No basta con ser Villagómez
Carlos Villagómez, delante del cuadro de su sobrino Blas Villagómez
Carlos Villagómez Paredes no es un arquitecto convencional. Está más cerca de los artistas (libres) que de sus colegas (cerrados). La defensa de La Paz es su última batalla (perdida)
No basta con ser (solo) arquitecto. Carlos Villagómez Paredes parafrasea a Vladimir Mayakovski.
Antes de charlar con lápiz y papel, recorremos su casa de Sopocachi, la casa de sus padres. Es la galería de arte de un coleccionista.
No basta con ser
Un cuadro de Juan Conitzer Bedregal dispara una conversación sobre locuras y pesadillas. En una esquina hay un Lorgio Vaca de 1953, antes de que se uniera al grupo Anteo en Sucre.
Es la calle Catacora, de noche.
En otra esquina, ilumina la sala un Rimsa (de su serie Tahití), el lituano enamorado de Gaugin, el que pintara un retrato de la madre de Juan, doña Yolanda Bedregal.
Pareciera que hay un diálogo invisible en las paredes de esta casa.
Subimos las escaleras y Villagómez posa ante un acrílico gigante sobre tela sintética de su sobrino Blas (Pablo) Villagómez.
Son los cerros ocres y los edificios blancos de La Paz, atrapados por una mano envejecida.
Cuando pasamos a otra salita, un gallo de pelea del cochabambino Gíldaro Antezana (maldita flota, Gíldaro) oscurece la tarde.
Es una pintura negra, es Goya revisitando las galleras de Ayopaya. Un gallo que asusta.
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Ajayu
En el pequeño paseo surge el portento de Antonio Mariaca, el que pintara el “ajayu” de esta ciudad única, La Paz.
En aquella esquina, un regalo: un dibujo/plano del arquitecto Juan Carlos Calderón sobre el Palacio de Telecomunicaciones (1987).
La dedicatoria agradece a Villagómez por su generosidad, por la defensa pública de éste hacia Calderón, su amigo, su colega.
Una serigrafía de Gastón Ugalde sobre la Marcha por la vida, un Guiomar Mesa y obra del chileno Carlos Catasse y del peruano Carlos Revilla nos llevan de la mano hacia un retrato del propio Villagómez: es un Mario Conde.
El rostro del arquitecto, develado tras una calavera, mira al cielo, vislumbrando otra máscara.
La careta apenas pregunta: ¿qué somos y qué parecemos ser?, ¿qué creemos ver y qué se nos oculta?
En la mesita del “living” hay una fotografía de Manuel Rigoberto Paredes Iturri, nacido en Puerto Carabuco, padre de Antonio Paredes Candia, tío de Villagómez.
Con 14 años, el tío junto al dibujante Clovis Díaz dan las primeras clases de dibujo al chango que acude al colegio La Salle.
El blog del arquitecto se llamará Villagómez, el Siñani.
Cuando descendemos hacia el escritorio llegamos a la “joya de la corona” (junto a ella, su último galardón.
LA GRÁFICA
Tesoro
El premio a la trayectoria de la Bienal Internacional de Arquitectura de Santa Cruz 2022). El tesoro es un Le Corbusier, 1958.
Es un cubismo sintético, lleno de color, el mismo color que hace unos minutos pariese desde el fondo el lituano Rimsa.
Cuando subimos hacia la sala de video (tiene más de 2.500 películas en DVD), toca una piedra de la época wankarani.
“Me protege bastante, me energiza también, si tienes buenas vibras y la tocas, te pasarán cosas buenas”.
La toco, la siento, ¿me pasarán?
Esta piedra ha sido tapa de una revista literaria/artística efímera, Piedra Libre que Villagómez hiciera en 1994 junto a Ximena Arnal, Rubén Vargas Portugal y Sergio Vega.
El paseo por la casa de las mil escaleras ha terminado. No basta con ser una escalera.
El padre de Carlos es el periodista potosino Wálter Villagómez Muñoz. Tiene que salir al exilio de Lima tras el 52.
Su madre es Mercedes Paredes Candia.
