Philippe Bizot, en busca del silencio perdido
Imagen: Ricardo Bajo
El mimo francés Philippe Bizot
Imagen: Ricardo Bajo
El mimo francés ha vuelto a Bolivia. Pasó por Cochabamba y La Paz y partirá hacia Sucre y Santa Cruz. Su pelo es blanco, su máscara, también
Philippe Bizot habla susurrando. Juega con sus silencios. Todo el rato, sin descanso. Aparenta ser vanidoso pero solo se está divirtiendo. Su trabajo es observar, plantarse en una plaza, es el teatro perfecto. Come todo lo que mira, es un glotón. Así construye sus personajes, así nos hace imaginar sin palabras. La petición más extraña que ha recibido en sus espectáculos de mimo cuando interactúa con el público es escenificar un queso francés en una caja. Los historiadores no se ponen de acuerdo en su fecha de nacimiento. Solo tenemos un consenso: nació en Burdeos, Francia, tierra de buen vino. Está enamorado de China. Y de Bolivia.
Bizot es arquero en su equipo de fútbol infantil. El mimo blanco tiene un ídolo: la “araña negra”, el mítico Lev Ivánovich Yashin. El arco es su primer escenario, su primera angustia. Con ocho años se topa con Marcel Marceau y todo cambia. Ha visto a un hombre detrás de un silencio. “Yo seré eso”, piensa. Comienza a jugar con sus amigos, inventa imágenes a partir de cosas. Entra a estudiar Derecho porque alguien le ha dicho que los mimos se mueren de hambre. No encuentra nunca su aula, así que se pierde en la cafetería de la universidad.
Un día comete su pequeño y único acto de corrupción. Un profesor que lo examina le pregunta su nombre: “Philippe Bizot”, responde susurrando. “¿Como el mimo?”. Intercambia dos entradas para su primera obra por una buena nota. Tiene 18 años y apenas sabe maquillarse, quiere brillar, es pretencioso y quizás algo vanidoso ya. Poco a poco va a recibir lecciones de humildad. Una de ellas es ésta: menos es más. Con el paso de su carrera, cincuenta años ya, destilará gestos. Sus palabras se volverán volátiles. Condensará emociones, sugerirá imágenes invisibles. Será un mimo minimalista.
Un actor francés de teatro, Jean-Louis Barrault, aconseja al joven: lea un libro cada día. Todavía hoy, Bizot se preocupa harto por el guion de sus espectáculos sin palabras. El “actor”—que no habla sobre el escenario— anhela un vocabulario más rico, una escritura más exquisita. En la última improvisación, en la Alianza Francesa de La Paz, una chica le pide contar una historia a partir de la palabra “t’antawawa”. La fuerza de su gesto nos conduce a través de un día de muertos. El silencio, como el oro de los vivos.
Trabaja en el mismo teatro de Burdeos que otra leyenda, Marguerite Duras. La autora de Hiroshima, mon amour, le invita a almorzar. Es cariñosa. De ella aprenderá el arte de las comas, el oficio de edificar silencios. Así como no sabemos (aún) su año de nacimiento, tampoco sabemos cuándo comenzó a ver imágenes pasadas cuando mira detenidamente a las personas.
Con 20 años viaja por primera vez para actuar. Destino: Canadá y Estados Unidos. Un premio (el “International Mime Golden Award”) le abre las puertas del más allá. Su vida va a ser una gira eterna. “Más viajo, más rico soy”. Bizot apenas ve películas en el cine. Las ve en los aviones. “Siempre asusto a la chica de mi lado”. Las observa en silencio, atento solo a las imágenes, a los labios, a las miradas. Entonces si le gusta, las ve por segunda vez, con sonido ya. “Para mí, las películas comienzan cuando terminan, tras el final, imagino qué pasará”.
En sus obras busca el mismo efecto: regalar al público un impulso de creatividad, compartir ese momento colectivo, creer que entre la audiencia hay gente más soñadora que uno mismo. En sus últimas piezas (como en el espectáculo Cincuenta años de silencio que presenta estos días en cuatro ciudades de Bolivia), el final no existe; las tramas de sus historias continúan en la cabeza de todos nosotros. Somos depredadores tras contemplar su Día de caza, un himno contra la guerra.
LA GRÁFICA
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Su cuerpo cambia en cada actuación, es una arquitectura única y fugaz. Lo único que permanece es el entusiasmo. Sobre las tablas calla pero lo dice todo. Usa su cuerpo, baila a cámara lenta con movimientos delicados, utiliza uno de sus miles de rostros. El silencio es su canción. Bizot (no hace falta decirlo) es un amante del cine silente, de Chaplin, de Buster Keaton. Cuando aparece delante de 1.500 personas en un teatro de Montreal, siente miedo. Recuerda entonces al niño arquero que fue, es el miedo ante aquel tiro penal.
A comienzos de los ochenta, Philippe vive en un campamento de refugiados en el Líbano. El país ha sido destruido por la guerra, otra guerra. En el hipódromo de Beirut monta La parada del fuego para los huérfanos. Descubre las fronteras/silencios negros, las memorias silenciosas, los diccionarios del dolor. Bizot aprende a no mentir ante un chico que sufre. “Me limpié el corazón”.
