Un paraíso cultural: puerta que se cierra, ventana que se abre
Imagen: Camilo Gil Ostria
Imagen: Camilo Gil Ostria
Tercera parte del texto sobre el festival Theatertreffen de Berlín del crítico boliviano Camilo Gil Ostria
Berlín es un paraíso cultural, pero también en el sentido dantesco. Es decir, un espacio habitado por la máxima libertad, incluso la libertad de poner en el lugar de Dios a quien uno mismo ha decidido: Beatriz. Sujeto de deseo que mueve un viaje alucinante y un descubrimiento sobre las idas y venidas, las oposiciones que cualquier espacio de potencia artística pone en juego. Pero poner a quien quieras sin anular la posibilidad ética de que el otro haga otra cosa, lo suyo. Es decir que si la excesiva y funcional institucionalidad berlinesa está poniendo en crisis la posibilidad de un arte arriesgado y experimental en esa ciudad, si lo más “remarcable” del teatro de este mundo estatal no le llega a los talones al teatro boliviano a pesar de tener presupuestos de producción multimillonarios, algo interesante sí se posibilita en esta ciudad de ensueño. El dinero, en fin, no es culpable de nada.
Se posibilita, por la institucionalidad de su movimiento, por el enfoque hacia el extranjero claramente marcado de la ciudad, por el presupuesto y la cultura de asistencia del público…, por todo eso y más que sea lo marginal lo que en Berlín brille. El último día de estadía en la ciudad, el domingo 15 de mayo, asisto a ver una obra de danza contemporánea: Encantado, de la coreógrafa brasileña Lia Rodrigues. A pesar de ser ella ya una coreógrafa que muestra sus obras hace mucho tiempo en Europa, de haber ganado muchos premios, de ser ya parte de un circuito elitista, su obra va en sentido contrario y sus raíces se vuelven base fundamental de su creación.
La obra empieza en el silencio y la lentitud del movimiento de los bailarines que van desenroscando una alfombra que rememora al espectador motivos africanos/brasileros. Un collage de alfombras sería mejor decir. Por un lado, es un gesto amoroso: el bailarín preparando el espacio que va a habitar frente a los ojos del público. Por otro lado, es meta-dancístico, nos avisa que la obra se compone de retazos, hilados y unidos sí, pero retazos a fin de cuentas. Y este segundo gesto nos habla también de la variedad cultural de Berlín: ahí donde cientos de tiempos, de nacionalidades, de culturas, de espacios se ponen en diálogo. El espacio que a fin de cuentas posibilita el encuentro.
Una vez la alfombra es puesta sobre el escenario, los bailarines salen y vuelven, uno por uno, todavía en la quietud, a la escena, desnudos. Poco a poco se meten en la alfombra, primero a realizar poses estáticas, esculturales, donde ya la variedad de cuerpos y expresiones se avisa. Pero nada hace decir: “hay variedad de cuerpos” si es que esa variedad no se vive. En la obra sí se vive y con creces. Siguiendo la metáfora anterior, Berlín no será entonces más que un medio, donde formas y expresiones de todo el mundo puede hallar cobijo, pero de todas formas el encuentro no sería posible sin él. La variedad está, ahora, ¿se vive? Difícil decirlo sin haber visto su movimiento cultural en complejidad, el Theatertreffen haría creer que no.
La alfombra, en la obra de Rodrigues, juega un papel similar aunque mil veces más problemático y es ahí en el problema donde, de nuevo, surge lo estético. Pues pronto el ritmo surge y los bailarines ya no solo habitan con timidez entre ellos y su espacio: forman un ritual de transformación y continuo devenir. Donde lo individual, sin perderse, es potenciado por su movilidad: la música es generada por ellos mismos y percusión grabada. La fiesta enloquece, ellos enloquecen, pero sin perder el juicio, el juego con la alfombra: ésta se hace vida y brilla en frenesí y razón. La alfombra deviene caballo, el caballo cabello, el cabello vestido… En primera instancia, ese devenir hace que los bailarines pierdan así su sexo de nacimiento, en el que nadie se fija, y la estética de lo andrógino se alza en erótico e hipnótico movimiento. Esa neutralidad de los bailarines, y ese devenir en segunda instancia, permiten al espectador fijarse en cualquier lugar de la escena: en una esquina estará pasando algo, en la otra, de forma simultánea también. El protagonismo no existe y no por ello se cae en la homogeneidad. Los bailarines, de técnica no solo pulcra, sino energía subversiva, hacen de puerta para el espectador a un sueño que habla de la ética del vivir juntos que las otras obras no permitían.
Quizás, así, Berlín también brilla en un movimiento más independiente y extranjero que, lastimosamente, yo no llegué a conocer: ahí donde lo marginal recuerda que el arte también es político y que la política de agenda es pobre y peligrosa. Quizás, ahí donde el inglés parece ser la verdadera lengua y la nacionalidad poco importa (o así también parece en una corta mirada). No por no haber visto esa escena dejaría de agradecer al Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania y al Goethe Institut, que vía la Embajada de Alemania en Bolivia han hecho posible ver brevemente su movimiento. Además de saber oralmente del movimiento en otros 12 países, compartir sobre Bolivia y volver al país con ganas de, por lo menos, escribir lo vivido y algún cambio tratar de movilizar en nuestras selvas burocráticas y nuestra gran ausencia de institucionalidad. Porque, digámoslo para terminar, a Bolivia solo le falta la institucionalidad para que la fiesta de una alfombra que deviene se abra, porque el teatro ya lo tiene…