Los hermanos: Gonzalo, Patricia y Cecilia. Todavía se acuerda de la luz tenue, de los cachivaches, de los libros que tenía el tío Antonio en su casa de película, en la Pando, cerca de la estación.
Era una persona libre, como los amigos artistas que tiene hoy Carlos.
Cine y arte
Del padre hereda su amor fanático por el cine y el arte, su pasión por el neorrealismo italiano y los guiones de Cesare Zavattini.
Vivirán todos en la casa, con vistas a la Avenida del Poeta, donde Carlos vive ahora. Es una casa cargada de significados.
De wawas corriendo por las terrazas. Cosas y presencias. Duendes.
Esta casa ve morir a padre, madre y hermano. Se han ido pero se han quedado entre estas paredes. No son recuerdo, son ellos “en gerundio”, como dijera Vallejo.
Roberto “Negro” Ayllón es su profesor de dibujo en último curso de secundaria de La Salle.
“El Negro” es el mismo que deslumbra en las canchas de baloncesto defendiendo la camiseta del mítico y añorado Ingavi, el equipo del pueblo”.
“La tarea sorprende a los alumnos: “Dibujen una casa, su planta y su perspectiva”.
Dos sacan la mejor nota. Son Villagómez y Aparicio (Rolando). No sabían qué estudiar, pero ahora sí lo saben.
Lisímaco
Cuando llega a la Facultad de Arquitectura de la UMSA, en plena revolución, conoce a “Maco”. Es Lisímaco Gutiérrez.
No es una calle de Sopocachi, éste es otro. Es un hombre lúcido, plenamente de izquierda, un lindo revolucionario con deje cubano.
Villagómez no sabe que también es un guerrillero del ELN. En ese momento es, simplemente, su profesor de taller durante nueve meses.
“No sé qué hubiese sido de la historia de Bolivia si a Maco no lo matan con un balazo en la cara, he conocido a pocos con su ética”.
Javier Lisímaco Gutiérrez marca a Carlos Villagómez.
Actualmente su nombre abre el edificio de la Facultad de Arquitectura de la UMSA donde alguna vez fuera maestro de futuros maestros.
La generación del “Maco” deja los lápices, los dibujos y los planos para leer a Marta Harnecker.
Para hacer proyectos en las comunidades sin sectarismo visionario, para sacar la arquitectura burguesa/esteticista de los círculos elitistas, para echar a andar.
No bastaba con ser solo (el mejor) profesor.
Universidad
En la “U”, en pleno banzerato, una chica alza la voz y grita en el Paraninfo. Los dirigentes estudiantiles vendidos, los “fachos de mierda”, la desafían a bajar.
Es la primera vez que Villagómez ve a esa mujer valiente llamada María Isabel Álvarez Plata. Se conocen, se enamoran y se casan.
Tendrán dos hijas y un hijo: Marisabel, Mercedes y Jorge Carlos. El oficio de arquitecto, ya con el título bajo el brazo, no está para él.
“Me rebelé contra la arquitectura”. El diseño gráfico, incipiente en La Paz, toca a sus puertas junto a la fotografía.
En el barrio vueltea otro chango llamado Gastón Ugalde que pone un disco blanco de una banda llamada The Beatles a todo volumen.
De la fotografía le gusta que el tiempo se detiene dentro del laboratorio, le gusta la alquimia. Tiene una Hasselblad 500 en las manos, la única cámara que fue a la luna y volvió.
Junto a su cuate Rolando Aparicio, leen revistas de diseño como MD y la alemana Novum Gebrauchsgraphik. Nadie habla en La Paz todavía de logos, apenas son “emblemas”.
Son dos diseñadores pioneros. Gana el concurso para el logotipo del CBA (Centro Boliviano Americano).
Conoce a otros que están con esas dos mismas pasiones.
Ugalde, Roberto Valcárcel, Omar Trujillo, Alfonso Barrero, Felipe Sanjinés, Efraín Ortuño, Sol Mateo y un pibe argentino, Matías Marchiori.
Que luego parte a hacer teatro a Santa Cruz para seguir desarrollando su fabulosa capacidad creativa.
Inventa dos logos que todavía se recuerdan hoy: el de Wara y el de Loukass. Ob-La-Di, ob-la-da suena, otra vez, a todo trapo.
