Un paraíso cultural: el sistema teatral de Berlín
Imagen: wirestock-Freepik
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Primera de tres partes de la crónica del crítico Camilo Gil sobre el teatro en Alemania
Berlín es un paraíso cultural. El mismo diseño de la ciudad, de tanto hacerse y rehacerse, lo dice a gritos. La ciudad está pensada como una especie de gran parque o de gran museo, donde cada rincón tiene su valor histórico, político y social. Donde cada gesto histórico es visto y conservado por la institucionalidad que marca el espíritu alemán y donde el centro de la ciudad es marcado por sus grandes edificaciones que hoy juegan el rol de museos y espacios políticos: donde lo vivo del presente y del pasado se tocan y conversan. Pero este paraíso, que al Edén no envidia nada por su gran presencia de vegetación, no acaba aquí, sino que solo empieza: me concentro entonces en el funcionamiento de su aparato teatral que deja estupefacto a cualquier ciudadano de Tercer Mundo como yo que, entre maravillado y asqueado, escucha los siguientes datos.
Solo para el teatro en Berlín se invierten 2,5 billones de euros aproximadamente, nos comenta Yvonne Büdenhölzer, directora del “Theatertreffen” de los últimos tres años. Este festival recibe 1,9 millones de euros (como base, a veces el presupuesto se amplía) y es por demás particular. La tarea de Yvonne también: ella no elige qué obras serán presentadas, es una productora, una posibilitadora. Lo que hace es abrir puertas y permitir que todo lo imaginable se pueda hacer: elige un equipo de siete críticos teatrales, ellos seleccionan las obras en consenso, tras viajar por toda la región por un año, con carta libre. Hella Prokoph, diseñadora de escenarios y una de mis guías por la ciudad, cuenta que este es un festival de críticos, especializado, donde las discusiones después de cada obra son acaloradas e interesantes. Es uno de los proyectos culturales más representativos de Alemania, financiado directamente a nivel estatal. Este no es entonces el caso usual: aparte existirían eventos, festivales, teatros y elencos municipales y luego independientes. Todos, sin embargo, recibirían dinero estatal, estamos ante un Estado que todo puede y todo hace: la única diferencia es cómo y cuánto cada quien come de la torta (los independientes menos y solo para proyectos fijos; los otros reciben dinero de manera constante y en mayor cantidad).
Un festival, decía, diseñado por críticos, también para gente crítica entonces, ¡qué sueño! Parecería entonces que en Berlín el crítico es todavía una entidad respetada y valorada. Yvonne insiste en que se está empezando a sentir una crisis de la crítica y de los espectadores en el país. Pero uno va a las salas y están todas llenas: espacios con capacidad de hasta 1.000 personas rebosan. Las obras de los críticos, lo que los guías dicen que no es usual, son aplaudidas de pie. Y no es solo el festival: vemos una obra que sucede por fuera del evento, al mismo tiempo, y está llena; queremos comprar entradas para otra, también por fuera del evento, ya han sido agotadas…
En la ciudad la gente camina por las calles con calma todos los días de la semana, como si aquí no hubiera nadie que trabajase o estudiase. No lo digo como algo malo, paraíso donde cada quien hace lo que se le dé la gana. Los museos reciben cientos de visitas, miles de turistas y nacionales entran a cada momento, ¡qué envidia, mientras nuestros museos padecen de olvido crónico! Sus políticas de apoyo a la cultura terminan beneficiando tanto a la economía del país que termina siendo una ciudad movida por ella, ese es el turismo de este lugar: no hay playas y mejores shoppings habrá en otro lado. Pero no verán teatros así de movidos fuera de Berlín: 12 expertos de todo el mundo, que acompañaron mi viaje, así lo confirman.
Entendido el primer punto: Berlín tiene la institucionalidad y el presupuesto para sostener una empresa teatral que produce miles de obras al año y que permite a miles de personas tener un trabajo fijo en el área. Cosa que por cierto en Bolivia no sucede y nadie o casi nadie vive de solamente hacer teatro, tampoco ningún político piensa en el asunto, incluso los mismos teatreros a veces lo vemos como lo normal y bien cómodos nos sentamos en nuestra silla donde el que puede, puede y el que no… ¿Pero hay realmente tal cosa como la perfección? ¿Qué duda nos aguijonea ante cada palabra de lo que aquí se dice? Ya un poco nos los advierte uno de los expositores que nos advirtió que no hablaría en nombre del gobierno y por tanto evito aquí poner su nombre: “Solo se les está mostrando la parte rica de la cultura, la que más fondos recibe”.
Más allá de preguntarse qué tan ético será llevar a 13 personas del Tercer Mundo a ver la riqueza del Primer Mundo, por una semana —dilema que no es mío y yo aquí no pensaré— es otra cosa la que me preocupa. Tampoco se trata de que el teatro rico y subvencionado no pueda ser bueno y se caiga entonces en el lugar romántico y cliché de que el buen arte solo viene de la marginalidad económica. Se trata de leer esa pantalla y plantearnos la pregunta por sobre esa compleja relación entre la economía y el arte.
*Continúa en el siguiente número.
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