación que en la cultura popular posee esa fiesta propicia para el desborde caótico como un momento en el que el diablo asoma ofreciendo tentaciones difíciles de resistir, y la salida del Corto de la cárcel para retomar, mientras dura su permiso, las diabólicas actividades que Rosario y Cabra van develando a lo largo de su viaje.
Me dejó algunas dudas el desenlace, de otro tono al que prevalece hasta ese momento en el abordaje de esta historia de implicaciones universales, aun sin escamotear su locación particular, otro mérito atribuible al firme equilibrio de un director bisoño que por lo visto tenía muy claro lo que deseaba transmitir y el modo de hacerlo sin ambicionar conseguir de buenas a primeras “la” obra maestra. La precisa dosificación de la agresividad en las secuencias de persecución y huida de Cabra escapando de quiénes buscan golpearlo y del endulzante cuando la desbaratada familia atisba fugazmente la posibilidad de reconstruir una relación sin retorno, avalan también esa certidumbre en torno al qué y al cómo.
En todo caso los premios obtenidos por Karnawal en varios importantes festivales, incluyendo los Platino, refrendan adicionalmente la valía de un debut que, por añadidura, abre su mirada hacia escenarios y realidades poco visitadas por el cine argentino.