Mamani Mamani, un niño terrible
Facetas. El artista y su obra. Mamani Mamani con un premio de la ONU (derecha). En un viaje a Berlín (abajo).
Roberto Mamani Mamani es una marca, es orgullo y vanidad. Es un vendedor nato, es color y mito.
Soy un niño terrible que juega con los colores / como una ñusta tejedora que tiñe los mantos sagrados. / Soy un niño con manos pequeñas que juega con el barro / como un amauta con las estrellas / (…) Soy tan terrible que juego con las formas, sin reglas / sin trampas pero tan terrible, tan terrible, que tal / vez a alguna gente no le guste pero aquí estoy” (del poema Soy un niño terrible, soy un niño aymara, Roberto Mamani Mamani).
Roberto tiene diez años y baila en Jaihuayco, uno de los barrios más antiguos de Cochabamba. Estamos a finales de agosto, año del señor de 1972, festividad de San Joaquín, el patrón del barrio, el “santo de los abuelos”. Roberto baila en la entrada de los paceños (su madre y su padre lo son); baila kullawada, la danza de los tejedores aymaras. Su fraternidad se llama “Kullawada Velas de Oro”. La familia vende velas en el Valle Alto. Muchos años después dirá: “para pintar morenada, hay que bailar morenada”.
Su infancia es una mañana en el río Rocha; los sapos no botaban polvo como ahora. Roberto nada en el río y pesca, mientras su madre lava las frazadas. Llevan comida y pasan todo el día. No están lejos de la estancia de Cala Cala que cuidan para el patrón.
Su madre es Antonia Quispe Mamani, nacida en Tiwanaku. Su padre es Ángel Mamani Ventura, de Puerto Acosta. En los sesenta se cambiará el primer apellido: dejará de llamarse Mamani (halcón/águila en aymara) para llamarse Aguilar. El hijo recuperará el apellido en sus cuadros. El abuelo paterno, Carlos Mamani, es uno de los miles de soldados aymaras que lucha en la Guerra del Chaco.
La madre y el padre se escapan porque las familias no están de acuerdo con el ”sirwiñaku”. El primogénito (“soy el fruto de un amor prohibido”) nacerá en Cala Cala (un 6 de diciembre de 1962); tendrá una infancia feliz. Será un “k’acha mozo”. El “niño terrible” vende junto a su padre la papa frita y el maní que hace su madre. “Nunca me voy a morir de hambre”. Nota mental uno: doña Antonia tiene, hasta el día de hoy, un puestito de medias en la calle Uyustus de La Paz. Cuando dice a sus compañeras y a los clientes que su hijo es el famoso Mamani Mamani, nadie le cree.
El niño Roberto va junto al padre de concierto en concierto, “puertea” en las tocadas en Cochabamba del “Rey del bolero ranchero” ( Javier Solís), de Sandro, de Juanito (Calizaya) y Sus Ases del Compás… Muchos años después, escribirá morenadas que cantará el mismísimo David Portillo. Para entonces, es un niño que pinta; usa el carboncillo de la cocina. Y ayuda a la madre a vender medias en el mercado 25 de Mayo, el primer mercado seccional de la Llajta. Con el maní, la papa frita y las medias, logrará estudiar. Nace su única hermana, Angélica.
—¿Por qué no tuviste más hermanos y hermanas, Roberto?
—Alguien le dijo a mi mamá: “hazte ligadura de trompas”.
Nota mental dos: en 1969 el cineasta Jorge Sanjinés Aramayo estrenó Yawar Mallku, una firme denuncia contra las campañas de esterilización de mujeres quechuas y aymaras por parte de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos creados en 1961 para “promover la paz y la amistad mundial”. Uno de sus programas era de “control de natalidad”. El gobierno progresista de “Jota Jotita” Torres los expulsó de Bolivia en mayo de 1971. En agosto llegó el golpe del coronel Banzer.
Su primer colegio es la Escuela Rosendo Peña, en la Cancha; sus primeros modelos/ retratos serán sus profesores, sus compañeritos. Hace periódicos murales e ilustra los cuadernos de Química. Firma como “Túpac Mamani Quispe”. Sus primeras esculturas son de arcilla, son muñecos, títeres de barro. Jaihuayco es tierra de ladrilleras, la patria chica del gigante Camacho. “Yo también tenía que ser alto, pero me pescó la helada”, dice riendo.
