Todo en todas partes al mismo tiempo
Imagen: INTERNET
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La película de Daniel Kwan y Daniel Scheinert consiguió siete estatuillas en la ceremonia de los premios de la Academia.
No es ningún descubrimiento que la ceremonia anual de los Óscar, muy lejos de constituir un evento dedicado a reconocer la calidad fílmica de los títulos finalmente premiados en dicha escenificación circense, es en realidad el punto culminante de una prolongada sucesión de maniobras propagandísticas, cuyos turbios entretelones no hacen sino ratificar el poder de las empresas hegemónicas en la producción del mainstream, últimamente ligadas por añadidura a las corporaciones líderes de la mundialización del capitalismo digital, aferradas hoy a la fascinación del multiverso a fin de garantizar sus ingresos provenientes en altísimo porcentaje de las inversiones publicitarias justamente.
Abro paréntesis. TikTok, la red social propiedad de la empresa china ByteDance, a la cual debe agradecérsele haber masificado hasta alcanzar cuantías inimaginables (en enero de 2023 llegó a tener más de 1.051 millones de usuarios) el embrutecedor apego al analfabetismo audiovisual equiparable, lo mismo en quienes “realizan” videos, móvil mediante, o los engullen acríticamente. Cierro paréntesis.
La mención precedente responde a que la novedad pareciera ser que, por lo visto, entre los 9.000 miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, no solo los referidos malabarismos promocionales y distractivos obtienen un impacto seguro, además el modelo TikTok goza de una popularidad inusual entre quienes no hacen, en su gran mayoría, parte de la denominada generación Z. Y ello a pesar de los extendidos cuestionamientos a tal formato, cuyos efectos sobre la trivialización de la mirada hacia el mundo, inherente a un proceder encasillado en el apuro, la simplificación y el consumismo irrefrenable, ya han quedado por demás en evidencia. Lo mismo acontece con el confeso fanatismo digital de gentes que uno creería cuentan con el mínimo criterio analítico como para diferenciar la paja del trigo.
Habiendo alcanzado cierta notoriedad como realizadores de videoclips propagandísticos para intérpretes de menor cuantía en los géneros del rock y del pop, los Daniels, apodo del dúo Daniel Kwan y Daniel Scheinert, productores, guionistas y directores de Todo en todas partes al mismo tiempo ya habían probado fortuna en 2016, con muy moderado éxito, en ese viaje a las realidades paralelas con su primer largometraje Swiss Army Man, exhibida en algunos, escasos, países de habla castellana bajo el bizarro título de Un cadáver para sobrevivir, extraña historia de Hank, náufrago en una isla del Pacífico, quien a punto de ahorcarse recibe la compañía de un cadáver que no deja de expedir gases y junto al cual emprenderá viaje hacia distintos sitios de la civilización.
En 2019, Scheinert, en solitario, produjo, dirigió e interpretó La muerte de Dick Long, semifallido, atrabiliario mejor, ensayo de humor negro, tan o más extraño que la anterior y, de igual manera, con una reducida carrera comercial, a propósito del óbito de Dick, provocado por una hemorragia anal luego de mantener, forzado por dos amigos, una relación zoofílica con un caballo. A lo largo del argumento, ambos incitadores intentan encubrir su participación criminal en el hecho.
El segundo emprendimiento conjunto de Kwan y Scheinert desarrolla, por decir algo, la historia de Evelyn Quan Wang, insufrible inmigrante china a cargo de administrar la lavandería de su excéntrica familia a punto de hacerse trizas a causa de las recurrentes bobadas de Waymond, el timorato y tontuelo esposo afanado en conseguir el divorcio, a las pataletas de Joy la obesa, frustrada hija lesbiana de ambos, las protestas conservadoras de Gong Gong, intolerante progenitor de Evelyn, y las metidas de pata de Becky, la pareja papanatas de Joy. A los entreveros familiares se agrega que el Servicio Norteamericano de Impuestos viene efectuando una auditoría, ejecutada por Deirdre, personificada en una loable faena por Jamie Lee Curtis, de lejos la única intérprete por encima de la mediocridad generalizada del resto.