México
María Isabel logra una beca para aprender restauración en la colonia Churubusco en Ciudad de México.
Villagómez está en la obligación de conseguir un trabajo, la beca apenas alcanza para su compañera.
Compra el periódico todos los días y lee un anuncio: “Se necesita dibujante”. Es el famoso estudio del arquitecto judío Salomón Gorshtein, en Polanco.
Va a tener que rendir una prueba junto a una treintena de aspirantes durante dos horas.
El boliviano gana la partida. Héctor Quiroz Rothe, la mano derecha de Gorshtein, es taxativo: “Tú te quedas, los demás pueden irse”.
De los planos y fotografías de aquella época (y de sus viajes), algo se puede ver en su Instagram, villagómez.paredes.
Tiene 28 años y recibe el encargo en la “chamba” de diseñar el nuevo edificio del Colegio Israelita de México.
“Desaforado como soy, arranco acumulando papeles, hago dibujos alucinantes, soy consciente de que es mi momento para romperla, para revolucionar la historia de la arquitectura mundial”.
Un arquitecto japonés trabaja a su lado. El “japo” apenas habla inglés, menos castellano.
La firma Gorshtein también le ha encargado un edificio. El paceño hace y deshace, escupe garabatos, un montón de garabatos. El nipón, ni se inmuta.
Solo piensa o parece que piensa, vaya uno a saber. Tras varios días (o quizás fueron semanas), el japonés pide lápiz, papel y goma y en dos días dibuja la planta, en un solo papel.
La maqueta final la levanta en dos semanas. Villagómez pide explicaciones, exige. La respuesta es una sola: filosofía.
“Me confesó su secreto, su manera de trabajar. La primera semana no trazas una sola línea, piensas, piensas, piensas. Filosofía, filosofía, filosofía. Luego procedes, luego maquetas”.
El boliviano melenudo y el japonés se han entendido a través de señas.
Sopapo
Cuando Villagómez presenta su propuesta ante el consejo mexicano/judío del Colegio Israelita, recibe el primer sopapo de su entonces corta carrera.
“Enrolle todo y váyase, no es lo que queremos”.
La tierra se abre y traga al joven arquitecto. Se va a quedar sin laburo, sin el pan para alimentar a su primera hija. La cagó.
“No me he rendido fácilmente en la vida, no me arrodillo, en eso parezco alteño, nunca de rodillas. No me voy a dejar, pensé y rogué una segunda oportunidad”.
En una semana presenta una alternativa que hace feliz a los judíos.
La firma del boliviano no aparece por ningún lado.
Pero al día de hoy Salomon Gorshtein se enorgullece ante los suyos de haber ideado el Colegio Israelita de México y sus bloques de hormigón armado.
La pareja puede quedarse en México pero la patria llama. Pasará lo mismo cuando se vayan a estudiar, ambos, a Bruselas, años después con la dictadura (otra) de Luis García Meza.
“Generacionalmente todos pensábamos así, había que volver. Había que regresar para recomponer lo que los gorilas habían destruido”.
“Creíamos que se podía, así de ingenuos éramos”.
Estilo
En Bélgica, allá por el 83, adquiere la impronta de su “no estilo”. Son los años del posmodernismo.
Reina el arquitecto suizo Mario Botta, el gurú de la geometría, un maestro del siglo XX, un icono modernista, el sucesor de Le Corbusier.
“No me considero un arquitecto de estilo, apuesto por la geometría clara, es más, Geometrías fantasmas se llamará mi próximo libro”.
Las organizaciones geométricas simples son lo suyo, lo más lejos de los artefactos sofisticados. ¿Su mayor orgullo? Que en una casa diseñada por él se pueda vivir durante décadas.
No es la apariencia, es su esencia (geométrica). No es el gozo de la retina.
“La arquitectura debe tener un significado ético más que estético”. No es una frase de Villagómez (aunque podría ser).
Es de Mario Botta. En aquellos años flamencos se enamora de la voz del trovador Jacques Bretel, “el más grande”.
Cuando puede admirar una exposición de Henry Cartier-Bresson, el padre del fotorreportaje, se da cuenta en un instante de que nunca llegará a tanto.
