Así es Maritza Wilde
Actriz, dramaturga y directora de más de 50 obras teatrales, Maritza —generosa, comprometida y firme— es la gran dama del teatro boliviano
Te cuento otra anécdota? ¿Te interesa?”. Maritza es como Sherezade, (sobre)vive gracias a los relatos que cuenta, a las historias que arma. Y los espectadores somos ese rey de Persia que se queda con la curiosidad una y mil noches, que quiere una obra de teatro más, un festival más, otra dramaturgia. Sí, quiero que me cuentes otra anécdota, Maritza.
Con seis años, Maritza Wilde vuelve a la ciudad de Tacna donde nació. Estudia en el Colegio Santa Ana y, como es alumna nueva, no se sabe todas las oraciones. El primer día no reza, el segundo hace fonomímica. El tercer día va directamente al despacho imponente de la Madre Superiora y le dice: “No me sé la oración”. La monja le regala un bombón y contesta: “No te preocupes, ya vas a aprender”. Y aprendió. Maritza recuerda hoy, toda una vida después, que ella resolvió solita su problema, que no fue a contarle a nadie, ni a su madre, ni a su querida abuela.
Cuando a Maritza Wilde le preguntan dónde nació, responde que “es una ciudadana del mundo”, que tiene “una mezcla muy grande de orígenes”. Y es verdad. El padre, nacido en Lima, es Sergio Muyo Osorio, hijo de alemán; con madre chilena, María Luisa Osorio. La madre es orureña, doña Blanca Urrutia. El abuelo materno es Juan Carlos Urrutia Arestegui (vasco, de Bilbao) y la querida abuela es Alicia Parker, inglesa de Oruro.
Maritza es hija única y cuando se casa adopta el apellido anglosajón del marido, Agustín Wilde. No tendrá hijos; “soy muy feliz de no ser mamá, cuando me caso con ese señor, él ya tenía dos hijitos; nunca he sentido ese instinto maternal que dicen, para comenzar no es instinto, es una construcción cultural; lo inventaron los hombres desde la época en que ellos salían a cazar y nosotras nos quedábamos en la cueva dando a luz y criando”.
La casa natal en Tacna es del abuelo vasco. Es una casona con viñedos y miles de libros, antigua residencia del gobernador chileno cuando la ciudad perteneció a Chile entre 1884 y 1929. La wawa Maritza juega con los libros, los alinea, escala hasta las estanterías más elevadas. La literatura es un juego, siempre lo fue. No sabe todavía que los libros serán la gran pasión de su vida. Sus primeros años se dividen entre Lima y Tacna. Su mejor influencia es la abuela Alicia, “una maravilla de mujer”.
Es una niña mimada pero no malcriada. Lee y escucha de voces maternales cuentos infantiles y tradiciones peruanas de Ricardo Palma. “Mi madre me besuqueaba y me estrujaba, pero a mí me gustaban más las palabras y los relatos de la abuela”. Nota mental uno: el libro que lee estos días Maritza tiene que ver con eso; se llama La palabra amenazada de la poeta y ensayista argentina Ivonne Bordelois (vigente aún con sus 88 años); es un breve ensayo que propone trazar una estrategia para el rescate de la palabra. Maritza es una abanderada de la palabra. Así es Maritza.
En Lima estudia en el Colegio Antonio Raimondi. Con 12 años la familia se instala en La Paz y Maritza entra al Santa Ana, las mismas monjas de Tacna. “Nunca me gustó el colegio, las cosas que enseñaban me parecían tontas, sosas; la botánica no me interesaba y las matemáticas se me daban mal; sabía más por los libros que había leído”.
Entre aquellos libros del abuelo hay muchos de medicina (en lo más alto) y Maritza quiere ser doctora, pero no cualquiera doctora sino neurocirujana (“por las láminas que había visto en aquellos libros”). En un viaje con la familia a Buenos Aires, una escuela de ballet clásico llama su atención. Tiene apenas 12 años y decide (otra vez solita) que quiere ser bailarina. No cualquier bailarina, sino la mejor “prima ballerina” del mundo. Es su primera vocación/pasión.
Años después aparece una beca para estudiar en la Opera de París. “¿Bailarina? ¿En Francia? Ni hablar. No, no y no; fue un no rotundo”. La negativa de la familia causa una terrible desazón en aquella adolescente que lloraba y lloraba, comía y comía. Maritza engorda 20 kilos. Con 18 años se cruza el teatro, como un salvavidas. Unos talleres impartidos por Sergio Medinaceli llaman su atención. Maritza piensa que ahí va a poder actuar, cantar, bailar, vivir.
