Villalpando, una promesa al Niño
Alberto Villalpando, referente de la música boliviana
Alberto Villalpando recibió un nuevo Honoris Causa y estrena en La Paz su reciente trabajo, un buen motivo para repasar su obra y su vida desde su casa en Cala Cala, Cochabamba
Villalpando, una promesa al Niño. Alberto Villalpando tiene cuatro años. Vive en una vieja casa de la esquina de la plaza principal de Potosí. Es la casa del abuelo por parte materna, sita entre la Prefectura y la Alcaldía. Viven varias familias de parientes en esta casona de 1700. En la sala principal hay un piano, una pianola eléctrica para ser más exactos. Albertito se acerca al Nacimiento que preside la sala y suelto de cuerpo le dice al Niño: “Te voy a tocar música”. Villalpando pone los dedos sobre las teclas negras y blancas (“vaya a usted a saber qué toqué durante dos o tres minutos”). Cuando termina, se acerca de nuevo al Niño: “Yo siempre te voy a hacer música”. El maestro Alberto Villalpando ha cumplido 82 años el lunes pasado y hace cuatro días ha estrenado en el Centro Sinfónico Nacional de La Paz su última obra Música para orquesta Nº7. Es el padre de la música contemporánea en Bolivia. La palabra aún tiene valor.
Alberto es el segundo hijo del dirigente comunista Abelardo Villalpando. Su padre milita en los años cuarenta en las juventudes del PIR (Partido de la Izquierda Revolucionaria) junto a otros jóvenes líderes marxistas como José Antonio Arze, Alfredo Arratia, Felipe Iñiguez o Ricardo Anaya. Van a fundar el Partido Comunista de Bolivia, el reconocido por la Unión Soviética, unos años más tarde. En las filas piristas, pulula un chango llamado Néstor Taboada Terán. Ya verá, en su momento, caro lector/lectora, por qué sumo este detalle. Por supuesto que el padre ni se imagina que su hijito anda por la casa haciendo promesas a una figura del pesebre navideño.
La madre es Lola Buitrago, hija de un médico conservador de Potosí. Tan retrógrada que en tercero de secundaria la saca del colegio y la manda a estudiar Corte y Confección a la ciudad de Sucre. Ella ha debido de poner el “Santo Misterio” con su María, su José, sus tres Reyes Magos y los animales.
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Villalpando, una promesa
Villalpando hace la primaria en la Escuela Alonso de Ibáñes, sito en la calle Bolívar y la secundaria en el poderoso Colegio Nacional Pichincha, orgullo de la ciudad, sobre la calle Ayacucho. Es un asiduo de los cines, del Omiste, del Hispano. Goza tanto de las aventuras del cine mexicano y de los clásicos “péplum” como de las grandes bandas sonoras a cargo del director de orquesta húngaro Miklós Rózsa (el de Ben-Hur). Todavía no sabe que acabará haciendo la música para una docena de películas bolivianas.
Tiene dos amigos/compinches: Marvin Sandi Espinoza y Florencio Pozadas. El primero parte a Buenos Aires a estudiar composición musical. Cuando vuelve no habla de otra cosa que no sea politonías, palíndromos y dodecafonías. Sandi allana el camino de Pozadas y Villalpando. Uno para todos y todos para uno, son los tres mosqueteros de la Villa Imperial. Solo uno va a seguir la pelea hasta el final: Sandi se pegará un tiro en Madrid en los años sesenta y Pozadas (hermano de Willy, reconocido director de orquesta) morirá en un accidente de tránsito en Buenos Aires.
Villalpando pasa seis años lindos en la capital argentina. Corren los sesenta y la metrópolis porteña es un bullicio. Alberto es alumno del Conservatorio Nacional “Carlos López Buchardo”. Su profesor es nada más y nada menos que Alberto Evaristo Ginastera, uno de los maestros de la música del siglo XX en América; su alumno más famoso será un tal Astor Piazzola. El estreno de su Cantata para América Mágica en 1961 en Nueva York conlleva tal éxito que se vuelve el soporte económico para la fundación del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales, del Instituto Torcuato Di Tella. Un año después, en el 62, Villalpando postula para una beca en el Di Tella y gana. Va a gozar con los mejores profesores traídos de todas las partes del mundo, pura vanguardia: Luigi Dallapiccola, Iannis Xenakis, Olivier Messiaen… El Centro será parodiado, años después, por los geniales Les Luthiers a cargo de su personaje Johann Sebastian Mastropiero.
