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Sanjinés, ángel y demonio

/ 8 de enero de 2023 / 06:52

El cineasta Jorge Sanjinés estrenará en marzo ‘Los viejos soldados’. En diciembre lanzó sus memorias, un repaso a 86 años de vida y lucha.

Las memorias de Jorge Sanjinés están escritas en primera persona, pero el cineasta, cada vez que puede, habla en plural. “Este libro pertenece a todos”. Jorge Ignacio Sanjinés Aramayo no dice en su flamante autobiografía cuándo nació. Lo hizo un 31 de julio de 1936 en la ciudad de La Paz. Sus ochenta seis años están bien llevados. Su peluca rojiza y el tinte de sus barbas con un café cobrizo obran el milagro de la eterna juventud.

Su padre es Genaro Sanjinés Glover y su madre, María Nieves Aramayo. Lo bautizan con el nombre de Jorge en honor a un tío fallecido como consecuencia de una pulmonía contraída en un viaje en tren desde Potosí a La Paz en pleno invierno. Su hermano menor Genaro terminará siendo también un hombre de cine, camarógrafo para más señas.

Uno de los primeros recuerdos de su infancia nos lleva a una cancha de fútbol. El padre, gran futbolero, participa en la organización de un campeonato infantil en el por entonces conocido como Estadio La Paz, el que fuera inaugurado en 1930 como Gran Stadium Presidente Siles. Sanjinés tiene catorce años y vive en Miraflores, sobre la avenida Busch. Su equipo lo forman amigos del colegio y del barrio, entre ellos un joven llamado Antonio Eguino Arteaga, futuro gran cineasta. Son goleados sin misericordia, ocho a cero. Don Genaro alienta a los derrotados. Al año siguiente, en 1951 y después de reclutar a promesas de barrios populares (como Munaypata y Chijini), ganan el torneo y viajan por toda Bolivia representando a La Paz. Lo hacen bajo el nombre de Boca Juniors y con camisetas amarillas y azules.

El primer exilio —con 16 años— llega pronto. El padre (identificado, asegura el cineasta, con el MNR) es acusado de albergar en su casa a una célula de falangistas. Progenitor e hijo parten a Lima, donde se juntan con otro represaliado, Wálter Villagómez Muñoz, periodista potosino del periódico La Razón, por aquel entonces furibundo opositor de la Revolución Nacional. Con don Wálter, padre del arquitecto Carlos Villagómez Paredes, se aficiona a las salas de cine. “Fue mi primer profesor de cinematografía”. Son los años gloriosos del neorrealismo italiano.

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Sanjinés con Consuelo Saavedra en el rodaje de ‘Yawar Mallku’. Abajo: 10 Sanjinés con Antonio Eguino.

En la capital peruana, Sanjinés trabaja de ayudante de albañil por las mañanas y por las tardes de vendedor de lotería primero y de libros ambulante después. El papá es contador en una fábrica. Las penurias y la nostalgia van a enfermar a los dos: don Genaro sufre un infarto y Jorge, una pleuresía. Un cura boliviano, alojado en el mismo hostal, se ofrece incluso a darle la extremaunción. “Cuando ingresó el sacerdote con un crucifijo en la mano le dije que no se molestara, que no pensaba morirme”, cuenta el cineasta en la autobiografía Memorias de un cine sublevado publicadas por la Fundación Pinves y presentadas a mediados de diciembre pasado en la Cinemateca Boliviana. (Nota mental: el precio del libro —en tapa blanda, 200 bolivianos; en tapa dura, 300 bolivianos— no es precisamente popular).

La pareja se traslada a Arequipa. En la “ciudad blanca” la salud de ambos mejora y el joven Jorge Ignacio publica su primer artículo en la prensa arequipeña. También tiene entre manos una novela. El futuro cineasta quiere ser escritor, un buen escritor.

La ley de amnistía general de 1953 devuelve a padre e hijo a Bolivia. Sanjinés ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras de la UMSA. Son tiempos de libros y lectura: Camus, Steinbeck, Kafka, Mariátegui, Vallejo, Rulfo, Carpentier, Céspedes, Jaimes Freyre, Guzmán, Arguedas, Tamayo… Tres años después, en la vacación de invierno de 1956, viaja a Santiago de Chile para apuntarse a un curso de filosofía de la Universidad de Concepción. Ahí conoce a Javier Lisímaco Gutiérrez, arquitecto, cinéfilo, futuro militante del Ejército de Liberación Nacional (ELN), asesinado en los 70. El taller de cine —que el recordado “Maco” imparte— cambia su vida: abandonará la idea de ser escritor y se pasará a las filas del cine. La Fundación Pinves ha resucitado esos viejos anhelos con la publicación de su novela (Los viejos soldados) y dos libros de cuentos (Relatos del más allá y Relatos contestatarios). En Concepción conoce a la que será su primera compañera, Consuelo Saavedra Quiroga, futura escultora, futura madre de sus cuatro hijos.

La primera (y desconocida) película de Jorge Sanjinés se llama El poroto (1957). Es un cortometraje de tres minutos rodado en 8 milímetros en material reversible con banda magnética incorporada. Gana el concurso de los alumnos del “Maco”. Es la historia de un niño que no tiene plata para comprar flores para la tumba de su madre y se las ingenia para conseguirlas. Puro neorrealismo italiano, puro Chaplin. La música corre a cargo de una tal Violeta Parra. “Se hizo una fiesta en la casa de ‘Maco’ para festejar el triunfo de Bolivia con esa minúscula película”. Sanjinés se quedará dos años en Santiago estudiando cine en el Instituto Cinematográfico de la Universidad Católica, de donde egresa como asistente de dirección. En sus mencionadas memorias no cita los tres “cortos” que hace entre 1958 y 1959: Cobre, El Maguito y La guitarrita.

En 1960 regresa de Chile y hace dos cosas al tiro: se casa con Consuelo (con la que tendrá dos hijas y dos hijos: Paula, Carolina, Iván y Mallku) y busca al toque a Jorge Ruiz. “En Santiago me enteré que había un gran documentalista boliviano. Y lo era. Quedé fascinado por la belleza y la perfección técnica de su trabajo y me sorprendió saber que acá pocos conocían su obra”. Sanjinés se pone manos a la obra y organiza varias retrospectivas del maestro donde proyecta La vertiente y Vuelve Sebastiana que “sorprende por la autenticidad, sobriedad y amor que contiene”. 

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Arriba, el director de niño. Abajo, Sanjinés con la cineasta Beatriz Palacios.

Entra a trabajar en el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB) y realiza —junto al Grupo Ukamau— su primer cortometraje en Bolivia: Sueños y realidades (donde protagoniza un incidente con Hugo Roncal a cuenta de unas tomas desenfocadas). En 1962 funda en un local del ICB de la calle Indaburo la Escuela Fílmica Boliviana, la primera en la historia del país, junto al que será su guionista inseparable, Oscar Soria, y primer director de la Escuela; el profesor de filosofía Ricardo Rada, que será su productor de lujo; y su hermano Genaro, “que ya era un excelente camarógrafo”.

A los tres meses, llega Revolución, que manda a parar la historia del cine boliviano. Es un “corto” experimental de nueve minutos sobre “los pasos en falso que habían frustrado la Revolución del 9 de abril de 1952”. Grabada con un cámara Bolex de 16 milímetros y filmada durante 10 días, la música de esta película silente es protagonizada por un solo de guitarra (“triste y lacónico”) de Atahualpa Yupanqui. Revolución gana un año después el Premio Joris Ivens al mejor cortometraje en el Festival de Leipzig, República Democrática de Alemania, RDA. Antes ha dirigido otro “corto” olvidado, Una jornada difícil (1963).