Apreciada desde cierto ángulo la anécdota que la película pone alocadamente en pantalla podría entenderse como referida al estereotipo de la mujer que ha visto desvanecerse todas sus ilusiones hasta terminar encallada frente a un ensombrecido porvenir, es entonces cuando adopta la decisión de huir al multiverso donde pasará a ser la única persona en condiciones de contener las acciones destructivas la rencorosa y amarga villana Jobu Tukapi, sobre todos los mundos paralelos. Ergo, la sola opción que nos salda si queremos evitar precipitarnos al abismo ¿del capitalismo en crisis?, es sumergirnos en la más desmadrada fantasía, no vaya a ser que se nos ocurra pretender cambiar lo dado en la realidad.
Es justo en medio de una audiencia llevada a cabo la entidad responsable de controlar el cumplimiento de las obligaciones tributarias de empresas y ciudadanos cuando Waymond cree encontrar en la fuga hacia otros universos la manera de eludir las respectivas sanciones. Convence, entonces, en el servicio higiénico, a Evelyn de colocarse una suerte de audífono que le facultará mutar en la justiciera encargada de poner freno a los desmanes de la supervillana Jobu Tupaki, encarnación a su vez de Joy, la hija disfuncional, resuelta a poner de cabeza cuanto universo se le ponga enfrente, sin interesar cómo ni para qué. La cosa es justificar, sin conseguirlo jamás por cierto, los brincos narrativos de una realidad a otras atendiendo tan solo al capricho de los realizadores.
El guiño y el autoencasillamiento referencial, tan en boga, gracias a las franquicias de superhéroes símil Universo Cinematográfico de Marvel, encarado a las cuales uno siempre arriesga a quedar en ayunas por no haber cumplido con la tarea de seguir todos y cada uno de los episodios precedentes en esa suerte de renacimiento encubierto de las viejas series para pantalla grande, se expresa en la oportunidad apelando a una variante: la multireferencialidad a una larguísima lista de títulos de variopintos géneros obligando a los espectadores a una extenuante labor de identificación de aquellos en el caótico amontonamiento, en el modo del collage, malentendido por los Daniels como una novedad narrativa que no es tal, pues si algo falta en Todo en todas partes al mismo tiempo es algún sentido capaz de poner orden en tan deshilachada suma de pedazos.
Desde ya sería imposible, amén de superfluo, nombrar todas las hechuras de las cuales la de los Daniels picotea secuencias, criaturas, metáforas para atiborrar los 140 minutos de su metraje, sobrado de duración y excedido de cansadores huecos narrativos que invitan al tedio antes que a incorporarse a ese disparatado periplo a la nada.
Es como si se hubiesen puesto uno tras otro, en la sucesión que fuera, centenares de videoclips y spots apretujando sus “mensajes” según, dije, a modo de acatar los parámetros impuestos por TikTok. Por eso de la más de media docena de estatuillas obsequiadas por la Academia a la película la única hasta cierto punto justificable es la que fue a parar a manos del montajista Paul Rogers. Y no porque su trabajo hubiese alcanzado la perfección, sino pensando en el enorme esfuerzo que debió haber invertido para tratar de poner un poco de orden en a tal punto incoherente “multiverso”.
Todo en todas partes al mismo tiempo contaba con todos los deméritos para hacerse merecedora al premio Golden Raspberry (Frambuesa de oro), conocido como los Razzies o anti-Oscars, creado en 1980 por el crítico y teórico de cine John Wilson para ser entregado en vísperas de la fantochada de los Óscar a los peores directores, técnicos e intérpretes del año en la industria cinematográfica estadounidense. No escasean desde luego los infaltables efectos generados por computadora, los chistes, blancos o negros, discutiblemente risibles y las insinuaciones dizque metafóricas impregnadas de una moralina chirriante. Abundan de igual manera las sobredosis sensoriales, como para no dejar duda alguna de que puestos a elegir entre la sustancia y el envoltorio los realizadores optan invariablemente por lo segundo, al punto de amontonar a la rápida suficientes ideas como para desarrollar al menos media docena de largometrajes.