Bolivia
La familia vuelve a Bolivia, son tiempos de hiperinflación. Después de ver tantas urbes por el mundo, Villagómez sabe que tiene que interpretar/soñar La Paz.
Desde los setenta ha fotografiado la ciudad, la ha pateado, ha subido y bajado sus cuestas, se ha emborrachado en sus antros. No ha sido ni es un observador de palco.
Pasa de los conceptos geométricos “posmos” a las tendencias puramente platónicas/hedonistas; es un arquitecto pagano.
Levanta edificios como la “Casa V.”, la Casa Crespo en la punta de un cerro, el Musef, el Serpag en El Alto, la Casa KG y la ST.
La UPB de Santa Cruz… Dará clases durante 33 años y seguirá acordándose de “Maco”.
En noviembre de 1997, tres de noviembre, Carlos Mesa lo invita a charlar sobre arquitectura en su programa De Cerca. Es una encerrona pero (aún) no lo sabe.
El arquitecto “famoso”, por aquel tiempo, se apellida Ormachea. Ha construido edificios feos y altos por toda la ciudad. Ormachea viene de estudiar Filosofía en Madrid pero “no ha entendido nada”.
Es amigo, desde chango, de Mesa. Villagómez ha visto ese programa varias veces en los últimos años. Todavía se enoja. Insulta (y rara vez insulta).
Recuerda con rabia cómo muchos de sus colegas le dieron la espalda.
“Felices con la astucia supuesta y el cinismo de un tipo depredador que jodió a esta ciudad, chochos con el palabrerío seductor, típico de los políticos”.
Santa Cruz
El moderador dejó la tele, Ormachea se tuvo que ir (hoy vive en Santa Cruz) y Villagómez sigue acá, dando guerra por y para La Paz, perdiendo batallas.
Luego de aquel debate, escribe un ensayo titulado La Paz ha muerto. Lo que vive ahora es Chuquiago Marka.
En 2021 publica Ser arquitect@: ensayo sobre la arquitectura en La Paz, Bolivia. Es raro que los arquitectos escriban (buenos) ensayos.
Villagómez apoya el delirio popular de la arquitectura de los “cholets”.
Antes ha intentado bautizar el fenómeno sin mucho éxito: ha hablado y escrito de “arquitectura cohetillo”, de la “arquitectura transformer”.
Es un convencido de que Freddy Mamani ha pateado el tablero, ha colocado a El Alto/Bolivia en el escenario de la arquitectura mundial.
Sin formación académica, con intuición pura, sin un discurso teórico (eso falta aún, cree). “Mientras La Paz se encoge, se arruga, El Alto florece”.
Cree que los arquitectos han perdido la lucidez creativa que sí tienen escritores como Wilmer Urrelo o Juan Pablo Piñeiro; cineastas como Kiro Russo; artistas como Cristian Laime Yujra.
Villagómez, todo el mundo le dice así, mantiene a rajatabla un espíritu crítico.
Artista
Es un polímata del siglo XXI, un profesional polifacético, un filósofo/artista alejado de las cofradías medievales.
No es un arquitecto convencional, a estas alturas el lector ya lo sabe. Todavía (y digo todavía) no ha subido al teleférico (se opuso a su construcción en una ciudad con semejantes déficits en salud y educación).
Critica los “mastodontes” de la plaza Murillo y alrededores (la Casa Grande del Pueblo y la nueva sede del Legislativo).
Es su malestar por la ciudad. No se cansa de arremeter contra las dos manías de sus colegas (el autismo y el vedetismo). “¿Por qué somos tan cojudos?”
Villagómez es un escéptico y un amante del buen vino.
En los noventa tenía un club de vino a tres bandas: el francés Jean Vacher (compañero de Ximena Arnal), su compatriota Bernard Arduca (dueño de La Comédie, célebre restaurante de Sopocachi) y el susodicho.
Vacher está ahora de visita en la ciudad. Han cenado juntos, han visto a los amigos, han vuelto a tomar vino (tarijeño).
Cualquier día de estos, se sube al teleférico. No basta con ser (solo) Villagómez.