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La ‘pecera’: breve historia de una casa maldita

Una vista actual de la Residencia Presidencial desde la avenida Libertador.

/ 4 de junio de 2023 / 06:35

La Residencia Presidencial tiene 44 años de historia y lleva casi mil días vacía. Por la casa pasaron 16 presidentes, hoy luce abandonada.

La “pecera” está maldita. Sus dos últimos moradores han terminado mal; el penúltimo, de apellido Morales, partió al exilio tras sufrir un golpe de Estado; y la última (apellidada Áñez) cambió la casa del barrio de San Jorge por un pequeño habitáculo en la cárcel de mujeres de Miraflores. Muy cerca de ella vive ahora el presidente (de apellido Arce) en su departamento de toda la vida.

La “pecera” luce deteriorada y abandonada. Entra de vez en cuando un jardinero a cuidar las plantas y las flores. También limpian los cuatro dormitorios, el salón, la sala comedor del fondo y el amplio “hall” para que el polvo del olvido no reine para siempre. Pocas veces bajan al gimnasio de la planta baja. El pasadizo subterráneo que conecta con la puerta trasera de la casa (hacia la avenida Libertador) está a oscuras. El heliopuerto de la azotea que usara Evo es un recuerdo. Afuera hay un par de militares, al fin y al cabo la casa sigue siendo la Residencia Presidencial. Las tres banderas, la del mar y las dos oficiales (la tricolor y la wiphala) ondean al viento.

En la puerta un perro que no tiene nombre espera a no se sabe quién. Frente a la casa, lo mira todo un busto envejecido del ex presidente German Busch Becerra, suicidado en extrañas circunstancias, acosado por la “rosca” minera. Detrás de la escultura, está el viejo club social German Busch; apenas quedan ruinas. La única que sigue en su lugar, a diez metros en la esquina de la cuadra, es la estatua del sabio Confucio, de espaldas a la Residencia Presidencial. Una cruda metáfora. Ésta es la (breve) historia de una casa maldita, de una maldita casa.

Un cuadro de Melchor Pérez de Holguín de fondo, en un acto de posesión en el gobierno de Jeanine Añez.
Un cuadro de Melchor Pérez de Holguín de fondo, en un acto de posesión en el gobierno de Jeanine Añez.

Hasta los años 70, los presidentes de Bolivia vivían en sus casas. O en los cuarteles. O vaya a usted a saber dónde. El dictador cruceño Hugo Banzer Suárez va a ser el primero en querer tener una pomposa Residencia Presidencial al estilo de los gobernantes foráneos. El terreno elegido será San Jorge, lejos y cerca de la plaza Murillo, cerca y lejos de la ricachona zona sur, de fácil salida y huida a ninguna parte. Banzer la encargará pero no la habitará. Un golpe de Estado (otro) evitará que la estrene. Volverá a ella, 30 años después, como saldando una vieja deuda.

Los terrenos de la ex Bolivian Power cerca del cuartel de San Jorge (actual Escuela de Inteligencia Militar del Ejército) son los elegidos. El lote tiene una superficie de 2.752 metros cuadrados. La ex Bolivian Power ofrece dos pequeñas construcciones y sus galpones sobre la avenida Libertador en 199.000 dólares. Los acaban vendiendo —rebajáme, casero— por 150.000 dólares; al cambio de la época, tres millones de bolivianos (un dólar estaba a 20.40 bolivianos en abril de 1975). Alguien aprieta a los buenos muchachos de la ex Power, la compañía de la luz de toda la vida. Lo que mal empieza… 

Dos años antes, en diciembre de 1973, se aprueba la construcción de la autopista El Alto-La Paz. La empresa que se adjudica la obra se llama Bartos. No se olviden de ese nombre. Banzer se presta 13 millones de dólares del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Será la autopista más cara del mundo (y con más baches de la historia). Cada kilómetro saldrá a tres millones y medio de dólares. La velocidad máxima que se puede alcanzar, dicen los diarios, es de 80 kilómetros por hora. Ese mismo día Ninón Dávalos estrena en el Municipal La luz que agoniza, del dramaturgo Patrick Hamilton. Al día siguiente, el crítico teatral Leonardo García Pabón publica la reseña en El Diario. La constructora Bartos, “especializada” en adjudicarse las mejores obras de la dictadura, va a devolver el “favor”. En forma de casa, de “pecera”.

Fotografías de la prensa del día de inauguración de la Residencia Presidencial en la zona de San Jorge, en marzo de 1979.
Fotografías de la prensa del día de inauguración de la Residencia Presidencial en la zona de San Jorge, en marzo de 1979.