Al año, 1964, llega el primer mediometraje ¡Aysa!, rodada con dos cámaras Arriflex y un complejo de sonido que grababa sincrónico con cinta magnética perforada. Son 30 minutos de docuficción con “dos maravillosos actores de instinto”, los jóvenes quechuas Benedicta Mendoza Huanca y Vicente Salinas Berneros, los que serán más tarde protagonistas de Ukamau, su primer “largo”. Es la historia de un “pirquiñero” y una “palliri”. Y una sola palabra en quechua, “aysa” (derrumbe).

Sanjinés quiere hacer la primera película boliviana sonora de ficción en aymara. Se llamará Ukamau (1966), será una historia de venganza. “Tenía la convicción de que la izquierda boliviana —que compartía con la derecha prejuicios sobre los pueblos originarios— había elucubrado una estrategia paternalista que en el fondo eran tan racista y excluyente como la de los reaccionarios”. El “largo” es rodado en la comunidad Challa, en la parte alta de la Isla del Sol, lago Titicaca. La copia en 35 mm es trabajada en Buenos Aires, donde viaja Sanjinés en compañía de un joven compositor llamado Alberto Villalpando, futuro maestro.

Cuando llegan a la capital argentina se dan cuenta de que el sonido no servía para nada. “Si no resolvíamos el problema, no teníamos película. Y lo más grave: su fracaso podía resultar en el fracaso del cine de Bolivia quien sabía por cuántos años”. La solución llega de la mano más inesperada: la embajada de Estados Unidos. La única sala de montaje en La Paz, capaz de sonorizar/doblar películas, es propiedad de la Usaid, la conocida agencia gringa. Sanjinés la conoce pues ha asistido años atrás a una sesión de montaje de una docuficción escrita por Oscar Soria y dirigida por Jorge Ruiz, Los que nunca fueron.

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El plan para entrar en la susodicha sala y doblar las voces en aymara pasa por distraer al sereno y trabajar clandestinamente por las noches. Dicho y hecho. Ricardo Rada es el encargado de “convencer” al portero. Y el gran Néstor Peredo, el mago que convierte a los dos actores quechuas en personajes aymaras. Al estreno de Ukamau en La Paz asiste el mismísimo presidente Alfredo Ovando. Un día después del estreno de la película, el secretario de la Presidencia, Marcelo Galindo, despide del ICB a todo el equipo de Sanjinés. “Esta obra es para soliviantar a los indios”. Al año, en 1967, Ukamau se presenta en el Festival de Cannes y gana el premio de Grandes Jóvenes Directores. Uno de los miembros del jurado, el crítico Marcel Martin, le confiesa a Sanjinés que la película debería haber ganado la Palma de Oro, el premio mayor.

A la vuelta de Europa, Jorge, Consuelo y los hijos se van a vivir a Sorata. Alquilan una casa por diez dólares al mes. En una de las proyecciones de Ukamau, Sanjinés conoce a un comunario de Huatajata que le pasa un dato: los norteamericanos del Cuerpo de Paz están esterilizando sin permiso a jóvenes mujeres a orillas del Titicaca. Es el germen de Yawar Mallku (1969). Parte del financiamiento llega gracias a un grupo de médicos progresistas liderados por el doctor Torres Goitia. “El esposo de la pintora María Esther Ballivián tenía una Magra, la mejor grabadora de sonido de la época, pero cuando Oscar Soria lo va a visitar para que nos preste, no quiso”. Las memorias de Sanjinés son también un sibilino ajuste de cuentas.

Yawar Mallku se rueda en la comunidad Kaata, a 15 kilómetros de Charazani. El equipo de rodaje es una familia: Jorge y Consuelo; Benedicta y Vicente; el fotógrafo Antonio Eguino y su pareja Danielle Caillet (que hará de gringa del Cuerpo de Paz); Oscar Soria y Ricardo Rada (con su pareja); el asistente de cámara Antonio “Tonito” Pacello y su amigo argentino Humberto; Tota Arce y su compañero Mario Arrieta (“ella es una muy talentosa actriz; él, un tipo duro, muy valiente y leído; ambos militantes de izquierda”).

Dos años después del estreno de Yawar Mallku y sus premios internacionales, el gobierno boliviano del presidente Juan José Torres expulsa a los Cuerpos de Paz. “Se calcula que los quechuas y aymaras en 1970 eran un millón trescientos mil, en cinco años, los exterminadores del Cuerpo de Paz habrían esterilizado a la mayoría de las mujeres fértiles de esas dos naciones en un crimen de lesa humanidad de fatales consecuencias”, sostiene Sanjinés en sus memorias.

La siguiente película es la historia de una desilusión. Los caminos de la muerte (guion escrito en Cochabamba) es una obra fallida sobre las masacres en las minas. “El negativo color original fue llevado a Alemania por Antonio Eguino. En el proceso, el negativo integral fue sobrerevelado por el laboratorio y no se salvó ni un solo fotograma. Quedamos sin película, endeudados y profundamente frustrados. Esta situación tuvo repercusión en la conformación interna del Grupo Ukamau. Cuando pudimos recuperarnos psicológicamente, nos pusimos a buscar otros horizontes”. 

Ukamau está a punto de morir. Un cable de Italia (de la RAI) para financiar una película sobre los mineros enciende la esperanza de nuevo y pone la primera piedra de El coraje del pueblo (1971). Cuando se proyecta en el festival italiano de Pesaro, uno de los críticos más afamados del lugar, Guy Hennebelle, dice: “es una de las veinte películas más bellas de la historia del cine”.

La dictadura de Hugo Banzer obliga a Sanjinés a su segundo exilio. Junto a su familia, vuelve a Chile y es en Concepción donde nace la idea de El enemigo principal (1973), rodada en la comunidad Rajchi, cerca de Cusco. Durante la edición y sonorización en La Habana, Jorge conoce a Beatriz Palacios, presidenta de los Residentes Bolivianos en Cuba y difusora en la isla de las películas del Grupo Ukamau. “Nos enamoramos y al cabo de ocho meses de conocernos, decidimos casarnos y compartir la vida y la lucha. Beíta era una mujer morena muy hermosa, yo era diez años mayor que ella pero nos entendíamos muy bien”.

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En 1974 llega Fuera de aquí, rodada en Ecuador con la ayuda de una cámara Arriflex que presta Alfonso Gumucio Dragon, recién egresado del Instituto de Altos Estudios de Cinematografía de París. Cuenta la historia de “un grupo de evangelizadores o agentes encubiertos del capitalismo imperial que dividen a una comunidad campesina para facilitar el acceso de una transnacional minera”. Fue vista por casi dos millones de personas en Ecuador. “Ayudó a fortalecer el crecimiento político de los indígenas locales”.

El regreso a Bolivia en los ochenta trae consigo la proyección de películas que no han podido ser vistas por el público boliviano: El coraje del pueblo, El enemigo principal y Fuera de aquí. Son los primeros años de la Cinemateca Boliviana y las colas en la esquina de la Indaburo y Pichincha para ver las obras alabadas en el extranjero de Sanjinés hacen noticia.

Las banderas del amanecer (1983) es el largo documental previo al mayor éxito de su carrera. La nación clandestina (1989, Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián/País Vasco) nace a raíz de una investigación del escritor Jesús Urzagasti en Achacachi en 1965.

La historia de una danza ritual/mortal es desechada por Sanjinés por aquel entonces y retomada a finales de los ochenta cuando “acostado de espaldas como acostumbro hacer para imaginar secuencias”, aquel guion literario se destraba con la imagen aparecida del Tata Jacha Danzanti. Cuando Sanjinés descubre al actor que dará vida al personaje principal, siente que ha acertado con la tecla. Reynaldo Yujra iba a ser uno de los cerrajeros de la grúa de la película, pero gracias a su estatura y sus ganas de aprender pasa a ser elemento clave del éxito de La nación clandestina.

