Avatar: el camino del agua
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La segunda entrega de la cinta
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La segunda entrega de la película de James Cameron llegó con mejores efectos visuales y con la promesa de más... secuelas
Avatar: el camino del agua. Según quien haga el balance de la filmografía del director canadiense James Cameron (Ontario/ 1954), los mismos títulos que figuraran en él debe en muchas recensiones y en el haber en otras tantas.
Me refiero a Terminator (1984); Aliens: el regreso (1986); Terminator 2: el juicio final (1991); Titanic (1997); Avatar (2009), consideradas por parte de la crítica como obras maestras, o poco menos, y por los comentaristas de la vereda opuesta como fallidos ejercicios exhibicionistas, o poco más. Los otros títulos que completan dicha filmografía: la opera prima Piraña II: asesinos voladores (1981).
El abismo (1989), Mentiras verdaderas (1994) y los dos documentales dedicados a la exploración subacuática: Fantasmas del abismo (2003) y Criaturas de las profundidades (2005) tuvieron estrenos no tan ruidosos ni controvertidos
Se pasa por alto a menudo, en las ponderaciones del hacer cinematográfico de Cameron, un dato biográfico nada irrelevante.
Lejos de abocarse de manera excluyente a sus labores como director, guionista, editor y productor, a lo largo de su vida se dedicó con igual énfasis a su profesión de ingeniero, a su hobby como explorador marino y a sus desvelos filantrópicos.
Anoto esto porque, tengo la impresión, en las realizaciones de Cameron se advierten claramente referencias oblicuas a esos otros intereses.
Por ejemplo en su empeño por perfeccionar la impresión de realidad mediante la técnica de los efectos especiales, las alegaciones a propósito del cambio climático y los embates contra la discriminación y los sistemas dictatoriales.
Extremos todos ellos evidenciables en Avatar 2: el camino del agua, emprendimiento, dicho sea de paso, que tampoco se aparta de la epidemia de las secuelas sin fin, vigente en la producción fílmica al día de hoy. De hecho a tiempo de llevar a cabo el rodaje de este segundo episodio de su fabulación eutópica acerca de lo que pudo haber ocurrido con la historia de los humanos si éstos no hubiesen asaltado sin contemplaciones el planeta, simultáneamente Cameron rodó Avatar 3 —el primer corte ya concluido dura nueve horas, advierto—, cuyo estreno se prevé para 2024, y avisó tener listos los guiones de Avatar 4 (2026) y Avatar 5 (2028).
Quiero decir, por eso este largo prolegómeno, en las películas de Cameron existe materia suficiente como para abonar las arriba mencionadas, visiones contrapuestas a propósito del real valor de su aporte a la historia del cine, al igual que a su afán por mostrarse como una versión actualizada de los autores que marcaron época en los años 60 y 70 del siglo pasado, trazando con su hacer una nítida diferenciación entre los artesanos asalariados al servicio de las grandes productoras y los creadores/innovadores en el verdadero alcance del término.
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Avatar
Personalmente, anticipo, concuerdo en mayor medida con las opiniones que cuestionan tal pretensión, opacada en gran medida, por el innecesario alargamiento del metraje y la endeble construcción de los personajes constatables en esta retoma de las peripecias de los na’vi, aquellos azulados avatares de los sapiens, habitantes de Pandora, lejano planeta del sistema Alpha-Centauri. Especialmente las del exmarine Jake Sully, cuyos insufribles dolores corporales debidos a las heridas recibidas durante las campañas militares, cesan una vez mutado en na’vi y emparejado con Neytiri, con la cual procreó tres hijos, aparte de adoptar una cuarta. Toda esa familia está habilitada para recibir por telepatía los mandatos de Eywa, ser divino que regula el equilibrio medioambiental de Pandora, amenazado, otra vez cómo en el primer capítulo, por los humanos.
Los soldados y mercenarios llegaron de la tierra, en la oportunidad con desembozados afanes colonialistas y no como antes buscando básicamente apropiarse del unobtanium, suerte de combinación entre el oro y el caucho, mineral abundante en Pandora, frenéticamente ambicionado por los invasores terrícolas —como ocurriera con las élites europeas durante la empresa colonizadora de América, y no es por coincidencia que la trama consigne ese apunte, introducido por el director con el propósito de sugerir la similitud de las atrocidades entre el conflicto abordado en la película y lo acaecido durante el Siglo XVI—.
Dichas tropas invasoras se encuentran de nuevo comandadas por el desalmado Quaritch. ¿Cómo? podría preguntarse alguien, si recuerda el anecdotario de la versión de 2009, cosa bastante improbable. En realidad es el avatar del malo original fallecido en la inicial colisión con los nativos, cuya memoria ha sido trasvasada a un soldado raso.
El doble, entonces, está sobremanera ansioso de cobrarse revancha por su anterior traspié en el mismo sitio, ajustándole sobre todo las tuercas a Jake, quien entretanto se habituó sin problemas a su nuevo entorno con la tribu, que, a diferencia de aquella mostrada en la primera parte, habitante de un bosque encantado, mora a orillas del mar, en armoniosa relación con todas las especies existentes en las profundidades oceánicas. A la mayoría, que ya olvidó Avatar 1 le dará por cierto lo mismo si Quaritch es él o su réplica.