En junio de 1975 se licita la construcción de la Residencia Presidencial. Se presentan tres compañías. Gana la que todos sabían que iba a ganar, la empresa Bartos y Cía, Sociedad Anónima “por considerar su propuesta la más conveniente a los intereses del Estado”. Donde dice Estado (en el decreto ley número 13549) póngale Banzer. El dictador, “el pequeño Patiño”, como le llaman algunos por la plata acumulada durante su gobierno sangriento, es accionista de Bartos. Todo queda en casa.

En el 76 favores van, favores vienen, Bartos “gana” la licitación por 28 millones de dólares de la época de la carretera Quillacollo-Confital y las obras para mejorar los aeropuertos de Cochabamba, Santa Cruz y Trinidad (vía préstamos de la Usaid) por 116 millones de bolivianos. También se adjudica la Piscina Olímpica de Alto Obrajes para los Juegos Bolivarianos del 77. El “regalo” de la “casita” será “pecata minuta”.

Nada más arrancar las obras de la Residencia, la Alcaldía limita la altura de las edificaciones en los terrenos adyacentes. Motivos de seguridad, diciendo. Hoy la Residencia es blanco fácil desde cualquiera de los altos edificios que la rodean, incluso desde los puentes trillizos aledaños.

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El 21 de julio de 1978, Banzer Suárez, uno de los artífices del sanguinario Plan Cóndor, es sacado de Palacio Quemado por una asonada militar. Se tenía que ir “teóricamente” el 6 de Agosto. Quien a hierro mata, a hierro muere. Banzer no verá como presidente la inauguración de “su” autopista (se corta la cinta el 30 de julio), tampoco la de “su” casa. Entra otro militar golpista. El paceño (de origen palestino) Juan Pereda Asbún está convencido de que será el primer presidente que habite la pomposa Residencia Presidencial. No será así.

Una vista actual de la Residencia Presidencial desde la avenida Libertador.
Foto: Ricardo bajo, ABI y periódicos Presencia y El Diario

Las obras marchan despacio, como las cosas en palacio. Cuando ya todo parece listo, el general Pereda encarga la compra de los muebles, las cortinas, las alfombras y las lámparas. No son baratas. Salen por seis millones de bolivianos. La firma agraciada —compra directa— es Industria de Muebles L’Atelier Ltda. Otro negociado. Incluye la mano de obra en el decorado de la casa. Más vale. Pereda Asbún no lo sabe, pero esa compra es uno de sus últimos actos como mandatario. Firma el decreto supremo número 15965 el 21 de noviembre de 1978. Tres días después, otro militar, el chuquisaqueño David Padilla Arancibia, da otro golpe de Estado. No se han abierto sus puertas y la casa parece estar embrujada.

Al tercero, llega la vencida. El presidente de la Junta Militar de Gobierno, el general David Padilla y la primera dama, Marina Goitia, estrenan la Residencia el 24 de marzo de 1979 y organizan un almuerzo en la planta baja (pues la alta todavía carece de detalles de acabado) junto a sus ministros, autoridades del Alto Mando Militar y esposas. La Paz, cuna de valientes y tumba de tiranos, coloca la primera “chapa”: será el “Acuario”. ¿Por qué? Porque ahí se reúnen los “peces gordos”. Ese mismo día, sábado 24, paradojas de la historia, se funda ADN (Acción Democrática Nacional), con Banzer como jefe y Franz Ondarza Linares como subjefe. Padilla —declarado hincha del club Bolívar— dejará de vivir en su domicilio de Calacoto.

El diseñador de la casa, el turco Osman Birced Birced (egresado de la Universidad de Estambul) está en la primera línea de los festejos. Es el arquitecto del momento, es la “estrella” de la Constructora Bartos. Disfruta de sus “15 minutos” de fama. Ha levantado en los últimos meses —a través de la Constructora Inmobiliaria CINA— 16 edificios en la ciudad de La Paz: el Guanabara, el Reina Esther, Las Palmas, Topáter, Orión, El Cóndor, Alborada, Los Ángeles, Presidente Busch, el edificio La Paz, el Mariscal de Ayacucho, el Guadalquivir, el Fernando V, el Galaxia, el Alianza y el Mariscal Ballivián. Casi nada. La Paz debería llamarse Osman City.

“Birced era un tipo divertido y simpático, un encanto de persona, todos lo recordamos con mucho cariño. Osman era hombre de teatro también”, me cuenta su colega Carlos Villagómez Paredes. La constructora Bartos tiene otra “maña”: construye edificios, no solo como negocio inmobiliario sino para regalar departamentos a los funcionarios que adjudican a dedo los jugosos contratos. Villagómez agudiza la memoria y se acuerda de un personaje famoso en la ciudad en esa época: Carlos “Pilluelo” Morales.  Osman Birced —proveniente de la Facultad de Arquitectura de Córdoba/Argentina— trabaja con Gustavo Medeiros Anaya en su Estudio Nueva Visión). La “pecera”, ese bodrio, es hija del hormigón armado, la moda de los setenta.