Villalpando se pierde por avenida Corrientes, va al cine, al teatro, se empapa de la nueva ola de cine francés, se conmueve con el neorrealismo italiano y se aficiona a la ópera. Un cuate del Di Tella, Miguel Ángel Rondano, le contagia la pasión. Logra un pase para el Teatro Colón. La pareja de amigos es tan asidua que los acomodadores les reservan silla en las tertulias del tercer piso. Vive en la calle Sarmiento y Paraná, desde donde ve todos los días cómo se levanta el Teatro San Martín. Cuando años después termina viviendo en París, la capital francesa le va a parecer una aldea en comparación con la efervescencia cultural de Buenos Aires.
Estamos ahora en La Paz, el maestro tiene 24 años. Está a punto de componer su primera obra para orquesta sinfónica. Se llamará Liturgias fantásticas. Antes de regresar a Bolivia, durante el último año en el Di Tella ha creado su obra Preludio, passacaglia y postludio con la que gana el Concurso de Composición “Luzmila Patino”. La música de vanguardia en Bolivia está dando sus primeros pasos, es el “sayari”.
Para contar la génesis de las Liturgias fantásticas, tenemos que retroceder en el tiempo. El pueblo del padre comunista de Villalpando se llama Puna. Está a cuarenta kilómetros de Potosí, es la capital de la provincia José María Linares. Alberto pasa sus vacaciones en Puna, en la casa paterna. El clima es más benigno. “Estudiando en Buenos Aires y aprendiendo de las partituras de vanguardias dodecafónicas, pensaba en cómo hacer la diferencia, cómo crear una música con particularidad propia, cómo avalar mis dotes de composición. Entonces viajé con mi mente hasta mis once años cuando visitaba la comunidad junto a mi hermano mayor, Abelardo”.
Estamos ahora en Puna, principios de los 50. Es Semana Santa. Se celebra una misa de difuntos en la iglesia. El atrio ha sido tomado por tropas de músicos, un ejército de tarkas y zampoñas. Todos parecen tocar al mismo tiempo distintas melodías. Es un caos. O no. Abelardo y Alberto quieren treparse a la torre para contemplar todo desde arriba, como dos pequeños dioses. No se puede. Llegan, nomás, hasta el coro. El sonido de las melodías caóticas (o no) del atrio no llega hasta lo más alto. Ahí, en esa sucursal de cielo, los hermanos solo alcanzan a escuchar el armonio. Suena el Dies Irae del Canto Gregoriano. Cuando los himnos monódicos de la misa terminan, vuelve la fiesta a retumbar el templo. Los comunarios tocan ritualmente por la muerte de un “kuraka” querido. Villalpando, con el privilegio de la memoria dirigida, ya tiene la idea en la cabeza para su primera pieza de orquesta: sus “liturgias” de fantasía —que se estrenarán recién en 2000— tendrán tres movimientos, atrio-misa-atrio. “Le debo mucho a Puna”, termina.
El pensamiento musical de Villalpando se puede resumir en una frase: oír el paisaje. El maestro está convencido de que la geografía suena. Solo hay que saber escuchar. Y recoger esa fuerza interior, esa energía que tienen nuestros territorios. Villalpando está en contra de las apropiaciones culturales, del uso comercial/folklórico de las melodías más ancestrales. “Yo invento, solo una vez usé una pieza de Charazani para un pequeño fragmento de un concertino para flauta”. Rescata, sin embargo, el trabajo de Savia Andina y la labor de Cergio Prudencio con su Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos, fundada en 1980.
El paisaje no solo está para ser escuchado también alumbra ideas. Ante la expectación de la tierra, Villalpando se sumerge en meditación, en introversión. Cuando esto ocurre, brotan sus Místicas, música de cámara. Ya lleva catorce. Cuando el paisaje es majestuoso/imponente, nacen pentagramas para orquesta. Son su Música para orquesta. Ya lleva siete con la estrenada esta semana. “Mi percepción emotiva del paisaje me lleva a construir un pensamiento panteísta, me conduce interiormente a la búsqueda de lo divino. La desolación puede ser también silencio. Este silencio reina en los cerros y es acentuado por el viento que nace en el silencio para perderse en él”.
En La Paz vive por aquellos años en el barrio de Miraflores, en la avenida Saavedra, frente al Hospital General. Se ha casado con la argentina Camila Nicolini, a la que conoce en el Instituto Di Tella. Tendrán dos hijos, Javier y Alejandra. El panorama musical en La Paz es desalentador. “La Orquesta Nacional era malísima y había pocos músicos competentes”. Un amigo, el tarijeño Mario Estenssoro Vázquez, le presenta a Jorge Sanjinés, recién regresado del exilio en Lima. “Mire Villalpando; Sanjinés, el cineasta, está buscando un músico, venga usted”.