Cuando llega desde Lima el director de fotografía César Pérez, este cuenta a Sanjinés que casi desiste de participar, pues “en el medio se hablaba de mi ferocidad y egolatría. César se sinceró  y me dijo que había estado trabajando en el rodaje muy asustado porque creía que yo era una especie de demonio. Me quedé mudo, luego se dio cuenta de que en Ukamau trabajábamos en un clima de armonía y fraternidad y que yo no era ese tipo brutal y soberbio que le habían pintado. Le pedí que me confiara el nombre responsable de esa maldad ya que, como él mismo veía, esa campaña nos hacía daño y muy probablemente estaba impidiendo que jóvenes que deseaban entrar a hacer cine se vieran contenidos por esa infamia. Alcanzó a decirme que se trataba de unos cuantos. El tiempo se ocupó de castigar al intrigrante; el triunfo de la película en el mundo y en el país le propinó al miserable una lección”.

Cuando Sanjinés sube al escenario del Zinemaldia vasco casi se accidenta, pues el director ruso Andrei Konchalovsky  (Concha de Oro, “ex aequo”) está arrodillado ante la estrella de Hollywood “Bette” Davis (no Betty Davis, como pone en sus memorias). “El principal crítico de cine del periódico El País de Madrid escribió que la película del ruso no le llegaba ni a los talones a la artesanal obra boliviana. Con ese extraordinario premio, Bolivia había obtenido el mayor reconocimiento cultural internacional de su historia, pero en La Paz nadie se inmutó. El cura Pérez, de la radio Fides, que estaba de vacaciones en Suiza, llamó por teléfono a su radio y así se supo la noticia. No salieron autos a tocar bocina ni aparecieron comentarios entusiastas en la prensa, como señaló Pedro Susz en un artículo años más tarde. Me contaron que en una charla informal de algunos criticones conocidos se explicaban “mi decadencia” como resultado de que había muerto Oscar Soria y que Sanjinés sin Soria ya no podría hacer cine. Con La nación clandestina quedaron mudos”.

La última etapa de la cinematografía de Sanjinés (desde Para recibir el canto de los pájaros al estreno inminente de Los viejos soldados pasando por Los hijos del último jardín, Insurgentes y Juana Azurduy) ha visto el abandono del protagonista colectivo y el plano secuencia integral, marcas de la casa. También ha estado marcada por la muerte de Beatriz Palacios, su productora y compañera, “un vacío  profundo que no consigo resolver”.

Los fracasos en taquilla (por culpa de la piratería y la crisis, según Sanjinés) y la mala recepción de la crítica acompañan sus últimas obras. “Una ola de críticos, imbuidos de racismo, se levantaron para desprestigiar Insurgentes y situarla, tendenciosamente, como una loa al presidente Morales”.

En su última obra, estrenada ya en Cuba y a la espera de su lanzamiento nacional en marzo, vuelve sobre uno de los temas “leit-motiv” de su obra: “el racismo y el complejo de superioridad de la clase dominante son factores perversos que perturban considerablemente el relacionamiento social interno de Bolivia (…) Las masacres de gentes del pueblo en el golpe de Estado de 2019 corroboran la persistencia del racismo criminal. En los hechos funciona un apartheid menos explícito que en otros países pero igualmente brutal e injusto. (…) Algunos militares racistas en la Guerra del Chaco aprovecharon para hacer una limpieza étnica, pues la mayoría de los cien mil muertos eran indios, tragedia que abordamos en nuestra más reciente película”.

Sanjinés no cambia. Sigue hablando con la primera persona del plural, sigue escapando del protagonismo (en el acto de presentación de sus memorias habló diez minutos). En sus memorias —con un centenar de fotografías muchas de ellas inéditas— apenas habla de sí mismo; pareciera que su carrera y sus películas nos pertenecieran a todos y su vida, solo a él.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricado bajo y el libro ‘memorias de un cine sublevado’, d jorge sanjinés

Mamani Mamani, un niño terrible

Roberto Mamani Mamani es una marca, es orgullo y vanidad. Es un vendedor nato, es color y mito.

Facetas. El artista y su obra. Mamani Mamani con un premio de la ONU (derecha). En un viaje a Berlín (abajo).

/ 19 de marzo de 2023 / 08:41

Soy un niño terrible que juega con los colores / como una ñusta tejedora que tiñe los mantos sagrados. / Soy un niño con manos pequeñas que juega con el barro / como un amauta con las estrellas / (…) Soy tan terrible que juego con las formas, sin reglas / sin trampas pero tan terrible, tan terrible, que tal / vez a alguna gente no le guste pero aquí estoy” (del poema Soy un niño terrible, soy un niño aymara, Roberto Mamani Mamani).

Roberto tiene diez años y baila en Jaihuayco, uno de los barrios más antiguos de Cochabamba. Estamos a finales de agosto, año del señor de 1972, festividad de San Joaquín, el patrón del barrio, el “santo de los abuelos”. Roberto baila en la entrada de los paceños (su madre y su padre lo son); baila kullawada, la danza de los tejedores aymaras. Su fraternidad se llama “Kullawada Velas de Oro”. La familia vende velas en el Valle Alto. Muchos años después dirá: “para pintar morenada, hay que bailar morenada”.

Su infancia es una mañana en el río Rocha; los sapos no botaban polvo como ahora. Roberto nada en el río y pesca, mientras su madre lava las frazadas. Llevan comida y pasan todo el día. No están lejos de la estancia de Cala Cala que cuidan para el patrón.

Su madre es Antonia Quispe Mamani, nacida en Tiwanaku. Su padre es Ángel Mamani Ventura, de Puerto Acosta. En los sesenta se cambiará el primer apellido: dejará de llamarse Mamani (halcón/águila en aymara) para llamarse Aguilar. El hijo recuperará el apellido en sus cuadros. El abuelo paterno, Carlos Mamani, es uno de los miles de soldados aymaras que lucha en la Guerra del Chaco.

La madre y el padre se escapan porque las familias no están de acuerdo con el ”sirwiñaku”. El primogénito (“soy el fruto de un amor prohibido”) nacerá en Cala Cala (un 6 de diciembre de 1962); tendrá una infancia feliz. Será un “k’acha mozo”. El “niño terrible” vende junto a su padre la papa frita y el maní que hace su madre. “Nunca me voy a morir de hambre”. Nota mental uno: doña Antonia tiene, hasta el día de hoy, un puestito de medias en la calle Uyustus de La Paz. Cuando dice a sus compañeras y a los clientes que su hijo es el famoso Mamani Mamani, nadie le cree.

El niño Roberto va junto al padre de concierto en concierto, “puertea” en las tocadas en Cochabamba del “Rey del bolero ranchero” ( Javier Solís), de Sandro, de Juanito (Calizaya) y Sus Ases del Compás… Muchos años después, escribirá morenadas que cantará el mismísimo David Portillo. Para entonces, es un niño que pinta; usa el carboncillo de la cocina. Y ayuda a la madre a vender medias en el mercado 25 de Mayo, el primer mercado seccional de la Llajta. Con el maní, la papa frita y las medias, logrará estudiar. Nace su única hermana, Angélica.

—¿Por qué no tuviste más hermanos y hermanas, Roberto?

—Alguien le dijo a mi mamá: “hazte ligadura de trompas”.

Una de sus pinturas de desnudos (abajo).

Nota mental dos: en 1969 el cineasta Jorge Sanjinés Aramayo estrenó Yawar Mallku, una firme denuncia contra las campañas de esterilización de mujeres quechuas y aymaras por parte de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos creados en 1961 para “promover la paz y la amistad mundial”. Uno de sus programas era de “control de natalidad”. El gobierno progresista de “Jota Jotita” Torres los expulsó de Bolivia en mayo de 1971. En agosto llegó el golpe del coronel Banzer.