El flamante periódico Aquí —“Semanario del pueblo”— cha’lla sus oficinas de la calle Jenaro Sanjinés ese mismo mes de marzo del 79 bajo la dirección de Luis Espinal Camps, la gerencia de Adrián Camacho y Edgardo Vásquez, como jefe de redacción. En su número 2, del 24 al 30 de marzo, publica un artículo de opinión titulado “Kantutani: ¿otra autopista?”. Firmada por el pseudónimo “Pueblito” (¿el mismo Espinal?), el periodista dice: “las empresas constructoras son indudablemente las más beneficiadas por la dictadura banzerista, que les permitió obtener enormes dividendos a costa del dinero del pueblo trabajador. La empresa Bartos se puede dar el lujo de construir gratuitamente una casa presidencial como ‘don del cielo’ usando un poco de todo lo que ganó con la autopista (¡ya deshecha!), con el asfaltado de la avenida Libertadores, con el Camino 1-4 o con tantos otros negociados. (…) ¿Quién juzgará a estos chupasangres del dinero del pueblo? No será seguramente un Congreso burgués, ni la Contraloría, ni ningún ente que funciona en el sistema capitalista. Solo el proletariado en el poder garantizará un proceso justo y una condena merecida contra los capitalistas que han hipotecado este país”.

El general Banzer saluda al general David Padilla, presidente de la junta Militar de Gobierno.

Por la Residencia Presidencial van a pasar un total de 17 presidentes: Padilla, Guevara Arce, Natusch Busch, Lydia Gueiler Tejada, García Meza, Torrelio Villa, Vildoso Calderón, Siles Zuazo, Paz Estenssoro, Paz Zamora, Sánchez de Lozada, Banzer, “Tuto” Quiroga, Mesa Gisbert, Rodríguez Veltzé, Morales y Áñez. Uno morirá en un hospital militar tras ser condenado a 30 años de cárcel sin derecho a insulto por genocidio y delitos de lesa humanidad (Luis García Meza Tejada, el único autócrata latinoamericano que permaneció preso hasta su muerte en 2018). Otro sufrirá un gravísimo accidente de avión y se salvará de milagro (Jaime Paz).

Varios de ellos sufrirán golpes de estado siendo habitantes de la casa; algunos partirán al exilio de manera rápida y fugaz, sin tiempo de recoger nada de la casa (como Evo y “Goni”). Uno de ellos morirá de un cáncer (Banzer) y otro será incluso secuestrado en la mismísima puerta de la casa maldita; el presidente Hernán Siles Suazo es raptado el 30 de noviembre de 1984 como parte de un fracasado golpe de Estado (otro) encabezado por militares, policías y civiles vinculados con el MNR y ADN.

En realidad son 16 los presidentes que han vivido en la “pecera”, pues Carlos Mesa no quiso habitarla, al igual que Lucho Arce en la actualidad. A Mesa la residencia le parecía/parece un bodrio. “Además creí que necesitaba mi espacio propio, el de siempre, el de mi casa, entonces en la calle 16 de Calacoto y Costanera. Hice bien, porque al llegar después de una jornada de trabajo presidencial me desconectaba nada más cruzar la puerta y eso me mantenía equilibrado en medio del tráfago terrible que tuve que afrontar, sobre todo en el periodo diciembre 2004 – junio 2005. Todavía celebro aquella decisión”, me dice Mesa, vía correo electrónico.

El que sí entró con ganas fue el general Banzer, el único dictador latinoamericano que logró volver a la presidencia por la vía de las urnas. Lo hizo después de ganar las elecciones de junio de 1997. 20 años tuvieron que pasar para que el dictador habitara la casa que encargara. Es entonces cuando el pueblo, en su infinita sabiduría popular, bautiza de nuevo la residencia. Será la “pecera”. ¿Y por qué la “pecera”? ¿acaso por su forma? No. Será la “pecera” porque allí vivirán el ”ispi” y la “ballena”. El “ispi”, como imaginará caro lector, es el diminuto general y sus 1,58 metros de altura. (Nota mental uno: ¿por qué todos los dictadores son bajitos?)  Y la “ballena” es la oronda primera dama, “doña Yolanda” Prada, acusada en procesos penales por supuesto enriquecimiento ilícito en las gestiones de gobierno tanto de facto como democrático de su querido esposo. No tan querido pues los pasillos de la Residencia Presidencial todavía escuchan de lo que no se hablaba nunca: aquel balazo que rozó el culo del general allá en agosto de 1978 cuando la sufrida esposa se enteró de que Banzer había tenido un hijo fuera del sacrosanto matrimonio —tras siete años de relación clandestina— con la Miss Bolivia Isabel Donoso Trigo, hija de un exprefecto de Tarija, Valmoré Donoso. Si las casas hablaran…

