El Visitante
Imagen: EL VISITANTE
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La cinta del director cochabambino Martín Boulocq gira en torno a la reconexión entre un padre y una hija.
Martín Boulocq (Cochabamba/1980) es, sin lugar a dudas, una figura singular entre los realizadores bolivianos de la, digamos, tercera generación post 52. Ello debido, ante todo, a la sostenida perseverancia para hacerse de una filmografía personal que en la ocasión suma su cuarto largometraje en solitario, otro (Rojo, Amarillo y Verde/2009) fue realización compartida con Rodrigo Bellot y Sergio Bastiani, de igual manera parte de la misma camada, a una obra tozudamente empeñada, se dijo, en penetrar en el tiempo/contexto que le toca vivir, valiéndose de un estilo renuente a las fórmulas de puesta en imagen instituidas por la corriente dominante del cine comercial.
Lo más bonito y mis mejores años (2005), su prometedora ópera prima, apuntaba ya al desconcierto existencial de los jóvenes cochabambinos en particular, pero extensivo a sus coetáneos del resto del país, encarados a un nuboso horizonte plagado de huecos, develando la ausencia de alternativas atrayentes, distintas al poco prometedor dilema de optar entre resignarse a seguir deambulando o fugar hacia otro sitio por el solo hecho de hacerlo. Esto, narrado con un estilo minimalista —pocos diálogos, cámara mayormente en mano— adoptado de las realizaciones de autores como Wenders, Wong Kar Wai et ál, todos ellos adherentes en mayor o menor medida a las premisas del “Dogma”, corriente cuestionadora de las fórmulas del cine industrial surgida en la producción fílmica nórdica de principios del siglo en curso.
Tales rasgos se reiteraban en cuento Carretera (2011), extremando el tono experimental del tratamiento impreso a la historia de Toño, quien vuelve a tratar de reencontrar sus raíces en algún sitio del sur del país luego de haber debido escapar al exilio durante una de las dictaduras de los años 60 y 70. Empero, el añorado regreso muta, por variopintos motivos, en una gran decepción. Primera labor de trabajo conjunto de guionización entre Boulocq y el escritor Rodrigo Hasbún en cuyo cuento Carretera se basaron, una vez más, la imagen, acompañada de prolongados silencios y pausas, par de elementos básicos del ritmo en el lenguaje oral, tan escasos en este mundo sobrecargado de ruido, soportaban el relato evitando el didactismo y la demagogia de los discursos socorridos tan a menudo en obras de similar contenido. Y la prolija fotografía completaba un armado dramático distinto al del grueso de las películas de aquí y afuera, sin dejar de mostrar algunos excesos preciosistas que advertían respecto al peligroso ladeo del estilo de Boulocq hacia el ombliguismo.
Tal riesgo pareció ahondarse en Eugenia (2018), aventurada tercera incursión del director en el largo, aquella vez arriesgando a utilizar el blanco y negro para espesar su visión de las irresueltas aberraciones imperantes en el entorno social: el patriarcalismo en particular. Allí la protagonista, cuyo nombre daba el título a la película, resolvía a sus 30 años distanciarse de su marido para migrar al exterior en busca de su padre —exmilitante de la guerrilla— periplo que, en el fondo, era un trabajoso viaje en busca de sí misma. La estructura del relato gambeteaba, una vez más, las fórmulas al uso, semejando una relativamente deshilachada sucesión de escenas tomadas de la cotidianidad de Eugenia, sin recurrir a las fórmulas frecuentadas por el cine convencional para sustentar el crescendo dramático. No obstante esos logros, Eugenia acentuó la impresión del vuelco cada vez más notorio del director hacia la fatuidad, vale decir, hacia el vacío.
Menos mal, en El visitante, Boulocq recobra la sensatez, dejando de lado los artificios, las fiorituras gratuitas y la aparatosidad forzada para volver a un estilo que encuentra en la contención y los subtextos ayunos de subrayados sus mayores fortalezas.