Su primer colegio es la Escuela Rosendo Peña, en la Cancha; sus primeros modelos/ retratos serán sus profesores, sus compañeritos. Hace periódicos murales e ilustra los cuadernos de Química. Firma como “Túpac Mamani Quispe”. Sus primeras esculturas son de arcilla, son muñecos, títeres de barro. Jaihuayco es tierra de ladrilleras, la patria chica del gigante Camacho. “Yo también tenía que ser alto, pero me pescó la helada”, dice riendo.

Con 12 años, don Ángel y su hijo parten a Oruro. Viven tres años en la capital del folklore boliviano. Roberto estudia en el famoso Colegio Nacional “Juan Misael Saracho”; será un “perro”, sus colores serán el negro y el rojo; y peleará harto —como manda la tradición— contra los “heladeros” del Colegio Bolívar. Será por siempre un “sarachista”. La ciudad sabe a charquecán; hasta los “rostros asados” llevan máscaras.

Roberto descubre que padece una enfermedad de la piel llamada vitiligo. En sus manos, brazos y espalda aparecen manchas blancas debido a la falta de pigmentación (de melanina). El padre cree que eso se cura con frío y se van a Potosí. “Me blanqueaba como el Michael Jackson pero gratis”. Se queda pensativo y añade: “La naturaleza también pinta sobre mí”. Potosí suena a “k’alampeadas”, a charango rasguñado, a huayños; es una piedra ardiente.

Estará otros tres años bajo el manto del Cerro Rico y la Pachamama. No ha cumplido todavía 18 años y Mamani Mamani es un errante caminando la patria. “En Potosí creen que soy potosino y los orureños se enojan pues creen que soy orureño”. Antes de vivir en La Paz, padre e hijo, en su particular vuelta a Bolivia, viven un tiempito en Sucre. Llegan en camión y se ponen a vender p’asankallas. Como había harto chocolate en la Capital, “inventan” las p’asankallas de chocolate. Todo un éxito. Mamani Mamani es un vendedor nato. Es nuestro artista más “pop”; es una marca, su marca.

El primer hogar en la hoyada está en Chualluma. Es la casa de la abuela materna, doña Juana Mamani, tejedora. Con ella, vuelve a la comunidad, a Tiwanaku. Ella, “awicha” sabia, le dice una frase que será fundamental en la evolución de su obra artística: “Nuestros ancestros usaban los colores fuertes para ahuyentar los temores, los malos espíritus y las tristezas; utilizaban colores vivos para sostener la alegría de la vida, para no quedarse en la oscuridad”.

Roberto aprende rápido esa lección en una ladera/barrio que se llenará de color muchos años después: “es mentira que nuestros tejidos y nuestras cerámicas hayan sido dominadas por grises y oscuros. Nuestra música es para sanar, para agradecer. Y los pigmentos son para dar felicidad, para iluminar”. En La Paz, al joven Mamani Mamani le dicen “come mote”; en Cochabamba, le decían “come chuño”.

(“El paisaje andino está dominado por el ocre en sus diversas tonalidades, pero apenas uno alza la vista al cielo o a los grandes nevados, el azul, color de inmensidades y lejanías, se despliega en tonalidades cálidas que visten el paisaje con todas las posibilidades del arco iris. Al margen de la grisitud de la política o el estallido social, cuyo único color cálido es el de la sangre, Mamani Mamani pinta un río de colores, río de meandros desconcertantes que arrebatan el paisaje andino y tiñen de rubor sus mejillas. A río revuelto, ganancia de colores”, Ramón Rocha Monroy, 2004).

Una obra dedicada al gallero Wálter Chávez (arriba).

Cuando está por decidir qué carrera universitaria va a estudiar, una tía (Mónica) le suelta una de esas frases que marcan: “tú tienes que ser el ejemplo para toda la familia”. Elige Agronomía, por esa relación especial con el campo, con la tierra. Dura un año. Se pasa a Derecho. Tampoco “funca”. A Roberto lo que le gusta es dibujar y leer. “Me destaqué en literatura y filosofía, me encantaba la magia de las narraciones, las tradiciones orales, era la época del Boom, del realismo mágico”. Mamani Mamani ni podía imaginarse entonces que mucho tiempo después se iba a encontrar y charlar con Gabriel García Márquez en La Habana.

Los años ochenta son de militancia política, forma parte del PST (Partido Socialista de los Trabajadores), una (otra) escisión trotskista. “Incluso participé en una huelga de hambre en la universidad, en nuestro partido éramos cuatro o cinco, así que me tocó ir”.

La primera vez que entra a la mítica galería EMUSA (de Norah Claros) es para vender su papa frita, su maní y sus medias. La segunda es para exponer sus dibujos. Su primera muestra (marzo de 1990) es de fotografía: en la Galería Rojo, al 508 de la Belisario Salinas, en Sopocachi. Ha intercambiado con un gringo turista uno de sus cuadros por una cámara Nikon. Hace fotografías en blanco y negro, son desnudos de modelos que ocultan su rostro con máscaras del Carnaval. También retrata la ciudad, sus mercados, sus caseras, sus lavanderas, sus anticucheras, sus lustras. Las Naciones Unidas premian una de sus fotos por el Día Mundial de la Población. Su apodo de entonces es “Loquillo”.

(“A pesar de los altibajos en su obra, hay un hilo conductor que revela su alegría de vivir y nos permite desterrar esa imagen del indio triste y vencido, es como un qillqa kamayuc encargado de relatar lo que pasa en su pueblo”, Édgar Arandia, 2009).

Su primera exposición tiene lugar en el legendario Café Arte y Cultura que funciona en el Colegio Don Bosco, en pleno Prado paceño. “Eran dibujos con poemas revolucionarios, me estás haciendo recuerdo de toda esa época”. Las primeras reacciones del mundillo artístico son de rechazo y ninguneo: Roberto ni venía de la Escuela de Bellas Artes y su visión occidental (siempre ha sido autodidacta) ni formaba parte de esa rosca. En pocas palabras, las suyas: “me odiaban, este no es artista, decían”. De la plaza Humboldt de la zona Sur también lo sacan rajando. Entonces se dice así mismo: “voy a demostrar con mi trabajo”.

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La Cinemateca Boliviana de la calle Pichincha e Indaburo se vuelve su hogar. Se hace socio desde que llega a la ciudad con 18 años. También se apunta a los talleres de crítica de cine del Colegio Don Bosco. Cuando pasea por las calles del casco histórico de la ciudad y sus señoriales construcciones, propiedad antaño de los españoles en la colonia, piensa: “algún día me compraré una de estas casas donde los indios eran esclavos”. Hoy, muchos años después, el Museo Mamani Mamani tiene su sede en la esquina de la Casa de la Cruz Verde, en la calle Jaén, la más linda de La Paz.

Cuando en 1991 gana el primer premio de dibujo en el Salón “Pedro Domingo Murillo”, la famosa rosca se quiere desmayar, “a muchos se les partió el alma”. El presidente de aquel jurado es nada más y nada menos que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. “De un indio mayor a un indio menor”, me dijo cuando me galardonaron.

La obra ganadora se llama Muertos en combate. Es un homenaje a los tres activistas de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), asesinados por la policía en la calle Abdón Saavedra de Sopocachi durante el desastroso operativo de rescate del empresario Jorge Lonsdale (también muerto). Roberto no lo sabía entonces pero al gerente de la Vascal, subsidiaria de la Coca-Cola y accionista de La Razón, los guerrilleros que lo mantuvieron secuestrado durante seis meses en 1990 le llamaban “Mamani”.

