Una biblioteca quijotesca, acaso una ínsula
Imagen: RICARDO BAJO H
JOYAS. La máquina postal, en medio de la Biblioteca Bedregal Iturri.
Imagen: RICARDO BAJO H
La Biblioteca Bedregal Iturri es una de las bibliotecas particulares más asombrosas de La Paz. Alberga 3.700 libros y reliquias; algunas, verdaderas joyas de un pasado presente.
Una biblioteca es una isla, una isla abarrotada de tesoros. Una ínsula es un lugar paradisíaco de evasión, de fuga, de exilio y desilusión, de mares perdidos. El escudero Sancho y su panza lo saben a templanza. El ahora gobernador vitalicio de la ínsula llegóse a La Paz, barranco inmenso, a principios del siglo pasado, en el Año del Señor de 1924. Hizóse como personaje de ficción en un novelín de don Juan Francisco Bedregal Lecaros; titulóse el relato, Aventuras de Don Quijote en la ciudad de La Paz. Acusadme si queréis de fantasear este nuevo cuento, una centuria después, pero bien sabido es que Don Quijote y Sancho son tan reales como Napoleón, Bolívar y su hijo, Chávez. No os acongojéis si pensaran lo contrario.
En el Diccionario de lugares imaginados de Alberto Manguel apareciera esta biblioteca/isla y su naturaleza quijotesca. “Es la única isla rodeada de tierra”. Está sobre la calle Goitia, en cuesta como los dioses mandan en esta urbe de cerros asfixiantes y ríos invisibles.
La Biblioteca Bedregal Iturri es resguardada por este Sancho del siglo XXI que tanto se pareciese al mismísimo arquitecto Francisco (“Pancho”) Bedregal Villanueva. A su lado, retornando de mil aventuras, el Flaco de la Triste Figura, un escritor que se pareciera el mismísimo escritor chapaco Ramiro Antelo León.
Las habitaciones de esta isla trepan hasta los tejados con libros catalogados. Todos los jueves de Dios, reunióse una pléyade de voluntarios y voluntarias para poner ley y orden; son archivistas, bibliotecólogos, filósofos, médicos y arquitectos; parecieran un ejército de hormiguitas incansables al desasosiego, impertérritos al desaliento. Ya fueron titulados 3.700 volúmenes. Y van por más. Un día de estos incluso la puerta de fierro con letras en molde se verá abierta para que el soberano disfrute estas delicias de papel.

Cuando la tarde cae sobre la dichosa calle, poco alumbrada como un siglo atrás, Sancho/”Pancho” toma entre sus manos un ilustrativo cuaderno/libro de 1840, Figuras de geometría para el uso de Gregorio de José y Afos. Entre líneas se habla de tiralíneas, de puntos interseccionales, de hexágonos/pentágonos, de figuras de trigonometría, de volúmenes y prismas, de planos y cosenos. Sobre la mesa yace un viejo taquímetro de la abuela Dominga. Con estos tesoros en alrededores, percatóse uno que las tristezas no se “faceron” para las bestias, sino para los hombres; y —advertencia mediante— solo si los hombres sintiesen demasiado aquellas tristezas se volverían bestias. Eso aprende vuestra merced con aquel libro dichoso que diera nacimiento a la novela moderna.
En la otra esquina del aposento divaga y recuerda el ingenioso hildalgo su paso por la urbe otrora llamada Chuquiago Marka, la heroica. Recordáse que arribara a la ciudad más cerca del cielo para acuchillar malandrines, bellacos y follones, para sembrar semilla libertaria pues “por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
El Caballero Andante, embriagado pero no olvidadizo, acordóse de su estancia fugaz en el Tambo del “Quirquincho”; de su paso rebelde por un lupanar de Chijini donde no pudiera salvar de los pecados a las “fermosas” doncellas condenadas al cautiverio y el placer sumiso. Quien sabe si atrapado en el tiempo en esta biblioteca no está agazapado hoy el mismísimo Quijote —esperando como esperaba Godot— a su dulcísima Dulcinea de Supu Kachi.
¿Y si el ejército de hormigas encontráse una de estas jornadas una misiva que comenzáse así: “Soberana y alta señora, si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, al podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Oh, bella ingrata, amada enemiga mía”. Amada enemiga mía, amada enemiga mía, “si gustares de socorrerme, tuyo soy. Y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte”. Y no tengáis envidia de esta pasión quijotesca por el amor cautivo pues es sabido que “donde reina la envidia no puede vivir la virtud”.
Caballero al fin y al cabo, llegóse el de la Mancha hasta el altiplano sin fin (“nunca huye el que se retira”) para romper su lanza y rendir a los que os rindieron, honorables habitantes originarios de estos pagos bendecidos por madre luna y padre sol. Y ya no importa nada, si antes como hoy, los enemigos se disfrazan con vestimentas de magos, gigantes o ministros diabólicos con oscuras esposas. Serán solo molinos de viento que pronto desaparecerán de la historia, condenados al olvido como las piedras del molino. Y entonces citáse el libro, una y mil veces: “sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. No todo son dineros y patrañas. Diminuto tiene el magín quien pensara lo contrario.