Este cuarto largometraje en solitario de Boulocq, basado nuevamente en un guion coescrito por el director junto a Rodrigo Hasbun, aborda la historia de Humberto, quien acaba de abandonar la celda donde pasó los últimos años de su vida a causa de los desmanes cometidos debido a su irrefrenable alcoholismo, resolviendo regresar a Cochabamba, antes que nada, al reencuentro con su hija Aleida, criada durante todo ese tiempo por sus suegros, ya que su esposa resolvió quitarse la vida.
Entre los varios agradecibles gestos de insubordinación del director contra las recientes pautas formales impuestas por la industria del entretenimiento: a la inflación del metraje sin justificación dramática, me refiero puntualmente, resulta obvio que Boulocq prefiere atenerse a la idea clásica de que un film debe durar lo justo para poner en imagen aquello que desea narrar. Así, necesitó solo 82 minutos en Los viejos, y, en la oportunidad, le bastan 85 para exponer la frustrante retoma de contacto paterno-filial en un contexto social sofocado por el dogmatismo religioso y sus férreos mandamientos implantados para amoldar la libertad decisoria de los fieles.
Dos son los filones argumentales desarrollados en El visitante. La referida vuelta al entorno familiar, donde Humberto —aficionado a la ópera, pasión a la cual da rienda suelta interpretando arias en los velorios—, apodado El Lobo por los amigos de otrora, con los cuales compartirá largas jornadas de disputa de pelota a paleta en el frontón de la localidad a la cual regresó, innumerables de las cuales desembocan, tal cual es usual, en no menos prolongadas reuniones generosamente regadas de alcohol. Una suerte de vía de escape a la monotonía de la vida en el lugar, así como de compensación a los escollos con los cuales va tropezando el diálogo padre-hija, dado el desasosiego de esta última en pleno forcejeo con la adolescencia, agravado por el desconocimiento de las circunstancias que rodearon la muerte de la madre.
La otra veta es una durísima crítica al papel que en la actualidad desempeñan las sectas religiosas de origen anglosajón multiplicadas en Latinoamérica, ofertando dudosas panaceas a las desigualdades socio/económicas imperantes por medio de relatos que prometen una felicidad futura a cambio de aceptar con resignación y no ofrecer resistencia alguna a tales inequidades. Aspecto que el espectador podrá colegir por sí mismo, advirtiendo los sinuosos rituales puestos en escena por los suegros de Humberto, moradores de una lujosa mansión —agudo puntillazo a la hipocresía resultante de la colisión entre lo predicado y el modo de actuar en la vida privada— contrastante con las fragilidades del entorno del cual provienen los alelados participantes en dichas ceremonias, que ambos orquestan como pastores de una de aquellas sectas evangélicas.
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La súbita desaparición de Aleida, en definitiva la víctima de los desencuentros de los adultos, agravará la de hecho ríspida relación entre Humberto y los suegros, que ven con muy malos ojos cómo él va reclutando entre los fieles de la secta que conducen, vendedores empleados por aquel en una precaria iniciativa económica dedicada a la venta de tarjetas de recarga para celulares. Si bien en el fondo tal disgusto es apenas un pretexto para bloquear cualquier posibilidad de que el padre recobre la tuición de su hija. La relación acaba definitivamente fracturada cuando una jueza, luego del hallazgo de la muchacha pernoctando al borde de la tumba de su madre, al parecer tentada de reincidir en la fatal decisión tomada por esta, dispone prohibir que durante seis meses aquel mantenga cualquier contacto directo con la chica. Circunstancia que lo lleva, insinúa la escena final, a reemprender su camino hacia quién sabe cuál destino. El espectador sacará sus propias conclusiones.
El relato demora un tanto en levantar vuelo, como si el piloto no estuviese del todo seguro de hacia dónde enfilar y tal inseguridad se hace extensiva a todos los recursos del tramado narrativo. Pero una vez que lo consigue, pronto, es justo puntualizarlo, deja en evidencia absoluta la seguridad al respecto.