Estamos charlando en “la sala de la felicidad” de su museo de la calle Jaén. Estamos rodeados de sus desnudos sobre papel de periódico. Una señora con sus dos hijas entra y llena el espacio de halagos: “¡qué lindo te quedó el manto del Gran Poder y la Virgen de Sorata, qué preciosura”. Roberto devuelve palabras bellas e invita a las mujeres a comprar alguna postal de la tienda. “Compren y luego vuelven para que se las firme”. Al poco de un rato, regresa una de las hijas. Roberto no solo dedica sino que improvisa un retrato a mano alzada. “Dentro de unos años esta postal valdrá millones”. Se despide de la adolescente como saluda siempre: “Jallalla con toda la fuerza de los Andes”.

La madre y sus dos hijas no han podido prestar atención a la “sala de la felicidad”: los cuadros eróticos de Mamani Mamani son un pequeño “secreto”. Muchos de ellos están recogidos en el libro Entre sapos, whakabolas y algunas k’alanchas (2009). Los desnudos tienen una particularidad: las “k’alanchas” lucen cabezas diminutas con caras vacías, parecen esperar que el espectador las complete; los cuerpos son voluptuosos, parecen llamar a la lujuria. Para Roberto, esas formas, siluetas y curvas son montañas transfiguradas. Es un canto a la fertilidad, a la fecundidad. El erotismo también fue extirpado del mundo andino, como las idolatrías; todo lo que conllevara placer fue castigado y reprimido.

“Mi obra siempre estuvo caracterizada por la madre dadora, por la Pachamama, por las warmis, las tawacos, las imillas, las cholas; por los llokallas, los arcángeles, los pueblos ancestrales sin iglesias ni cruces cristianas, por los falos, los gallos y sus peleas; por el Illimani y los caballos de Tata Santiago; por los sapos como vaginas; por las sandías y los zapallos, por la fiesta, por el color”. Roberto es “naif ”; espiritualidad, abundancia y eros.

(“Acercarse a la obra de Mamami Mamani es atravesar un laberíntico camino que se inicia con la fuerza del color y poco a poco devela el espacio del mito aymara. Dioses y diosas, wawas y madres, vírgenes y arcángeles, pueblos y cerros son las llaves y claves que descubren esta propuesta estética que viniendo desde lo inmaterial se traduce en la maravillosa obra de Roberto, pintor aymara, como no podía ser de otra manera”, Virginia Ayllón, 2009).

Mamani Mamani se autoproclama como el “Príncipe de los aymaras”. Roberto es vanidad y orgullo. Color y mito. Amauta y guerrero. Ha superado los mal llamados atavismos telúricos. Siente una nostalgia sincera por la Arcadia aymara perdida. “No me he casado, ¿qué iban a decir mis ñustas?”. Tiene cuatro hijos (Maya, ingeniera de sistemas; Illampu, artista y cineasta; Illimani, artista; y Amaru, en primero de Psicología). A todos le ha puesto nombres en aymara (“¿por qué mi hijo tiene que ser Maycol? ¿por qué valoramos más lo foráneo que lo nuestro?”). Son los “símbolos vivos” de su legado a la vida. Roberto también pensó un día en cambiarse el nombre; a “Huyuto”, hombre que sabe, que piensa.

(“La fuerza de los colores en las obras de Mamani Mamani refleja el auténtico espíritu combativo de las naciones originarias indígenas del pueblo boliviano”, Evo Morales Ayma, diputado nacional, 2004).

En su tienda/factoría hay para todos los gustos y precios, desde cuadros de gran tamaño hasta bolsos, sombreros, botellas de vino, telas y “souvenirs”. Cuando llegan turistas extranjeros, Roberto les dice en broma: “si no se llevan nada de Mamani Mamani a sus países, en el aeropuerto cuando se quieren volver no les van a dejar salir”.

Se enorgullece especialmente de un hecho que ha podido comprobar: los coleccionistas de “culito blanco” tienen en sus casas obras suyas mientras la empleada baila morenada con una manta de Mamani Mamani. “Cecilio Guzmán de Rojas y Arturo Borda pintaban indios sin ser indios; yo soy un indio que pinta indios”.

Roberto ha expuesto su obra en Europa, Asia y Estados Unidos antes que en el Museo Nacional de Arte. Ha hecho más de 50 muestras en galerías de medio mundo. “Siempre nos han hecho creer que somos pobres, es mentira; somos los más ricos del mundo. Tenemos riqueza de la pura y podemos exportar también el respeto y el agradecimiento por la naturaleza. ¿Quién tiene una Pachamama, un ayni, una tarqueada? Cuando voy a Europa como un plátano a un euro y no sabe a plátano, acá con ese dinero te puedes comprar 25 plátanos que saben y son plátanos. ¿Quiénes son los pobres verdaderamente?”.

Mamani Mamani dice sentirse igualmente cómodo en un hotel de siete estrellas de Japón que comiendo un ají de fideos en los “agachaditos” de la calle Uyustus, cerca del puesto de medias de su madre. “Camino el mundo, lucho, vuelvo a mis raíces, bailo, vendo, sobrevuelo la comunidad como un cóndor al mediodía sobre mis montañas, entro por las tardes a los lugares sagrados como un chachapuma, me divierto por la noche en los prestes; soy un “katari”. Es el ciclo vital de Roberto, el niño terrible, el niño aymara; sin reglas, sin trampas.

TEXTO: Ricardo Bajo

FOTOS: Ricardo Bajo y Archivo Roberto Mamani Mamani

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Sacaba y Senkata: Noviembre en la memoria. Un libro que Luis Fernando Camacho debería leer.

Julio Peñaloza Bretel escribe sobre el libro publicado por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.

Imagen. Primer lugar fotografía testimonial ‘Masacre en Sacaba Huayllani’, de Dico Veimar Solis Rocha.

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de marzo de 2023 / 08:08

Dos frases definen el golpe de Estado de noviembre de 2019 y al gobierno de facto, producto de la sucesión inconstitucional que llevó a la presidencia a Jeanine Áñez: “Iban a hacer volar la planta de Senkata” y “se dispararon entre ellos” (puente Huayllani, Sacaba). La mentira es la base de sustentación ideológica de los especialistas en la construcción de narrativas que fundamentalmente circulan por las redes sociales, con el propósito de penetrarlas y posicionarlas en el imaginario colectivo. Así fue que se decidió “defender” la planta de YPFB y criminalizar a esos salvajes que se disparaban por la espalda con el propósito de convertir en culpables a policías y militares. Así fue que intentaron salvar responsabilidades. Al final de cuentas, los asesinos quedaron al descubierto y en plena evidencia.

¿Quiénes iban a hacer volar la planta de Senkata? Respuesta concluyente e indiscutible: las hordas salvajes. ¿Quiénes se dispararon entre ellos, como dijo el ministro de la Muerte, Arturo Murillo? Respuesta concluyente e indiscutible: las hordas masistas.

Salvajes y masistas. De esta manera comienza el ataque inmisericorde contra los cuerpos y las cabezas de quienes salieron a oponerse a la renuncia-derrocamiento de Evo Morales. No son personas, no son seres humanos, son como señala cualquier diccionario un “grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia”. Digamos, un rebaño que camina por donde el pastor lo guía. El expresidente del Comité pro Santa Cruz, Rómulo Calvo, sabe mucho de este lenguaje. A no olvidar que para él, todos esos “masistas de mierda” no son otra cosa que “bestias humanas”.