Con 12 años, don Ángel y su hijo parten a Oruro. Viven tres años en la capital del folklore boliviano. Roberto estudia en el famoso Colegio Nacional “Juan Misael Saracho”; será un “perro”, sus colores serán el negro y el rojo; y peleará harto —como manda la tradición— contra los “heladeros” del Colegio Bolívar. Será por siempre un “sarachista”. La ciudad sabe a charquecán; hasta los “rostros asados” llevan máscaras.
Roberto descubre que padece una enfermedad de la piel llamada vitiligo. En sus manos, brazos y espalda aparecen manchas blancas debido a la falta de pigmentación (de melanina). El padre cree que eso se cura con frío y se van a Potosí. “Me blanqueaba como el Michael Jackson pero gratis”. Se queda pensativo y añade: “La naturaleza también pinta sobre mí”. Potosí suena a “k’alampeadas”, a charango rasguñado, a huayños; es una piedra ardiente.
Estará otros tres años bajo el manto del Cerro Rico y la Pachamama. No ha cumplido todavía 18 años y Mamani Mamani es un errante caminando la patria. “En Potosí creen que soy potosino y los orureños se enojan pues creen que soy orureño”. Antes de vivir en La Paz, padre e hijo, en su particular vuelta a Bolivia, viven un tiempito en Sucre. Llegan en camión y se ponen a vender p’asankallas. Como había harto chocolate en la Capital, “inventan” las p’asankallas de chocolate. Todo un éxito. Mamani Mamani es un vendedor nato. Es nuestro artista más “pop”; es una marca, su marca.
El primer hogar en la hoyada está en Chualluma. Es la casa de la abuela materna, doña Juana Mamani, tejedora. Con ella, vuelve a la comunidad, a Tiwanaku. Ella, “awicha” sabia, le dice una frase que será fundamental en la evolución de su obra artística: “Nuestros ancestros usaban los colores fuertes para ahuyentar los temores, los malos espíritus y las tristezas; utilizaban colores vivos para sostener la alegría de la vida, para no quedarse en la oscuridad”.
Roberto aprende rápido esa lección en una ladera/barrio que se llenará de color muchos años después: “es mentira que nuestros tejidos y nuestras cerámicas hayan sido dominadas por grises y oscuros. Nuestra música es para sanar, para agradecer. Y los pigmentos son para dar felicidad, para iluminar”. En La Paz, al joven Mamani Mamani le dicen “come mote”; en Cochabamba, le decían “come chuño”.
(“El paisaje andino está dominado por el ocre en sus diversas tonalidades, pero apenas uno alza la vista al cielo o a los grandes nevados, el azul, color de inmensidades y lejanías, se despliega en tonalidades cálidas que visten el paisaje con todas las posibilidades del arco iris. Al margen de la grisitud de la política o el estallido social, cuyo único color cálido es el de la sangre, Mamani Mamani pinta un río de colores, río de meandros desconcertantes que arrebatan el paisaje andino y tiñen de rubor sus mejillas. A río revuelto, ganancia de colores”, Ramón Rocha Monroy, 2004).
Cuando está por decidir qué carrera universitaria va a estudiar, una tía (Mónica) le suelta una de esas frases que marcan: “tú tienes que ser el ejemplo para toda la familia”. Elige Agronomía, por esa relación especial con el campo, con la tierra. Dura un año. Se pasa a Derecho. Tampoco “funca”. A Roberto lo que le gusta es dibujar y leer. “Me destaqué en literatura y filosofía, me encantaba la magia de las narraciones, las tradiciones orales, era la época del Boom, del realismo mágico”. Mamani Mamani ni podía imaginarse entonces que mucho tiempo después se iba a encontrar y charlar con Gabriel García Márquez en La Habana.
Los años ochenta son de militancia política, forma parte del PST (Partido Socialista de los Trabajadores), una (otra) escisión trotskista. “Incluso participé en una huelga de hambre en la universidad, en nuestro partido éramos cuatro o cinco, así que me tocó ir”.