Entra al Taller de la Alianza Francesa; estamos a principios de los años 70. El TAF aglutina a la incipiente escena tras el cierre por la dictadura de Hugo Banzer del mítico Teatro Experimental Universitario (TEU). Es una linda/fructífera época de oro del teatro paceño con acento de mujer. Junto a Maritza están otras actrices como Kori Bolivia Carrasco, Tota Arce Paravicini, Mabel Rivera, Malena Orías, Rose Marie Canedo…
Maritza debuta con Los reyes de Julio Cortázar. Lugar: una sala de la Alianza Francesa en la calle Indaburo. Hace de Ariana, la que guiará a Teseo fuera del laberinto; es el juego del poder, es el juego de la palabra; otra vez la palabra. Es una lección sobre los monstruos: “mira, solo hay un medio para matar a los monstruos: aceptarlos” (Cortázar). En aquellos turbulentos años, conoce a Agustín Wilde, de profesión auditor. “De carácter positivo, congeniamos rápido, nos habíamos conocido en Lima y alguien nos presentó de nuevo en La Paz, en poco tiempo cumpliremos 50 años juntos; él es Leo y yo, Virgo con Leo; no creo al cien por cien en esas cosas, pero Leo es firme, hace lo que quiere hacer pero no pelea; Virgo es más analítica”.
A mediados de los 70, la pareja se va a vivir a Madrid por un masterado de Agustín. Antes compran el departamento de la avenida 6 de Agosto, en Sopocachi, donde todavía viven hoy. Nota mental dos: por motivos de salud, en un futuro cercano se irán a vivir a Cochabamba.
Maritza aprovecha para estudiar primero en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESART) y después en el Teatro Experimental Independiente (TEI), ambos en Madrid. “En el TEI aprendí mucho con el maestro William Layton, venía de la Academia de Nueva York, del famoso Actor Studio, nos transmitió el método orgánico; fue un profesor maravilloso, algo sordo por haber luchado en la II Guerra Mundial; también creó en la capital el local del Pequeño Teatro”.
Por el “Laboratorio de Teatro William Layton” pasa la “crema y la nata” de la escena española: Julieta Serrano, Ana Duato, Ana Belén, Miguel Bardem, Juan Luis Galiardo… Maritza se familiariza con dos apellidos claves de la formación teatral: Stanislavski y Grotowski (y su “teatro pobre”). Ve mucho teatro, toma talleres también en Francia y aprende. Son los años donde arrasa la obra maestra del polaco Tadeusz Kantor, La clase muerta (1976); donde triunfan las piezas de Peter Brook, el revolucionario de los escenarios, “l’enfant terrible” del teatro. Maritza es una esponja. Así es.
Su momento cumbre, después de varios papeles secundarios en el TEI, llega con La Orestiada de Esquilo, una de las tragedias más transcendentes de la historia del teatro. La suben a escena durante el Festival de Mérida (Extremadura) en su famoso Teatro Romano. “Hice de Electra y con nosotros había un actor mexicano que tenía pinta de Pancho Villa y yo me preguntaba qué rato iba a sacar las pistolas”. No lo he dicho todavía, pero Maritza hace gala siempre de un humor particular, como ella. Su sonrisa es pícara. Te mata callando.
La pareja vive los años de la muerte en cama del dictador Francisco Franco, de la transición española y del destape. “Sara Montiel mostraba los senos en la televisión, una estupidez; el destape fue desagradable, salíamos del teatro y nos preguntábamos todos: ¿ya murió Franco?”. A finales del 78, el año de la aprobación de la Constitución Española, Maritza y Agustín vuelven a Bolivia por la enfermedad de uno de los hijos de su compañero. “Dejé una carrera de actriz que comenzaba a formarse, la compañía de Nuria Espert me había llamado para un buen papel pero no me quise quedar sin Agustín, no me arrepiento, prioricé mi vida personal a la profesional”.
En La Paz da clases de interpretación en el Instituto Boliviano de Cultura de la calle Ingavi. Se junta con una generación dorada (y olvidada) de nuestro teatro: Pilar Campuzano (escenógrafa), Andrés Canedo, Luis Bredow, Ninón Dávalos… Deja de actuar para dedicarse a la docencia de manera profesional.
Los 80 en La Paz se apellidan Amalilef; en Santa Cruz estaba Casateatro de René Hohenstein. Amalilef, fundado en 1984, es el acrónimo con los nombres de las tres fundadoras. Son Maritza Wilde (que después en 1988 dirigirá otro elenco, Le Rideau), Malena Orías (terminará haciendo teatro de papel en Dinamarca) y Francy Bazurco (exiliada en México en los 70 y actualmente viviendo en Cuba). Luego se unen dos hombres: Índalo Luque y el músico Armando Iglesias.