La publicación de Sacaba y Senkata: Noviembre en la memoria (Letras e imágenes de nuevo tiempo), a cargo de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia no podía ser más oportuna como punto de inflexión para que quede contundentemente transparentado quiénes fueron en realidad los que dispararon, qué órdenes recibieron y de qué manera están convencidos de haber “pacificado el país” con la promulgación de un decreto (4078) que se constituía en la carta blanca para abrir fuego contra la población civil armada de wiphalas, palos y piedras y cuál era el tono gubernamental de Áñez y sus secuaces para generar un disciplinamiento, so pretexto de combate al coronavirus, con tropas militares patrullando las calles en carros blindados. Desde que se acabara el gobierno de facto (noviembre de 2020) ya no circulan por mi zona camionetas con efectivos ataviados con uniformes de camuflaje que con su amenazante presencia me devolvieron a mi infancia de los años 70 cuando el Gral. Banzer mandaba y perseguía a subversivos del Ejército de Liberación Nacional (ELN) para hacerlos desaparecer bajo el paraguas del Plan Cóndor.

Foto testimonial de Luis Abad Miranda Pantoja (izquierda). Tapa del libro Sacaba y Senkata.

Fotografía artística de Silvia Benito Guaygua y Claudia Mollinedo Valdez (derecha).

Premio. Ilustración poesía ‘Un puente en Huayllani’, de Carolina Morón Ríos (arriba).

Sacaba y Senkata: Noviembre en la memoria es un libro de 600 páginas que contiene materiales generados a partir de convocatorias a concursos. Es un libro de libros. Figuran en él los trabajos que obtuvieron los primer y segundo lugares en las categorías de ensayo, cuento, poesía, dramaturgia, fotografía testimonial y fotografía artística. Sus autoras y autores escriben con el fuego de la indignación y la palabra precisa en cada género. En formato grande (tamaño carta), papel ahuesado y para las fotografías en couché blanco, es la primera gran publicación acerca de una constante en nuestra historia colonial y republicana, la de la desaparición forzada o la eliminación física de quienes se atrevieron a salir a las calles para reafirmar y defender un ideario de vida, y en ese intento se les fue la existencia misma, producto de una despiadada represión por aire y tierra, ordenada y coordinada logísticamente por el entonces comandante de la Fuerza Aérea, Gonzalo Terceros, y varios de sus colegas del Alto Mando Militar del Ejército. Golpistas, y como si no fuera suficiente, carniceros, masacradores del pueblo.

Paloma Gutiérrez (segundo lugar en poesía sobre Senkata) resume perfectamente lo acontecido: “Informes de un día/ de un martes de muerte/Informan que fueron 9/ 9 hombres menores de 39/ Autopsias confirman/ la causa de muerte/ Los 9 por bala/ Masacre que espanta/ Informes de un día/se huele la muerte/ Ni el gas lo impedía/ Senkata lo siente/ Ministros que mienten / ocultan la muerte/ Sus balas mataban/ de frente y con saña/ Informes de un día/ informes de muerte/ Golpismo fascista/ racismo candente.”

Lea también: ¿Peor que en dictadura?

Escrito por hacedores de la palabra de generaciones jóvenes, contiene textos que van desde las lectoescrituras de ese momento político de crisis estatal, el recuento crítico de los daños y las tragedias familiares (ensayos) como consecuencia de las masacres, hasta las formas creativas del cuento, la dramaturgia, la poesía y un conjunto de fotografías que registran las convicciones, el dolor, la lucha y la violencia institucional que nuevamente ponen de manifiesto, como ha sucedido a lo largo de nuestra historia, quiénes son los masacradores y bajo las órdenes de quiénes actúan. En este contexto, sería bueno hacerle llegar un ejemplar hasta Chonchocoro a Luis Fernando Camacho, el que obtuvo la ayuda de papá, para que los militares se cuadraran en contra del poder constituido, violentando las leyes y los cuerpos y almas de esas hordas masistas y salvajes por las que hoy continúan llorando desconsolados, padres, madres, abuelos, abuelas, hijos e hijas. Ahora que está alojado en una pequeña habitación que no se parece en nada a una celda carcelaria, Camacho podría comenzar con este libro a conocer la historia de Bolivia, ese país al que desconoce y en el fondo desprecia, desde esas ínfulas de karayana que lo definen. Si hay una condena de la que no hay escapatoria es la de la palabra que se transforma en historia y en memoria popular.

TEXTO: Julio Peñaloza Bretel

FOTOS: LIBRO ‘Sacaba y Senkata: Noviembre en la Memoria’

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Al encuentro de la melodía contemporánea

El pianista colombiano Daniel Áñez tocará su disco ‘Cergio Prudencio: Works for piano’ en La Paz y Cochabamba.

Compositor. Las obras para piano de Cergio Prudencio se presentarán el 22 y 24 de marzo.

Por Mary Carmen Molina Ergueta

/ 19 de marzo de 2023 / 07:50

Umbrales te lleva caminando. Cierras los ojos y descubres la oscuridad atravesada de luces. Aparece un espacio, lo observas y tu cuerpo se funde en las formas, deviene textura. El sonido vibra adentro y redibuja el paisaje de la ciudad. Umbrales te encuentra mirando por la ventana y algo, permanente pero nuevo, se revela ahí.

Para Cergio Prudencio, compositor de esta obra para piano de 1994, en su proceso creativo aflora lo andino y esta sensibilidad responde a una experiencia “de este entorno tan enloquecido, La Paz, las montañas, el altiplano circundante, en el que nací y viví la mayor parte de mi vida, y del que no me he podido sustraer. Esa influencia telúrica profunda de la que habla con grandísima lucidez Marina Núñez del Prado”. En su autobiografía, Eternidad en los Andes (1972), la escultora boliviana escribió: “Yo me he formado un concepto de mi paisaje y de mi raza, y mi obra quiere ser ese lenguaje lleno de sonoridades cósmicas”. A lo largo de más de 40 años, la propuesta artística de Prudencio configura un camino a través de la música contemporánea para crear y encarnar ese lenguaje de piedra y viento, alturas y horizonte. “Lo andino en mi música es resultado de tener en los genes esa fuerza, esa energía. Soy un hijo de la montaña”.

En la obra de Prudencio, fundamental en la música de tradición escrita en Bolivia desde fines del siglo XX hasta la actualidad, el piano es un instrumento con un sitio especial. Lo concibe así el propio artista, como también Daniel Áñez, destacado pianista colombiano residente en Montreal, quien durante la pandemia y dedicado al estudio de obras del repertorio latinoamericano, decidió que lo más importante en ese momento era grabar toda la obra para piano del compositor boliviano. “Aprendí, a través de mis maestros, que tenemos que tocar la música de la gente cuando está viva y trabajando, que la música no es solo para hacer homenajes y aniversarios. Entonces me dije, si hay alguien que está vivito y coleando, ese es Cergio Prudencio. Y su obra es absolutamente hermosa”. El resultado de un año de trabajo de Áñez en Canadá es el disco Cergio Prudencio: Works for piano, editado en 2022 por el sello austriaco Kairos. Algunos meses después del lanzamiento del CD, Áñez llega esta semana a Bolivia para hacer el lanzamiento oficial del disco y ofrecer un concierto de toda la obra pianística de Prudencio, un recorrido por tres décadas en la amplia trayectoria de uno de los compositores más importantes de Latinoamérica hoy.

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MÚSICO. Daniel Áñez es un reconocido pianista colombiano radicado en Montreal, Canadá. FOTOS: IGNACIO PRUDENCIO, TATIANA ÁÑEZ Y DANIEL ÁÑEZ

Sentados al piano

Detrás del proyecto de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN), que Prudencio fundó y dirigió entre 1980 y 2016, el compositor creó un íntimo repertorio de obras para piano: Umbrales (1994), Ámbitos (1998), Horizontes (2001), Lejanas lejanías (2004), Figuraciones (2006) y Taqpacha (2021). La primera y la quinta fueron compuestas para largometrajes de la directora boliviana Mela Márquez (Sayariy y No le digas, respectivamente), articulando esta veta de creación a uno de los espacios más nutridos en la carrera de Prudencio: la composición de música para cine.