La primera vez que entra a la mítica galería EMUSA (de Norah Claros) es para vender su papa frita, su maní y sus medias. La segunda es para exponer sus dibujos. Su primera muestra (marzo de 1990) es de fotografía: en la Galería Rojo, al 508 de la Belisario Salinas, en Sopocachi. Ha intercambiado con un gringo turista uno de sus cuadros por una cámara Nikon. Hace fotografías en blanco y negro, son desnudos de modelos que ocultan su rostro con máscaras del Carnaval. También retrata la ciudad, sus mercados, sus caseras, sus lavanderas, sus anticucheras, sus lustras. Las Naciones Unidas premian una de sus fotos por el Día Mundial de la Población. Su apodo de entonces es “Loquillo”.
(“A pesar de los altibajos en su obra, hay un hilo conductor que revela su alegría de vivir y nos permite desterrar esa imagen del indio triste y vencido, es como un qillqa kamayuc encargado de relatar lo que pasa en su pueblo”, Édgar Arandia, 2009).
Su primera exposición tiene lugar en el legendario Café Arte y Cultura que funciona en el Colegio Don Bosco, en pleno Prado paceño. “Eran dibujos con poemas revolucionarios, me estás haciendo recuerdo de toda esa época”. Las primeras reacciones del mundillo artístico son de rechazo y ninguneo: Roberto ni venía de la Escuela de Bellas Artes y su visión occidental (siempre ha sido autodidacta) ni formaba parte de esa rosca. En pocas palabras, las suyas: “me odiaban, este no es artista, decían”. De la plaza Humboldt de la zona Sur también lo sacan rajando. Entonces se dice así mismo: “voy a demostrar con mi trabajo”.
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La Cinemateca Boliviana de la calle Pichincha e Indaburo se vuelve su hogar. Se hace socio desde que llega a la ciudad con 18 años. También se apunta a los talleres de crítica de cine del Colegio Don Bosco. Cuando pasea por las calles del casco histórico de la ciudad y sus señoriales construcciones, propiedad antaño de los españoles en la colonia, piensa: “algún día me compraré una de estas casas donde los indios eran esclavos”. Hoy, muchos años después, el Museo Mamani Mamani tiene su sede en la esquina de la Casa de la Cruz Verde, en la calle Jaén, la más linda de La Paz.
Cuando en 1991 gana el primer premio de dibujo en el Salón “Pedro Domingo Murillo”, la famosa rosca se quiere desmayar, “a muchos se les partió el alma”. El presidente de aquel jurado es nada más y nada menos que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. “De un indio mayor a un indio menor”, me dijo cuando me galardonaron.
La obra ganadora se llama Muertos en combate. Es un homenaje a los tres activistas de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), asesinados por la policía en la calle Abdón Saavedra de Sopocachi durante el desastroso operativo de rescate del empresario Jorge Lonsdale (también muerto). Roberto no lo sabía entonces pero al gerente de la Vascal, subsidiaria de la Coca-Cola y accionista de La Razón, los guerrilleros que lo mantuvieron secuestrado durante seis meses en 1990 le llamaban “Mamani”.
Estamos charlando en “la sala de la felicidad” de su museo de la calle Jaén. Estamos rodeados de sus desnudos sobre papel de periódico. Una señora con sus dos hijas entra y llena el espacio de halagos: “¡qué lindo te quedó el manto del Gran Poder y la Virgen de Sorata, qué preciosura”. Roberto devuelve palabras bellas e invita a las mujeres a comprar alguna postal de la tienda. “Compren y luego vuelven para que se las firme”. Al poco de un rato, regresa una de las hijas. Roberto no solo dedica sino que improvisa un retrato a mano alzada. “Dentro de unos años esta postal valdrá millones”. Se despide de la adolescente como saluda siempre: “Jallalla con toda la fuerza de los Andes”.
La madre y sus dos hijas no han podido prestar atención a la “sala de la felicidad”: los cuadros eróticos de Mamani Mamani son un pequeño “secreto”. Muchos de ellos están recogidos en el libro Entre sapos, whakabolas y algunas k’alanchas (2009). Los desnudos tienen una particularidad: las “k’alanchas” lucen cabezas diminutas con caras vacías, parecen esperar que el espectador las complete; los cuerpos son voluptuosos, parecen llamar a la lujuria. Para Roberto, esas formas, siluetas y curvas son montañas transfiguradas. Es un canto a la fertilidad, a la fecundidad. El erotismo también fue extirpado del mundo andino, como las idolatrías; todo lo que conllevara placer fue castigado y reprimido.