En 1984 viaja a China por primera vez. Tiene 30 años (ahora ya sabemos que nació en 1954, un 19 de septiembre para ser más precisos). Es una esponja. Tiene miles y miles de caras, la máscara blanca es la misma. China cambia su vida, su manera de contemplar la vida. Agudiza su mirada, la vuelve más intensa. Y traduce posturas. Los cuerpos y las emociones poseen un lenguaje universal. Cuando mira el gesto de una persona, ve su pasado, su presente y su futuro, como un círculo, de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera. No es mandalismo, asegura. Nos pone un ejemplo: “Di una charla en Pekín ante jóvenes empresarios exitosos. Un chico me esperaba. Cuando lo miré, vi una imagen de su pasado. Lo vi cuando tenía cinco años en una calle de Pekín llorando bajo el sol con su abuela preocupada. Vi otra imagen: ese mismo niño jugaba con un camión de madera, tiraba del hilo y el camión rojo comenzaba a rodar”. Cuando el francés se da cuenta, el chino llora pues ha recordado una pequeña etapa de felicidad. El cerebro de Bizot es una poderosa antena, capta/atrapa sueños. Su mirada devora. Es un coleccionista de ruinas y detalles. Es un sabio, un “yatiri”, es un juglar.
Ha podido ver cómo ha cambiado la capital china. Cuando llegó había millones de bicicletas y animales tirando del carro de la fruta. Ahora todos quieren volverse ricos de repente y se suicidan si fracasan. Quedó fascinado por la ópera tradicional/acrobática y por la cantada, por la literatura, por el arte de la caligrafía y su capacidad de extrema concentración y mundo interior. A su llegada, Pekín le pareció ruidosa, vulgar. Ahora enseña en la “Central Academy of Drama” y ha cambiado de opinión. Combina junto a artistas chinos las artes de la pantomima con las formas de la ópera tradicional “kunju”. El arte de danzar actuando lo aprendió del “kabuki” japonés.
En India pasa horas de horas en silencio mirando a una mujer con sari rosado. Lleva piedras en la cabeza para construir una casa. Es una obrera pero tiene la elegancia de una reina. Engulle cada uno de sus selectos ademanes. De todos sus viajes, de todas sus interactuaciones con culturas de todo el mundo, se lleva algo. Su pantomima del sol es un presente del lenguaje de señas de los pueblos originarios de América del Norte.
No se considera un artista. La palabra le resulta pretenciosa. Y vanidosa probablemente. Cuando le pregunto cómo se (auto)define entonces, responde: “Philippe Bizot”. La mejor crítica/reseña que ha recibido fue ésta: “Bizot nunca ha hecho de mimo, ha hecho de Bizot”.
Practica cinco horas al día e intuye que es el último mimo blanco. Es consciente que defiende un tesoro, el silencio es su honor. Es un nómada, un errante que deja su huella allá por donde pasa. Viene de lejos, quizás llega desde aquella caverna de la prehistoria donde alguien por primera vez dejó pintada una mano sobre la pared para que todos nos quedáramos mirando, soñando. Cuando quiere contar que tiene una taza en la mano, Bizot siente que tiene esa taza entre sus delicadas manos. La pinta en la pared de la cueva.
En 1995 llega a Bolivia por primera vez. Actúa en el Teatro Municipal, su corazón quiere explotar. En La Paz crea Amuki, la primera compañía teatral para chicos y chicas con capacidades diferentes. No es la primera vez que funda escuelas, lo ha hecho también en Burdeos, Marsella, Líbano, Pakistán y Estados Unidos. “Amuki” significa silencio en aymara. Sin embargo, es un “lost in translation”. Es más que silencio, es el yo interior que te habla en la cabeza, al que a veces por la sobresaturación de ruido no escuchamos, no queremos escuchar. Bizot presta atención a su “amuki” despertado, no lo deja morir.
En la charla que da en la Alianza Francesa de Sopocachi, antes de su actuación, un joven le hace una pregunta: “¿qué es la humanidad?”. Bizot responde con el recuerdo de una noche paceña. Un amigo le ha invitado a visitar su comunidad. Comparte con su familia un sabroso “apthapi”. Es un día lujoso de belleza. Cuando llega la noche, el amigo le pregunta: “Tú eres un maestro, ¿por dónde van a llegar los extraterrestres?”. Bizot responde: “Por allá, por la izquierda”. Los dos se quedan mirando las estrellas en un silencio total, en paz, en comunión estética. La noche se convierte en día. Los mejores momentos de su vida han sido atravesados por el silencio.
Bizot no actúa, un mimo no actúa, un mimo es. Está convencido de que los silencios (en plural) no dicen mentiras. Bizot no para. Es un viajero en busca del silencio perdido, de la memoria extraviada. Este perfil no termina acá. Ahora, caro lector/lectora, te toca imaginar sin palabras un final, tu final.