Para Áñez, quien ha interpretado y analizado el trabajo de Prudencio durante más de 10 años —desde que conoció sus piezas, a través de la gran compositora y maestra argentino-uruguaya Graciela Paraskevaídis—, la obra pianística integral del boliviano “es un encuentro con el lirismo y predomina una búsqueda de la melodía: expresiva, sincera y completamente desencadenada”. Como explica el compositor en el booklet del nuevo disco, sus piezas para piano “vienen de alusiones al espacio físico en una (posible) relación de continuidad”. Por ejemplo, “Horizontes se despliega hacia los límites de la mirada de los ojos y del alma. Lejanas lejanías supone otras geografías (¿otras arquitecturas?), más allá de las constantes. Taqpacha, finalmente, trasciende la materialidad de lo espacial hacia la inmaterialidad de los ‘pacha’ interiores, o subyacentes e inmanentes (tiempos-espacios aymaras)”.

Hay un “estado presente” en la obra de Prudencio, explica Áñez, y esto lo invita a explorar y poner en acción distintas facetas de su práctica interpretativa. Pianista a tiempo completo enfocado en músicas contemporáneas, cuenta que hace un esfuerzo constante por ser un músico moderno; es también intérprete de teclado, sintetizadores y ondas Martenot. Muchas de las herramientas con las que trabaja provienen de lo sonoro y lo electrónico: “el estatismo, el silencio, la constancia son elementos que pienso que me hacen un buen intérprete de la música para piano de Prudencio. Del otro lado, hay piezas de su obra para las que tengo que sacar a mi pianista romántico y hacer el lirismo más emocional y profundo que pueda”.

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Esta sensibilidad en la interpretación dialoga con el germen de la composición para el creador de estas músicas. Prudencio compone apelando al impulso. “Cuando enseñaba composición, les decía a mis estudiantes que lo primero que tenían que hacer era conectar con el mono interior, con aquel estado prerracional, preliminar a cualquier proceso organizador. Mis obras al piano están creadas conmigo y mi mono sentado al piano”. A pesar de reconocerse como hijo de la generación de la vanguardia que construyó el legendario Instituto Torcuato Di Tella en Buenos Aires —de la que forma parte nuestro también legendario Alberto Villalpando—, Prudencio nota que su búsqueda como músico contemporáneo está anclada en una no renuncia a la melodía. “Soy hijo de esa generación, con la que siento afinidad política. Pero en la composición, me siento junto a mi mono mujer, mi música es mujer. Es lo que hice para diferenciarme de esas corrientes de ruptura: apostar mi contemporaneidad en el mélos”.

Disco. En esta sala en Canadá, el músico Daniel Áñez grabó Cergio Prudencio: Works for piano.

‘Music for the masses’

En lo que va de este siglo, la música contemporánea en Bolivia vive un momento de florecimiento y diversificación singular. No, no es la música de las masas, pero, apunta Prudencio, “hay productos culturales que no fueron, ni quisieron ser, ni serán masivos, pero que son fundamentales para la construcción de una sociedad y su identidad”. La popularidad de una forma de hacer música no define la calidad de una obra, insiste el compositor boliviano. “Se puede ser trascendente desde esas burbujas que, para mí, son imprescindibles de ocupar porque son territorios políticos”.

Por su parte, el pianista Daniel Áñez encuentra que la discusión sobre la práctica de música contemporánea tiene muchas aristas. “Me cuestiono mucho la pertinencia de esta música, a pesar de que sea mi trabajo. Y a veces pienso como Mariano Etkin, que somos unos creadores de vanguardia, personajes delante de todo el batallón, explorando las posibilidades para el futuro”. A la vez, el colombiano rescata las convergencias en el espacio musical-sonoro actual: “los nuevos amigos de la música contemporánea vienen de la academia, pero también del rock, del punk, del metal y del noise. Y este encuentro está creando una escena puramente sonora”.

En nuestro territorio, la escena de la música contemporánea tendrá esta semana un evento singular. Daniel Áñez ofrecerá un concierto de la obra pianística de Cergio en La Paz el 22 de marzo (a las 19.00, salón Tiwanaku de la Cancillería) y en Cochabamba, el viernes 24 de marzo (19.00, Universidad Mayor de San Simón). Además, Áñez dará clases magistrales y talleres en ambas ciudades. La programación completa está disponible en las redes sociales de la Embajada de Canadá en Bolivia y del Conservatorio Plurinacional de Música, instancias organizadoras de las actividades de Áñez y Prudencio este marzo.

TEXTO: MARY CARMEN MOLINA ERGUETA

FOTOS: IGNACIO PRUDENCIO, TATIANA ÁÑEZ Y DANIEL ÁÑEZ

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Ser padre adrede

La escritora Camila Urioste repasa grandes momentos cotidianos con su papá Marcelo, escritor y músico.

Por Camila Urioste Laborde

/ 19 de marzo de 2023 / 07:34

Nací con Acuario en la casa tres, y si crees en la astrología, eso explica que haya tenido un padre raro. Mi padre era raro en varios sentidos. Era distraído, usaba el pelo largo, trabajaba mucho en la universidad, pero su tiempo libre lo pasaba escribiendo y tocando su guitarra. A menudo estacionaba la peta blanca en el centro y regresaba a casa de noche, sin saber dónde había parqueado el auto. Era raro, también, porque era un padre consciente, porque ejercía su paternidad a propósito. Mirando atrás, entiendo que muchas cosas que yo daba por sentadas eran expresiones de esta forma lúcida y adrede de ser papá.

En las noches nos contaba cuentos antes de dormir. No cuentos leídos, nada que ver. Nos contaba cuentos inventados sobre He-Man y She-Ra. Nos contaba historias de su infancia con tres hermanos mayores y dos hermanitas traviesas. Historias de abuelas rebeldes. Cada día en el almuerzo, ponía música clásica de un músico diferente y nos contaba su biografía. Nos enseñó a montar bicicleta en la plaza Isabel la Católica. Y a patinar. Y a jugar fútbol. Y se lo tomaba muy en serio. Una tarde se reventó el tendón de Aquiles defendiendo su arco de mi hermano de seis años y tuvo que ser operado y andar con un yeso hasta la cadera durante meses.

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Legado. Marcelo Urioste Nardín (La Paz, 1952 – Washington, EEUU, 1997); poeta, músico y comunicador social. FOTO: ARCHIVO FAMILIAR

Cuando llegamos a Estados Unidos en el 89, lo primero que hizo mi papá fue comprar dos cañas de pescar, raquetas de tenis, pelotas de básquet e implementos de pintura al óleo. Era su equipamiento de paternidad ejercida. Recuerdo su alegría cuando llevaba a mi hermano a pescar a la laguna cercana (vivíamos en Florida, estaba todo rodeado de lagunas habitadas por peces y lagartos), esa felicidad silenciosa de pasar tiempo juntos en una actividad intrínsecamente varonil, de encarnar una narrativa poética sobre la paternidad, sobre el lazo padre-hijo. Nunca importaba si pescaban o no pescaban algo. Era el momento que pasaban juntos, el recuerdo que estaban construyendo.

Recuerdo el caballete instalado en una esquina de la sala, todo el piso cubierto de periódicos. Recuerdo el olor a pinturas al óleo, el olor a thinner y las tardes que él me enseñaba a pintar paisajes imaginarios: bosques rodeando una laguna, montañas nevadas bajo un cielo azul con nubes, campos de flores. No importaba nada la calidad (dudosa) de los cuadros, lo que importaba era el tiempo que pasábamos juntos, creando algo, adrede. Recuerdo una tarde en que yo pintaba una muchacha en lo alto de un edificio, a punto de saltar. Mi papá pintaba otra cosa a mi lado. Miró mi pintura y me preguntó qué significaba. Le dije que el arte se explica solo, como él me había enseñado.