El maestro entra a trabajar en el Instituto Cinematográfico Boliviano. Va a componer la música original para el cortometraje ¡Aysa! (1965), Ukamau (1966) y Yawar Mallku (1969). También trabajará con Jorge Ruiz (en Mina Alaska, 1968), Antonio Eguino (Chuquiago, 1977, Amargo Mar, 1984 y Los Andes no creen en Dios, 2007) y Paolo Agazzi (Mi socio, 1982). Y con Hugo Roncal en Los ayoreos (1979). “Busco ese documental desde hace mucho tiempo. Su música tiene una historia linda. La musicalicé con voz femenina y una sola guitarra. Fuimos con Hugo a grabar a Buenos Aires durante quince días. Los ayoreos, nómadas, solo la usan durante sus cantos funerarios. Un antropólogo la escuchó sin el permiso de la comunidad y acabó en un saco. El antropólogo alemán Bernd Fishermann sí pidió permiso y pudo escuchar”.
En 1966, con Estenssoro de ministro de Culturas y Turismo de René Barrientos, la Orquesta Sinfónica, dirigida durante dos años (1964-65) por el estadounidense Leonard Atherton, mejora y vive su época de oro. Villalpando compone (su Mística N° 1 es de 1965 y su Concertino para flauta y orquesta, de 1966), se traen músicos reconocidos de Uruguay y Estados Unidos y se cubren las primeras sillas con profesionales que también enseñan en el Conservatorio. Con la llegada de la dictadura de Banzer, todo se viene abajo. El director de la Sinfónica, Gerald Brown, se lleva a los músicos “y nos deja plantados”. El gobierno de facto cierra el Ministerio de Cultura (una vieja y nefasta “tradición” que repetirán todos los golpistas) y los falangistas hacen desaparecer los ítems de los músicos profesionales. “La Orquesta y el Conservatorio volvieron a ser el mismo desastre de antaño”.
En 1965 conoce a Jaime Saenz. Villalpando camina la calle Ayacucho a la salida del ICB. Pasea en compañía de Édgar Ávila Echazú, otro chapaco. El poeta (y también pintor: en la casa de Cala Cala, en Cochabamba, el maestro tiene tres retratos al óleo de su autoría) y el músico se encuentran con Saenz, quien suelta una invitación: “Vengan a visitarme a la casa”. Villalpando cosechará una amistad fecunda, escuchará música de Bruckner y Schumann (“detestaba a Chopin”), gozará con algunas óperas de Wagner y nacerá un proyecto entre ambos. También verá la esvástica famosa pintada con tiza. Nunca beberá con él. El proyecto se llamará La máscara (luego virará hacia Perdido viajero). Quiere ser una ópera en tres actos, pero se quedará en (casi) nada. Villalpando prepara la música junto con Carlos Rosso y Jaime se encarga del libreto (sobre la postguerra del Chaco).
El maestro logra el financiamiento a través de un productor de cine llamado Gonzalo Sánchez de Lozada, que suelta sin asco los quince mil dólares que costará la producción. Se tenía que estrenar a finales de 1973, principios de 1974. No pasará naranjas. “Goni” hace incluso observaciones al primer acto y pide al trío a que no se peleen: “muchachos, parecen albañiles”. Cuando Villalpando insiste y exige a Saenz que entregue el texto (ya ha cobrado de Sánchez de Lozada el anticipo y el finiquito), el escritor responde tajante: “No se va a poder y mejor se van todos a la mierda”. Presume Villalpando que Saenz estaba celoso de su relación con Rosso. Pero solo intuye. De todo aquello solo quedarán vivos dos fragmentos musicales que terminan siendo una obra electroacústica ¡Bolivianos…! y un aria para barítono.
No verá a Saenz nunca más hasta dos meses antes de su muerte en agosto de 1986. “Caminaba por Miraflores con Blanca y lo vimos. Nos invitó a su casa, nos recibió en cama. Estaba borracho tomando de una botella de singani que tenía bajo el camastro. Era un mal borracho, sentimentaloide. Por aquel entonces solo escuchaba música, nos leyó un cuento y se quedó dormido”.
En los setenta nace el Taller de Música de la Universidad Católica de La Paz. Se arma una dupla: Alberto Villalpando-Carlos Rosso. Va a ser un salto a la modernidad. A finales de esa década, se va dos años y medio de primer secretario a la embajada boliviana en París. “No me gustó mucho Francia”.