Con el taquímetro de doña Dominga Rocabado (que se uniera en sacro matrimonio con el mismísimo arquitecto Emilio Villanueva Peñaranda) salen Sancho y Quijote a trazar la ciudad imaginada, a fundar plazas y calles desde el “lugar de arriba” que eso había querido significar en la lengua de los vascos el vocablo “goitia”. Dejan atrás en la biblioteca/ínsula los viejos retratos de las dos hijas: Julieta y Laura Villanueva. La primera, a la postre madre del “Pancho”; la segunda, más conocida en el mundo como “Hilda Mundy”.
A su regreso bucean de nuevo en el archivo personal de las familias Bedregal/Iturri/Villanueva donde brotásen verdaderas joyas como los documentos personales de Armando Chirveches. En la esquina del otro aposento, medio centenar de libros sobre Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar cautivan las fantasías del eterno viajero. Se sienten hermanos de lucha, don Simón y don Quijote; los siglos y las leguas de distancia desaparecen porque así lo quieren ambos y soñamos todos.
Un voluminoso libro, nacido a la luz en Santiago de León de Caracas, concita las miradas. Es “Espejo de Justicia: esbozo psiquiátrico social de don Simón Rodríguez”, publicado en el Año del Señor de 1954. Es el maestro, el hombre, el enfermo, el pensador. Dentro del libro, hallóse una tarjeta personal del mismísimo autor, don Arturo Guevara.
En el capítulo tercero, el caro lector se topa con grabados de Emilio Pérez Alcalá que retratan la Plaza Mayor de La Paz y la Catedral de Chuquisaca. Es la misma plaza paceña que nunca llegóse a pisar don Miguel Cervantes y Saavedra tras la negativa del monarca Felipe II en 1590 para que aquél fuera elegido como corregidor de Nuestra Señora de La Paz. Nunca os lo perdonaremos, maldito rey. No quiero volver a ser uno más de sus vasallos, —siempre arrodillado—, no quiero volver a ser un siervo de los del rey. Soy más Sancho que Quijote, como sabréis.
La biblioteca privada más particular de estos pagos también alberga 500 libros sobre filosofía y varios centenares sobre historia en general e historia boliviana en particular. Una de las perlas escondidas rezáse así: La máscara de estuco: divagaciones perogrullescas sobre sociología boliviana, política, derecho público y otras menudencias de actualidad permanente (1924), escrito por el padre cuyo hijo predilecto resguardáse esta isla soñada por donde pasara incluso el mismísimo Mariano Fuentes Lira, maestro gran de la pintura del Cusco, también poeta.
En la mesa que fuera del primer rector electo de la UMSA en la década de los 30 del siglo pasado, hay todavía un tintero del siglo XIX. Y junto a él, un libro de teatro fechado en el Año del Señor de 1750. El autor es el ilustre caballero conocido como Agustín de Mondiano y Luyando, director perpetuo por Su Majestad de la Real Academia de Historia y Secretario de la Cámara de Gracia del Estado Avasallador de Castilla.
Son tragedias españolas que vieron la luz en la Imprenta del Mercurio de don Joseph de Orga, sita en la calle de las Infantas, de la villa de los Madriles. Su valor en monedas de este siglo se elevan, dicen los que saben, a los tres mil pesos bolivianos o su valor en monedas de plata acuñada en la Villa Imperial de Potosí. La lujosa encuadernación trae pergamino de época con tejuelo en los lomos. Sus delicados grabados calcográficos fueron realizados por don Juan de la Peña, nacido en 1729. Por eso juzgo y discierno, por cosa cierta y notoria que debe ser el primer intento de carácter científico de realzar de forma sistemática el aporte de la cultura castellana a la creación trágica. Y eso no es poca cosa, maese.
“Tiene el amor su gloria a las puertas del infierno”, piensa para sí mismo, Sancho/Pancho en su biblioteca/ínsula. No es una Barataria cualquiera, apenas llega a ser secreto. Lo hace vislumbrándose con unas bellas esculturas indigenistas de Marina Núñez del Prado y de Yolanda Bedregal, cuadros autografiados del pintor lituano Juan Rimsa y una máquina de escribir marca The Postal, fabricada en Norwalk, Connecticut, en el Año del Señor de 1902. Llovióse harto desde entonces. Está fabricada en hierro fundido y esmaltada en color negro.
Es una máquina diferente, no tiene barras de tipos y en su lugar apareciése una ingeniosa rueda que dispone de todos los caracteres. Parece un engendro del demonio o un invento mágico del último dios sobre la faz de esta tierra. Dispone de un teclado formado por tres hileras de teclas y una única tecla “shift”. Se me hace curioso el sistema de cinta por detrás del carro. ¿Pudiera alguien escribir en este artilugio/artefacto otro libro infinito, otra joya que se pensara a sí misma y no terminara de hacerse nunca?
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Nadie tiene la respuesta, nadie llama ya al teléfono negro pegado a la pared añeja. Todos los que llamaron alguna vez al 29673 están muertos. Entonces calo el chapeo como andariego común, requiero la espada, miro al soslayo, fuese la puerta de la biblioteca cerrada y no encuentro nada. ¿Y si esta Biblioteca de la Goitia al final de unas escaleras existe tan solo en mi imaginación calenturienta? No me quedáse entonces otra que soñar el sueño imposible de una isla rodeada de libros, luchar contra los enemigos imposibles y alcanzar la estrella inalcanzable, como nos enseñó el caballero y su fiel escudero aquel día que caminaron las calles de (la) paz profunda, el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida y en la otra.
(“Cambiar el mundo, amigo Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia”).