El tratamiento visual carga con el peso mayor en la progresiva tirantez que va cobrando la historia. La fotografía de Germán Nocella y el diseño de arte de Andrea Camponovo, pareja del director, adquieren por consecuencia una importancia fundamental, como en general aconteció con todas las películas que Boulocq tiene en su haber. Esta vez, afirmó en una entrevista, el manejo de la iluminación y el color estuvieron inspirados en las pinturas religiosas de tiempos pasados, caracterizadas por una intensa impregnación simbólica. El punto final al relato, con Humberto alejándose hacia el horizonte en un paisaje con varios molinos de viento, ilustra a cabalidad la señalada inspiración. Y si algo destaca sobre todo lo demás en El visitante, es justamente el peso simbólico de todos sus ingredientes, probando, de paso que para hacer una película de denso contenido político, donde los personajes por lo demás tienen vida propia, sin reducirse al papel de voceros de las inquietudes del realizador, no se requiere en absoluto valerse de homilías laicas, ni de monsergas doctrinales.
Así, los diálogos tampoco cumplen el papel de relleno dramático, ni de procedimiento para enfatizar la tensión dramática. De hecho escasean, mientras son los gestos de los intérpretes, su mutismo y la densificación de la atmósfera los ingredientes sustanciales en la aproximación a los conflictos vividos, en algunos casos, imaginados por Humberto y el resto del plantel actoral. Sobresale por cierto el desempeño del triángulo fundamental en ese sentido: apunto al de Enrique Aráoz como Humberto, César Troncoso como Carlos y Svet Mena en el rol de Aleida. Y si bien Sofía Eterovic asume un rol secundario, como la suegra, alcanzan dos o tres escenas, en especial aquella en la que abofetea a su nieta luego del intento de esta de zafar de semejante entorno opresivo, para sintetizar la almidonada visión de la tarea que como abuela le toca desempeñar en la formación de esta y del método a poner en práctica.
Son evidentes en el trabajo de Boulocq, quien, tal cual acaeció en todas sus realizaciones precedentes, se reservó múltiples tareas técnicas, amén de la de director, varias aristas argumentales y formales coincidentes con King Kong en Asunción (2020) del director brasileño Camilo Cavalcante, lo cual podría alentar la idea de que una nueva corriente del cine latinoamericano asoma la cabeza, lo cual no sería extraño conociendo cuán parecidas son, en el fondo, las problemáticas de los países de la región, pese a las disimilitudes superficiales.
No obstante, haberse alzado con el reconocimiento a mejor guion en los festivales de TriBeCa (Nueva York), y Lima, al igual que el premio a mejor película en el Festival de Antalya (Turquía), habiendo sido, asimismo, seleccionada para participar en el Festival de Moscú, su estreno local pecó, como ocurre reiterativamente con la llegada a las pantallas de trabajos que muestran el buen momento por el que atraviesa el cine hecho aquí, merecedores por ende de ser apreciados por el público local, de la falta de una adecuada campaña de promoción y lanzamiento, pasando de tal suerte inadvertida para el grueso de los espectadores —de hecho en la función en la cual la vi era el único espectador en sala—, reiterada falencia atribuible en parte a la ausencia de políticas claras de Adecine, la institución pública responsable de implementar las medidas de apoyo a la producción fílmica boliviana en todas las etapas propias de dicho quehacer. Si bien el Programa de Intervenciones Urbanas (PIU) activado por el Ministerio de Planificación y Desarrollo, pero, actualmente, en el refrigerador, facilitó que varias de las realizaciones pudiesen concretarse, el circuito solo completa su sentido cuando aquellas se interrelacionan con su destinatario primordial, el espectador de estos lares, contacto imposible de inicio si ni siquiera se entera de la existencia de aquellas.
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Película ‘EL VISITANTE’