Un vecino gruñón
Imagen: INTERNET
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Tom Hanks interpreta a un viudo que no tiene ganas de vivir, en la cinta dirigida por Marc Forster
La soledad y el sentimiento de haber quedado ayuno de razón alguna para seguir viviendo, que suelen apoderarse con frecuencia de quienes acaban de perder a su compañera de vida, le toca experimentar en la ocasión a Otto, avinagrado cascarrabias e intratable adulto mayor de alrededor de sesenta y pico años, protagonista de esta, insípida, copia de la producción sueca dirigida en 2015 por Hannes Holm con el título de Un hombre llamado Ove, adaptación a su vez de la novela de Fredrik Backman (2012). Aquel traslado original a la pantalla, ninguna maravilla por cierto, fue candidata finalista al Óscar a la mejor película de habla no inglesa y convirtió al texto de Backman en un inesperado best seller. Era pues previsible que tarde o temprano Hollywood le echara el ojo.
Otto Anderson, conocido en el barrio como “el vecino amargo que vino del infierno”, quedó viudo seis meses atrás, al fallecer, víctima de un cáncer, su esposa Sonya. Para peor, por la misma época del óbito, la empresa donde desarrollaba su trabajo como ingeniero resolvió jubilarlo. Mudado a un típico suburbio de Pittsburgh donde todas las casas, pegadas unas a otras, son idénticas, alterna sus días planificando con toda meticulosidad quitarse la vida, apelando a todos los métodos imaginables, desde el gas hasta la escopeta, lo cual, cree, es lo único que pondrá fin a esa monótona existencia, con los intentos de ordenar de oficio la convivencia del barrio consiguiendo a gritos y gruñidos que sus vecinos respeten los lugares de parqueo o los depósitos donde debe depositarse la basura, eso cuando, a tiempo de argüir que el cliente siempre tiene la razón, no está vociferando contra el dueño de la ferretería que pretende cobrarle 33 centavos más por la cuerda que acaba de adquirir para ahorcarse.

Justo en el momento en el que se encuentra a punto de llevar a cabo tal propósito irrumpe en la vecindad una nueva pareja de “latinos” con sus dos hijas. Marisol, la madre con un avanzado embarazo a cuestas, empeñada, al parecer, sin ningún motivo, en conseguir activar una corriente de simpatía con ese inaguantable rezongón, perseverará en su intento hasta conseguir transformar su actitud existencial. De pronto, Otto deja algunos resquicios en su malhumorada agresividad. Repentinamente, aquejado de un raro mal cardiaco, sin percatarse, salva a un extraño de morir, entretanto, alrededor todo el mundo permanece indiferente, pegado a las pantallas de sus móviles, manido guiño cuestionador.
Y la mutación llega a tal extremo que a cierta altura del relato lo veremos empatizando solidariamente con un joven vecino transgénero echado de su casa por sus padres; leyendo cuentos a las niñas de Marisol; enseñando a esta última a conducir su vehículo o, en el colmo de la metamorfosis, haciéndose cargo de la crianza de un gato sin dueño que deambula por el lugar y al que antes solo le apetecía espantar. Adicionalmente, el guion —plagado de tropiezos sorteados a pura arbitrariedad y abrazado a todos los lugares comunes posibles—, se ocupa pronto de poner en claro que Otto dista de ser el malo infaltable en cualquier película de esta índole, papel reservado a una especuladora empresa inmobiliaria dispuesta a reubicar a todos los pobladores en el hospicio, el geriátrico, o donde sea, con tal de iniciar cuanto antes la demolición de las casas para levantar un moderno condominio y beneficiarse de las apetecibles rentas consiguientes.
De alguna manera, tales inflexiones parecerían querer remar a contracorriente de una época en la cual el cinismo, el pesimismo y la falta de horizontes se apropian de las actitudes de los colectivos. Solo que las maniobras narrativas y dramáticas ensayadas con tal fin son, sin excepciones, inconvincentes.
Marc Forster, director y guionista suizo, lleva en el oficio 27 años durante los cuales inscribió en su filmografía 16 largometrajes, tentando suerte en todos los géneros posibles, inclusive en Quantum (2007) una de las innumerables vueltas de tuerca en la saga James Bond, sin haber develado estilo propio alguno, así como tampoco ningún empeño visible en alcanzarlo y pese a haber conseguido cinco nominaciones a los premios Globo de Oro y siete al Óscar por Descubriendo el país de nunca jamás (Finding Neverland/2004) no pasó de ser uno de los tantos artesanos del montón, resignados a faenar aquello que le caiga entre manos. Era pues predecible que su acercamiento a esta historia, más propicia para un drama que para una comedia, distaría mucho de comportar alguna sorpresa.
Y, en efecto, su tratamiento de la historia de Otto es una suma de trivialidades, cuyo mayor enigma pasa por averiguar cómo es que Tom Hanks aceptó personificar a un individuo que contrasta definitivamente con los que el aclamado actor compuso con mayor afinidad a lo largo de su carrera. Pudiera ser, así filtraron algunas noticias, que, luego de meterse en la piel del turbio excoronel Tom Parker, manipulador entre sombras de Presley en Elvis (Bazz Luhrman/2022), otro papel en la misma medida discordante con las usuales encarnaciones de Hanks, el cual al aceptar ser Otto supuso estar equilibrando así la figura de villano de una sola pieza que le tocó asumir en la completamente fallida película de Luhrman. Fácticamente, los pocos instantes en los que el protagonista de Forrest Gump (Robert Zemeckis/1994) consigue empatar con la fuerza de aquella personificación son aquellos cuando, evitando los fingidos mohines recurridos para enfatizar los diálogos y la depresión que dice sentir, la cámara se detiene en su mirada y en sus gestos faciales, dejando aflorar algo escondido bajo esa máscara de pesadumbre, desdén y antipatía hacia todo cuanto lo circunda.