Sin duda alguna, en virtud del perfeccionamiento de la técnica de 3D, o si se prefiere CGI (imagen generada por computadora), que comenzó a utilizar el 2009, una de las obsesiones de Cameron y causa de la demora de más de un década en concretar la segunda excursión por Pandora, la película ofrece un espectáculo visual a ratos apabullante, en el cual resulta complejo discernir qué es real y qué puro efecto digital.
Pero la fascinación inmersiva de tal deslumbrante juego de tonalidades, maquillajes, criaturas, ambientaciones (muchas, demasiadas, escenas acaecen debajo de la superficie del agua), estaba fatalmente destinada a ir agotándose, siendo casi imposible que consiguiera mantener la atención del espectador a lo largo de los 193 minutos de duración del film.
Máxime cuando el guion desnuda flaquezas al por mayor, lo mismo en el avance de la trama como en la participación de los personajes, en un deambular ciertamente agotador.
Me pregunto si la notoria dispersión del relato y su forzado estiramiento se deben a la intervención de seis manos en la escritura de ese guion y a fin de no ofender a ninguno de los aportantes, digamos, se mezclaron las ideas de todos, justificando de paso el desembolso, jugoso por cierto, de sus emolumentos.
Del mismo modo mi duda se extiende al hecho de la participación de ocho manos en el montaje. Sea como fuera la colacionada falta de síntesis y focalización en las líneas básicas del argumento, obstaculiza la empatía con cualquiera de los protagonistas, factor añadido para ir sumiendo al respetable en el sopor, en casos pico en el sueño profundo que bien puede llegar a atrapar a quienes disfruten por cierto tiempo con las excursiones subacuáticas de Jake y familia en compañía de símiles de ballenas con seis aletas o gentiles dragones.
Peor les irá por cierto a quienes tengan la mala ocurrencia de mirar la película en el televisor o el ordenador, dado que la ampulosa puesta en imagen solo conseguirá seducir la mirada desde la pantalla grande.
Por eso incluso algunas recensiones muy severas no dejaron de agradecerle a Cameron el que, quizás, contribuya a repoblar las salas de cine, incitando a los individuos a levantarse de una buena vez de sus sofás y reaprender qué significa ver cine.
El otro lado de la medalla es que si algunos decidieron efectivamente experimentar de nuevo en qué consiste eso de apreciar cine en una sala oscura, probablemente a la salida de Avatar 2 concluyan que ya estuvo, o sea, no valió la pena.
La cursilería de los diálogos, la inaprehensible jerga endilgada a los na’vi, la reiteración de situaciones, con casi imperceptibles variantes, la unidimensionalidad de los personajes, le habrán ganado la pulseada al eventual embeleso visual.
Ello a pesar de que el relato insiste en diferenciar la actitud de Jake y Neytiry de la de sus hijos a la hora de adaptarse al nuevo contexto al cual se ven obligados a mudarse.
En ese punto Cameron, sabedor de la momentánea popularidad de las distopías adolescentes y su impacto sobre la taquilla, acentúa esa suerte de subtrama, sin conseguir empero tampoco redondear el todo mediante semejante estrategia comercial/creativa apuntada a jalar la simpatía de los fans de la serie El cuento de la criada inspirada en la novela homónima de Margaret Atwood, y los seguidores de otras hechuras distópicas abundantes ahora último en la pantalla chica y el streaming, amén de nutrir los adictivos videojuegos en boga.
Si algo puede decirse sobre el estilo frecuentado por Cameron es que constituye la enésima confirmación de que el manejo desenvuelto de la técnica y las fórmulas narrativas de probado gancho no son, en modo alguno, suficientes para garantizar la verdadera solidez y alcance innovador de ninguna hechura cinematográfica.
Es evidente que en su segunda entrada en materia Cameron quiso enmendar algunos desbarres, de inocultable tono infantilista, en el argumento.
No obstante el recurso elegido a fin de lograrlo, apabullando al público con los efectos especiales presuntos del excesivamente acaramelado pastel icónico, daría la impresión de no haber sido la decisión más acertada, puesto que el hipnotismo visual impide a quienes consigan mantenerse en vela tomar la distancia mínima necesaria para sintonizar con las alegaciones ecologistas, antibelicistas y anticolonialistas bocetadas a lo largo del, ya dije, inflado metraje.
Ello sin mencionar los momentos incluidos, a manera de tributo imagino, tomándolos de Lawrence de Arabia (David Lean/1962) —según propia declaración de Cameron—, y otros que vuelven sobre secuencias de Titanic, aderezos argumentales que con toda probabilidad pasarán desapercibidos incluso para el cinéfilo más memorioso.
En resumidas cuentas, el primer tercio de la película bordea el mamarracho, el segundo merodea el hastío radical y si bien el último cobra un tanto de fuerza narrativa en virtud del manejo de las recetas del género de acción y despabila un tanto a la platea, la retribución a tanta paciencia requerida para llegar hasta allí resulta por demás avara.