Es gracias a Saenz que conoce a la que será su segunda esposa, la poeta Blanca Wiethüchter López. Tendrá una hija: Valentina (nacida en 1990). Las hijas de Blanca (Camila y Olivia del primer matrimonio de la escritora con Ramiro Molina) le dicen “Alber”. El amor brota mientras Blanca da talleres de literatura a sus alumnos de música. Al día de hoy, con 82 años, Villalpando sigue dando clases de contrapunto y armonía moderna en la universidad. El jueves pasado recibió el Doctorado Honoris Causa en el campus Tupuraya de la Católica en Cochabamba. Y hace cuatro años, el mismo título de la San Simón.
“Con Blanca, la relación fue muy linda, intensa, nos complementábamos, había mucho diálogo”. Juntos viven en La Paz y Santa Cruz y hacen —entre otras muchas obras— un ballet La Lagarta y Mientras crece un árbol sobre el mar (2000), para soprano, orquesta de cuerdas y vibráfono, musicalización de textos de Blanca. También lanzan una revista a finales de los noventa, Piedra Imán, junto a Rubén Vargas, Iván Vargas, Gilmar Gonzales Salinas, Alfonso Murillo Patiño y Ricardo Pérez Alcalá, editado por el sello El Hombrecito Sentado, de Wiethüchter. Blanca llegará a escribir —junto a Carlos Rosso— su biografía en Cochabamba, antes de su fallecimiento por cáncer de mama: La geografía suena. Biografía crítica de Alberto Villalpando.
En 1995 llega la venganza de la ópera. Los recuerdos de las obras disfrutadas en el Colón de Buenos Aires siguen intactos. La bronca con Saenz, también. Es la hora de contar el detalle del principio, la alusión inicial a Néstor Taboada Terán. Villalpando lee en París su novela Manchay Puytu: el amor que quiso ocultar Dios (editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977). “Yo con esto voy a hacer una ópera”. Idéntica a la frase: “Yo siempre te voy a hacer música”. Villalpando compone durante un año y la ópera tiene tan solo tres presentaciones en el Teatro Municipal de La Paz. Giovanni Silva es el tenor; María René Ayaviri, la soprano; Gastón Paz, el barítono; y Ricardo Estrada, el bajo barítono. Los bajos son Hugo Silva y Gerardo Arteaga, además de Giovanno Salas y Teresa Morales. La escenografía es del maestro Pérez Alcalá; y el diseño de vestuario e iluminación, del arquitecto Juan Carlos Calderón. Un auténtico lujo sibarita.
Si este perfil arranca con una promesa, va a terminar con una maldición. Poco se sabe de la labor literaria del maestro Villalpando. De muchacho llega a publicar tres relatos en la revista de la Universidad Tomás Frías cuando su padre era el rector. Bajo los ánimos de Saenz, transforma un relato en novela. Se llamará Un tren viajaba en los ojos de Baní (1968). Jaime transcribe varias copias a máquina y le empuja a inscribirla en el Primer Concurso de Novela “Erich Gutentag” con una broma a su estilo: en el sobre colocará “Concursando solo al primer premio”. No ganará (saca la primera mención) pues Renato Prada Oropeza viene de triunfar en el “Casa de las Américas” de La Habana con Los fundadores del alba.
El segundo intento de publicación llega desde Argentina. Un editor, el ensayista Néstor Murena, promete publicarla en Sudamericana pero lo retiran del trabajo en la editorial. El tercer intento nos conduce hasta La Paz. Bajo el entusiasmo de Blanca, se llega a un acuerdo con la editorial Altiplano del Colegio Don Bosco. Cuando las galeras están listas, el cura italiano Renzo Cotta para el tiraje y funde los plomos. El cuarto intento llega en la época del quincenario El Juguete Rabioso. Wálter Chávez, dispuesto a terminar con la maldición, consigue unos pesos, pero un cáncer detectado a tiempo le obliga a destinar la plata para su curación. Alberto Villalpando ya no quiere comprometer a nadie en la publicación de su novela: “Me da miedo”.
A estas alturas de pentagrama prefiere disfrutar de sus últimos estrenos musicales y de los buenos partidos de fútbol europeo en la tele (“el boliviano me hace sufrir”). Su carrera musical ha puesto un granito de arena en la construcción identitaria nacional. “Tenemos un modo de ser bolivianos, muy distinto de nuestros vecinos con muchas cosas en común, pero con particularidades. No somos ni peores ni mejores que nadie, pero hay una forma de estar en el mundo que es realmente boliviana, caracterizada por cierta ingenuidad, algo de credulidad y algunas notas de optimismo. Esta forma de ser se puede resumir con una frase que dicen en La Paz: lo más seguro es que quizás”. Lo más seguro es que quizás el maestro siga haciendo música para su Niño por los siglos de los siglos. Así sea.