“Mi obra siempre estuvo caracterizada por la madre dadora, por la Pachamama, por las warmis, las tawacos, las imillas, las cholas; por los llokallas, los arcángeles, los pueblos ancestrales sin iglesias ni cruces cristianas, por los falos, los gallos y sus peleas; por el Illimani y los caballos de Tata Santiago; por los sapos como vaginas; por las sandías y los zapallos, por la fiesta, por el color”. Roberto es “naif ”; espiritualidad, abundancia y eros.
(“Acercarse a la obra de Mamami Mamani es atravesar un laberíntico camino que se inicia con la fuerza del color y poco a poco devela el espacio del mito aymara. Dioses y diosas, wawas y madres, vírgenes y arcángeles, pueblos y cerros son las llaves y claves que descubren esta propuesta estética que viniendo desde lo inmaterial se traduce en la maravillosa obra de Roberto, pintor aymara, como no podía ser de otra manera”, Virginia Ayllón, 2009).
Mamani Mamani se autoproclama como el “Príncipe de los aymaras”. Roberto es vanidad y orgullo. Color y mito. Amauta y guerrero. Ha superado los mal llamados atavismos telúricos. Siente una nostalgia sincera por la Arcadia aymara perdida. “No me he casado, ¿qué iban a decir mis ñustas?”. Tiene cuatro hijos (Maya, ingeniera de sistemas; Illampu, artista y cineasta; Illimani, artista; y Amaru, en primero de Psicología). A todos le ha puesto nombres en aymara (“¿por qué mi hijo tiene que ser Maycol? ¿por qué valoramos más lo foráneo que lo nuestro?”). Son los “símbolos vivos” de su legado a la vida. Roberto también pensó un día en cambiarse el nombre; a “Huyuto”, hombre que sabe, que piensa.
(“La fuerza de los colores en las obras de Mamani Mamani refleja el auténtico espíritu combativo de las naciones originarias indígenas del pueblo boliviano”, Evo Morales Ayma, diputado nacional, 2004).
En su tienda/factoría hay para todos los gustos y precios, desde cuadros de gran tamaño hasta bolsos, sombreros, botellas de vino, telas y “souvenirs”. Cuando llegan turistas extranjeros, Roberto les dice en broma: “si no se llevan nada de Mamani Mamani a sus países, en el aeropuerto cuando se quieren volver no les van a dejar salir”.
Se enorgullece especialmente de un hecho que ha podido comprobar: los coleccionistas de “culito blanco” tienen en sus casas obras suyas mientras la empleada baila morenada con una manta de Mamani Mamani. “Cecilio Guzmán de Rojas y Arturo Borda pintaban indios sin ser indios; yo soy un indio que pinta indios”.
Roberto ha expuesto su obra en Europa, Asia y Estados Unidos antes que en el Museo Nacional de Arte. Ha hecho más de 50 muestras en galerías de medio mundo. “Siempre nos han hecho creer que somos pobres, es mentira; somos los más ricos del mundo. Tenemos riqueza de la pura y podemos exportar también el respeto y el agradecimiento por la naturaleza. ¿Quién tiene una Pachamama, un ayni, una tarqueada? Cuando voy a Europa como un plátano a un euro y no sabe a plátano, acá con ese dinero te puedes comprar 25 plátanos que saben y son plátanos. ¿Quiénes son los pobres verdaderamente?”.
Mamani Mamani dice sentirse igualmente cómodo en un hotel de siete estrellas de Japón que comiendo un ají de fideos en los “agachaditos” de la calle Uyustus, cerca del puesto de medias de su madre. “Camino el mundo, lucho, vuelvo a mis raíces, bailo, vendo, sobrevuelo la comunidad como un cóndor al mediodía sobre mis montañas, entro por las tardes a los lugares sagrados como un chachapuma, me divierto por la noche en los prestes; soy un “katari”. Es el ciclo vital de Roberto, el niño terrible, el niño aymara; sin reglas, sin trampas.
TEXTO: Ricardo Bajo
FOTOS: Ricardo Bajo y Archivo Roberto Mamani Mamani