Recuerdo cuando salíamos a montar bicicleta, cuando íbamos a la cancha de tenis o de básquet del condominio, bien equipados, y él nos enseñaba a jugar. Cuando nos enseñó a nadar en la piscina y lo bueno es que aprendimos en pocas semanas y lo malo es que a mi hermano le dio pulmonía porque papá nos dejaba estar en el agua hasta después del atardecer. Recuerdo cuando viajamos a Washington DC y recorrimos todo el museo mientras él nos contaba la historia del arte desde la edad media hasta Van Gogh.

FOTO: ARCHIVO FAMILIAR

Recuerdo las tardes que pasábamos los cuatro en Borders, una librería de tres pisos.

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Él se sentaba en el suelo o en uno de los sillones del local y leía horas. Yo me metía en el sector de terror para jóvenes adultos, o en el sector de Lo Oculto, donde leía libros sobre magia, tarot y astrología. No era estar juntos lo valioso aquellas tardes, era el placer que él nos transmitía, el placer de los libros.

Hasta el último día de su vida, hasta su último aliento, se dedicó a transmitirnos las cosas que para él eran valiosas. Su amor por la vida. Tuve 16 años con mi padre, y lleva 26 años fallecido. No tiene ningún sentido, el tiempo. Todos los días lo recuerdo. Cada día del padre me pongo triste y quisiera tenerlo, y es tan injusto no tenerlo. Pero no dura la tristeza, porque mi padre se aseguró, en vida, de hacerse eterno.

TEXTO: CAMILA URIOSTE LABORDE

FOTOS: ARCHIVO FAMILIAR

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Papá Lenguaje

La actriz y cantante Mariana Bredow escribe sobre Luis, con quien se encuentra en las letras.

Artista. Luis Bredow Sierra (Oruro, 1947) es un reconocido actor y director de teatro y cine.

Por MARIANA BREDOW VARGAS

/ 19 de marzo de 2023 / 07:20

Antes de cumplir tres años, yo ya sabía leer. Mi papá me enseñó, dibujó una letra “i” en una suela de mi zapato y una letra “o” en la suela del otro zapato, entonces yo miraba un pie y decía “i”, pisaba con el otro y decía “o” y al andar sabía que era “io”. Así comprendí que, poniendo las letras juntas, se crean palabras.

Una vez hube dominado los asuntos del yo, subió la complejidad a todas las letras del abecedario: descalabró una vieja máquina de escribir de teclas pequeñitas color hueso, las desparramó por el suelo y con ellas armamos y desarmamos el mundo. Revelados todos los secretos jeroglíficos, se me abrieron los carteles en las calles, los nombres de las cosas tenían ahora múltiples dimensiones y empecé a inventar otros nombres, mejores, para las flores, para la noche, para los bichos, para las gotas. Mi papá nos preguntaba cuál era nuestra palabra favorita, yo siempre escogía “lluvia” y también “mar”, que decidí hacerla mi nombre, aunque no lo conocía.

A pesar de que muchas letras ya se habían perdido, la misma máquina rota sirvió para enseñarle a leer a mi hermano Pablo un par de años después, cuando él también cumplió tres, pero él, talentosísimo para dibujar, pasó inmediatamente a fundar su propia fábrica de creación de cómics. Echado de panza en el suelo por mil millones de horas, inventó historias con personajes terribles como “Delmolman” armado de su sierra eléctrica, compulsivo de la destrucción, y su archienemigo “Doctorman”, que lo curaba todo con su gran jeringa, y la saga del gran Superpato y su amigo el científico, que era un poco mi papá, y hasta un país llamado Lermingbirilandia, con su idioma “Lerming”, su himno, mapa geopolítico y bandera de millones de colores, en el que vivían los “Lermings”. Todo eso, escrito con grandes y claras letras, que mi papá nos enseñó tan fácilmente como un juego, como revelar secretos encriptados, y nosotros le mostrábamos nuestras creaciones, con las mismas ganas, dentro del mismo juego de revelar palabras mágicas. Un genio mi pa, porque nunca hubo tedio ni rechazo al aprendizaje, de hecho, no nos dimos cuenta de estar aprendiendo. Nos hizo amar el lenguaje para siempre.

Fotos: Archivo Familiar

Todas las noches, con la luz apagada, se inventaba un nuevo y larguísimo capítulo de la historia de El Caballo y el Conejo, un par de amigos que recorren el mundo buscando el campo de la eterna zanahoria. Cada noche empezaba el cuento con la jugosa repetición del primer capítulo, el origen, que nosotros sabíamos de memoria pero él lo actuaba cada vez diferente, con nuevas palabras para describir el sabor de la zanahoria crujiendo en las mandíbulas del caballo, y la agitación del conejo tartamudo, que llegaba corriendo de lejos, sin aliento, para salvar sus ahorros subterráneos del enorme caballo, que los encontraba por casualidad y los devoraba tan feliz como un perezoso, y la forma en la que se hicieron amigos y aliados para emprender el viaje en busca de ese paraíso verde y anaranjado en el que las zanahorias enormes y jugosas, creciendo bajo tierra, se perdían hasta el horizonte. Para el capítulo de cada noche, nosotros le dábamos un personaje cada uno, con los que mi papá inventaba las historias más bellas que he escuchado en mi vida. Recuerdo el del encuentro con el águila, que, a pesar del riesgo, cumple con su promesa de no comerse al conejo, sino llevarlo volando a ver… si en verdad existe ese famoso campo; o el de la niña que no habla, pero al comer cierta flor puede decir solo tres palabras importantísimas y hermosas. Terminábamos con una sensación de explosión mística en el cerebro, siempre diciendo, “tenemos que escribirlas pa… tenemos que escribirlas…” y dormíamos soñando con las páginas doradas de ese libro futuro. Aún, esas historias vuelan en sus cuerpos de voz por el universo sin tiempo, quizás le llegan a otro papá gallina que hace dormir a sus hijitos.

Somos actores, mi mamá y mi papá se conocieron en el teatro y el oficio lo traían ya en la sangre por sus madres, y sí, hemos hecho mucho teatro juntos y seguimos, pero es en la escritura donde mejor me encuentro con mi papá, es el territorio en el que el diálogo es perfecto, profundo, único, nos corregimos palabra por palabra, nos ayudamos, nos hacemos espejo, nos leemos en verdad. Aunque ninguno de los dos ha publicado un libro de literatura, la escritura está y estuvo siempre viva y creciendo en nuestras charlas, haciéndonos sentir que un día… cuando todos los cuentos sean corregidos y terminados, los mostraremos al mundo y podremos disfrutar del campo de la eterna zanahoria…

FOTOS: ARCHIVO FAMILIAR

Quizás ese día no llegue, quizás estamos mejor así, escribiendo para leernos en familia solamente, quizás el día de la publicación no sea tan anaranjado ni tan crujiente como en sueños. En realidad no importa, mi papá nos ha enseñado a no trabajar por productos, ni esperar gloria alguna cuando logramos dar algo al mundo, ni sufrir cuando la gloria no llega, ni creérsela mucho cuando llega, sino simplemente amar los caminos paso por paso, andarlos riendo, conversando con amigos, alimentando nuestra consciencia con las experiencias y escribiendo para nosotros mismos la saga secreta de nuestras vidas, en la que lo único que verdaderamente importa, es andar con la lucecita de la felicidad prendida en la cabeza.

Me ha tocado tener el papá más maravilloso del mundo, y confieso que yo sí quiero ganar el premio Nobel de Literatura… solo para subirme a la cima del mundo a decirle: “Gracias Phjaph”.

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TEXTO: MARIANA BREDOW VARGAS

FOTOS: ARCHIVO FAMILIAR

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