Para peor en Un vecino gruñón la faena de Hanks queda en gran medida opacada por la de la actriz mexicana Mariana Treviño como una Marisol llena de matices e inflexiones, una mujer vital y luchadora, que contrastan con la linealidad de Otto, previsible desde el primer minuto en un relato que tampoco termina de levantar vuelo, limitándose a seguir las fórmulas de infinidad de producciones con temática cercana a la de esta desorejada inmersión en las tribulaciones de un anciano asomado al borde de la abismática sensación de estar sobrando en este mundo.
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Los sobreabundantes flashbacks, nada sutiles, a los que apela Forster para indagar en el pasado de Otto, con el propósito de mostrar que no siempre fue el tipo insoportable que es en el presente, nos ponen en presencia de un joven —interpretado por el hijo de Hanks— ya con dificultades para socializar, pero aún simpático, interesado en la ingeniería. Solo que esas vueltas al pasado están puestas en pantalla con un estilo visual más propio de algún spot de la línea de cosméticos Carolina Herrera, hasta llevarnos al lindero con el empalago. Y tal frontera resulta, definitivamente, sobrepasada con los en exceso azucarados flashbacks acerca de la relación entre el protagonista y su difunta esposa, la literata Sonya, quien no dista de ser un esbozo monocromo e inconvincente debido a la falta absoluta de peso y espesor dramático.
Así, las procuras de Forster pretendiendo agilizar un relato, al igual que tantísimos otros en tiempos recientes con metraje por demás sobrante, lo único que consiguen es aguar una historia merecedora de otro manejo. Por cierto, los repetitivos guiños, fingidamente impregnados de humor negro, que el relato desparrama a menudo, en buena medida centrados en los abortados intentos de suicidio, tampoco aportan a darle mayor vuelo a este remake bastante más manipulador que la versión sueca. Puesto a pensar en algún parentesco de la trama abordada, maltratada, en Un vecino gruñón, me vinieron a la memoria Gran Torino (Clint Eastwood/2008) y Cuento de Navidad escrito en 1843 por Charles Dickens. Mala idea. La comparación, sabiendo que siempre es cuestionable, no hace más que exacerbar la impresión de estar en presencia de un guion simplista, pedestre, tratado en modo por demás rutinario y baladí, con una indisimulable, falta de ritmo por una realización ejecutada ateniéndose a las sobadas recetas manipuladas hasta el hartazgo en tantas películas atenidas al afán de convencernos que en el fondo somos todos nobles y buenos. Solo es cuestión de afanarse un tanto en el intento de redención o, mientras derramamos algunas lágrimas, esperar de que el destino resuelva enderezar milagrosamente las cosas.

Texto: Pedro Susz K.
Fotos: INTERNET