La primera obra que monta es El juego de la venezolana Mariela Romero; es un espacio de encuentro de dos mujeres. Luego llegan un sinfín de obras teatrales, tanto europeas como latinoamericanas y bolivianas, en las que actúa y/o dirige, entre otras: El príncipe de Spandau, de Helder Costa (con David Mondacca haciendo del nazi Rudolf Hess); De brujas y alcoviteiras (Maritza es Lilith/Celestina); El cofre de Selenio (con Mondacca, Jorge Ortiz y Raúl “Pitín” Gómez); Seis oficios a saber (junto a Ninón Dávalos con dirección del argentino Omar Viale); El escudo y la piedra (inspirada en poemas de Marcelo Arduz, estrenada en la Expo 92 de Sevilla); Las Juanas (una historia de tres mujeres solas); y numerosos unipersonales como De oro y barro (con puesta en escena de César Brie). Llegará incluso a dirigir al exministro de Educación Tito Hoz de Vila en la obra La pulga en la oreja.
Pero de la que más y mejor se acuerda es de La casa de Bernarda Alba (1986, diez días de octubre seguidos en el Teatro Municipal). Norma Merlo fue Bernarda, la “inquisidora”; Tota Arze era Poncia; Gloria Mir, la madre Josefa; Elizabeth Tejada, Martirio; Morayma “Morita” Ibáñez fue Angustias, la hija mayor; Lidya Ibáñez como Adela; Deisy Revollo, Amelia; Malena Orías fue Magdalena, la segunda; y Denís Avilés era la criada. La escenografía fue de José Bozo. ¡Cuánto daría por viajar en el tiempo y sentarme en la platea del Municipal para admirar semejante pléyade! ¡ese duelo actoral entre Norma y Tota, por Dios!
Para entonces Maritza ha comenzado su carrera como dramaturga (tiene dos libros publicados en Estados Unidos y Colombia con sus obras). Pasa de vivir muchas vidas a escribir. Lo hace con Adjetivos, basada en el matrimonio de los Ceausescu rumanos, ejecutados en 1989 (otra vez con la pareja Maritza Wilde/David Mondacca y dirección de Guido Arze Mantilla); Las invisibles (monólogos de personajes femeninos históricos como la mujer de Alejandro, Colón, Marx y Freud; hace poco añadió la de Napoleón y Bolívar); Sócrates y Asdrúbal, El equilibrista y El otro Juan (muchos de ellos inéditos). El teatro la lleva a conocer (más) mundo: actúa en España, Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Chile, entre otros países.
Los 90 son sinónimos de festival. La culpa es de Cádiz, la “Tacita de Plata”. Maritza es invitada por el Festival de Teatro de esta ciudad andaluza. Luis Molina, el director del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral, Celcit, lanza en la despedida una “provocación”:
—¿Por qué no haces un festival de teatro en tu Bolivia?
(Por aquel entonces solo teníamos dos festivales: el de cultura en Sucre y el “Peter Travesí” de teatro boliviano en Cochabamba).
—No voy a hacer un festival de teatro, mucho problema, nada que ver.
La primera respuesta de Maritza fue no. Ni hablar. No, no y no; fue un no rotundo. Como aquel de su madre cuando quiso ser bailarina. Después el bichito comenzó a trabajar lentamente, como hormiga. La segunda respuesta, solo para ella, fue: sí se puede. La tercera fue pensar: ¿dónde? “Por aquel entonces, hablo de 1997, Santa Cruz vivía un momento de progreso económico, tenía un buen aeropuerto y pensé que también iban a querer tener cultura. Además no existía el problema de la altura que a veces impide la llegada de algunos elencos”.
Maritza se pone manos a la obra. Llama por teléfono a un viejo conocido, Homero Carvalho, asesor de la Prefectura cruceña. El escritor beniano hará los contactos y alojará a Maritza. En una mañana y dos horas, logra 70.000 dólares (30.000 del prefecto “al que ni la cara vi”, 25.000 dólares de la Alcaldía gracias a Édgar Lora, oficial mayor de Cultura y 15.000 de la Casa de la Cultura). “Hasta hoy me parece increíble lo que logré; agradezco a mucha gente en Santa Cruz, estaba acostumbrada en La Paz al “mañana, pasado, nunca”; la ingratitud es uno de nuestros peores defectos, hay que ser agradecida y yo lo soy. No me quiero olvidar de Juan Pita, de la cooperación española, la AECID, que nos colaboró con su salón y una oficina donde trabajé durante tres meses”. El primer gran festival internacional de teatro estaba en marcha. Tendría 21 elencos de ocho países, 11 mil espectadores. Será recordado por Maritza por la muerte de su madre.