Luego de aproximadamente 40 minutos de histérica locura, el relato frena bruscamente, con la finalidad de permitir a los personajes explicar de qué va todo ese lío de los varios universos superpuestos y/o entrelazados. Pero, aparte de reiterativos, los decires no aclaran un ápice. Ayudan, eso sí, a profundizar el efecto somnífero que la demencial sucesión de hechos comenzaba a generar, no se sabe si de manera deliberada para impedir que el espectador advierta la sinrazón de todo el jaleo. Por ejemplo, el hecho de que de las criaturas de uno de los universos cuenten con hot dogs en lugar de dedos o que una mujer no tenga mejor idea que usar a su perro a manera de arma defensiva revoleándolo con su correa. Para no mencionar a los mapaches titiriteros que asoman de tanto en tanto, cuando a los Daniels se les antoja, claro, luciendo su poder para dominar mentalmente a los humanos.
Michelle Yeoh, la protagonista central en el papel de Evelyn, supo ser en su momento la superestrella del cine asiático, lo mismo por su versatilidad interpretativa cuanto por su capacidad atlética que, para citar algo, le permitía competir con Jackie Chan en películas de artes marciales sin recurrir al socorro de dobles. El renombre internacional de Yeoh, bailarina de origen malayo aposentada en China, devino de su encarnación como la atractiva periodista que seducía a James Bond en El mañana nunca muere (Roger Spottiswoode/ 1997) y como una invencible espadachina en El tigre y el dragón (Ang Lee/2000), dos trabajos muy por encima del que lleva a cabo en el emprendimiento de los Daniels, sin que este carezca del todo de uno que otro acierto, donde, anecdóticamente, pese a tener 60 años, tampoco debió ser doblada en las escenas de acción. Proeza ciertamente insuficiente para avalar la estatuilla que le cayó del cielo, o de la taquilla, como mejor actriz protagónica en la de nuevo impresentable versión reciente de los Óscar.
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Entre los considerandos que, afirman los trascendidos, inclinó la balanza para que Todo en todas partes al mismo tiempo hubiese accedido a su cantado triunfo fue que el presupuesto invertido rondó el 25% del desembolsado en el mismo año 2022 para Top Gun: Maverick ( Joseph Kosinsky) o Avatar: el camino del agua (James Cameron), cual si los “apenas” 25 millones de dólares malgastados fuesen argumento valedero para justificar un producto sin ton ni son. O si lo fueran las superficiales alusiones reivindicatorias de los asiático americanos, como tiempo atrás se instrumentó el mismo ademán compensatorio en relación con los afroamericanos, y más atrás todavía a las personas con capacidades diferentes. Siempre forzadas panaceas encubridoras frente a la incompetencia del patrón de acumulación para enderezar, así fuera en mínimo grado, el fondo de las desigualdades y discriminaciones no solo existentes, sino en franco proceso de ahondamiento.
Antes y luego de consumarse el anómalo fallo —en el doble sentido de la palabra—, académico muchas recensiones proclamaron haber identificado al dúo dotado del talento y la imaginación para imprimir un giro irreversible en la historia del cine. En fin: la crítica no es tampoco inmune a la monetarización de todo y en todas partes. Y si bien, Kwan y Scheinert cuentan ambos con 35 años, edad en cierta medida temprana, lo cual implica que pudieran tener un largo camino por recorrer de aquí en adelante, no es menos evidente su obligación de primero convencerse de que los trofeos recién conseguidos responden a criterios ajenos a la solidez cinematográfica del producto por el cual fueron premiados, al igual como el mimetismo con los ajados tics de Marvel y similares no augura, que puedan construir, individualmente o en tándem, ninguna filmografía digna de verse, menos aún, de archivar en la memoria.
TEXTO: MPEDRO SUSZ K.
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