El día de la inauguración, 10 de abril de 1997, muere en La Paz doña Blanca. Infarto cardiaco. Maritza duda, quiere abandonar, tomar un avión. No lo hace. Agustín le dice: “Quédate, inauguras y te vienes mañana”. Maritza contiene el llanto. Viste un traje hermoso, verde lechuga. Todavía hoy, odia ese color. Algunos del Festival se enteran de la mala noticia: “Unos me felicitaban, otros me daban el pésame; yo solo acertaba a decir: Disfruten del festival y hagan disfrutar”.
En la noche, el elenco brasileño Desiderium de Belo Horizonte abre el telón con un espectáculo de danza en el Parque Urbano. Maritza viste un impoluto y bello vestido blanco. “El luto no se lleva en la ropa”. Al día siguiente vuela a La Paz, entierra a su madre y vuelve en la noche a Santa Cruz. Así es Maritza Wilde, damas y caballeros.
La segunda edición del Festival en Santa Cruz no la va a hacer ella. Y acá doy la palabra a Homero Carvalho, pues a Maritza no le gusta echar barro a las personas: “Lamentablemente el extraordinario trabajo de Maritza no fue reconocido en esta ciudad y hubo gente ingrata, lo que hizo que se aleje del mismo y concentre sus esfuerzos en la realización de su sueño: hacer el festival en su ciudad”. Dicho y hecho. “Te has ido a Santa Cruz y acá no haces”, fue el disparadero, era la queja paceña.
La Paz se preparaba para ser capital iberoamericana de las culturas. A Maritza le cuesta más conseguir el financiamiento. Recuerda el apoyo de Pedro Susz, las reticencias de Manuel Monroy Chazarreta (su hermano era el alcalde), los auspicios de Entel y la Cervecería, la plata del multifacético Fernando “Chacho” Arraya Arauz… “La Oficialía Mayor de Cultura nos rebajó de los 30.000 dólares que nos prometió el alcalde ‘Chaza’, que se portó bien, a los 20.000 y luego 13.000 porque había que dar 7 mil a las Alasitas. Papirri, el folklórico, me dijo: “¿Tienen la plata en el banco ya? Tenemos que suspender”.
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La primera edición del Fitaz (Festival Internacional de Teatro de La Paz) no se suspendió. Se hizo contra viento y marea. Los kusillos nos dieron la bienvenida. “Recuerdo que la gente me paraba por la calle y me felicitaba; recuerdo los titulares en los periódicos: el Fitaz deslumbra a La Paz”. Maritza se sentirá sola, luchando sola, buscando quién le ayude, cargando sobre su espalda las equivocaciones, las cosas que salen mal, los elencos que defraudan, la falta de público, el ninguneo, los indignos. Maritza se sentirá cansada. Sentirá placer al decidir, al ver los frutos. Los grupos exigirán mejores condiciones y mejores pagos. Maritza les recordará con amabilidad y firmeza que también ella (y el público y el festival) necesitarán mejores obras.
Maritza está al frente del festival durante 11 ediciones, de 1999 a 2020, hasta que la pandemia logró detener el mundo. Entregará el relevo a Bernardo Flores Arancibia y su joven/entusiasta equipo; “el Fitaz está en buenas manos”. Solo le pide una cosa a Bernardo: “que mantenga el carácter independiente y autónomo del festival, que no dependa de nadie, quien te pone plata se cree dueño”.
En esos 20 años, Maritza seguirá escribiendo teatro y estrenando obras. El público, nosotros, la inmensa minoría que todavía vamos al teatro, estamos en deuda con Maritza. El legado del Fitaz es para los elencos nacionales, para los hacedores de teatro, para aquellos espectadores que se convirtieron en actores y actrices, para los que apreciaron el intercambio cultural con grandes obras venidas de lejos, para los que aprovecharon las sinergias, para los que aplaudieron, lloraron y se emocionaron con nuestro teatro boliviano.
Si algo ha caracterizado el trabajo de 50 años sobre las tablas y fuera de ellas de Maritza es su tenacidad a prueba de balas, su compromiso a raja tabla, su generosidad sin límites. Ha regalado teatro, ha dirigido, ha actuado, ha creado y sostenido espacios para la dramaturgia y últimamente regala lo mejor que tiene: charlas sin fin con actores y actrices en su casa (antes de la pandemia). Y como tiene pensado dejar su querida La Paz, ahora también obsequia objetos que la han acompañado por medio mundo: su linda colección de sombreros la recogió como un tesoro su amiga y colega Marta Monzón. Así es Maritza Wilde.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Ricardo Bajo y Archivo Maritza Wilde