Uno de los que no tiene problemas estéticos es el cochabambino Jaime Paz Zamora, el último presidente que ha terminado su mandato. Lo hace en compañía de su madre, la tarijeña Edith Zamora Pantoja. El “Gallo” —acostumbrado a su mansión campestre del Picacho a orillas del río  Guadalquivir— recuerda que la casa no era nada del otro mundo. En el aquel su jardín corría una vicuña (de nombre “Uyuni”, según me cuenta Pablo Cingolani) y una llama que a veces se escapaban y trotaban por toda la avenida Arce hasta la plaza Isabel la Católica, la vieja Plaza del Óvalo.

Ese par de camélidos no son los únicos animales que han poblado la Residencia Presidencial. ¿Cuántos perros y perras han pasado? Incontables. El más famoso, sin lugar a dudas, es “Ringo”, el perro de Evo. (Nota mental dos: me acuerdo que el expresidente orureño confesó en su momento que las primeras noches que habitó la Residencial allá por 2006 tuvo problemas para dormir. ¿Serían los fantasmas de la casa maldita?).

El perro Ringo con el entonces presidente Evo Morales y tres de sus ministros; entre ellos, el actual mandatario Luis Arce.

Un día, tras el derrumbe en el cercano barrio de Llojeta, “Gringo”, así se llamaba, se “parqueó” en la puerta de la Residencia y fue adoptado (con cambio de nombre) por el presidente Morales. Durante el exilio de Evo en México y Buenos Aires, el actual presidente de la Cámara de Senadores, Andrónico Rodríguez, quedó a cargo de su cuidado en el Chapare. ¿Volverá Ringo alguna vez a la “pecera”?

Los (ocho) perros que acompañaron a la beniana Jeanine Áñez Chávez —la última moradora de la casa— en los 11 meses y 27 días que vivió en la Residencia Presidencial también fueron mediáticos. “Pitita” y “Negrito” (también rescatados de las calles), “Toto”, “Julieta”, “Florentina”, “Florentino”, “Federica” y “Reynaldo” fueron las “estrellas” cuando la presidenta de facto celebró en septiembre de 2020 el decreto que reglamentaba la ley contra el maltrato animal. Los ocho vestían con chalecos con camuflado militar, a tono con el gabinete que avaló/posibilitó las dos masacres de civiles (Sacaba y Senkata) a manos del Ejército.

Hoy, la Residencia Presidencial luce solitaria sin huéspedes ilustres. Pronto —en dos meses— cumplirá mil días vacía (más de dos años y medio). Los cuadros famosos que cuelgan en sus paredes acumulan polvo. Durante los 44 años de existencia de la casa, un buen número de obras de arte han pasado por el lugar. En 1980, un año después de su estreno, en la gestión de la presidenta Lydia Gueiler Tejada, se destinaron por decreto supremo 827.300 bolivianos para la adquisición de obras de arte para la casa de San Jorge.

En 1992, con la desaparición del Banco del Estado, el presidente Paz Zamora decretó la transferencia de 43 cuadros de “maestros coloniales y contemporáneos” al Palacio de Gobierno y a la Residencia Presidencial “con el objeto de enriquecer las colecciones artísticas que allí se encuentran”. Así, cuadros de Melchor Pérez Holguín, Enrique Arnal, Jorge de la Reza, Moisés Chiri Barrientos, Gil Imaná, Rimsa, Borda, Raúl Mariaca Guillén, Armando Pacheco Pereira, Alberto Medina Mendieta, José Ostria Garrón, entre otros llegaron a la “pecera”.

Hoy la “galería” de arte de la Residencia Presidencial no tiene ojos que la miren. El “acuario” se ha vuelto un gasto insulso. ¿Y si convertimos la maldita casa en un centro cultural? ¿Y si, plan b, levantamos un centro para la memoria histórica y la defensa de la democracia y los derechos humanos que tanta falta nos hace como ha sugerido mi colega/amigo Oscar Silva Flores? Quizás, así, la casa deje de estar maldita y la “pecera” tenga una nueva primavera.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricardo bajo, ABI y periódicos Presencia y El Diario

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Una conversación con el escultor Osvaldo Peña

'Me interesa la figura humana para hablar de otras cosas', sostiene el reconocido artista plástico chileno.

/ 11 de enero de 2025 / 23:39

El destacado escultor chileno Osvaldo Peña (1950) estuvo de visita por Santa Cruz de la Sierra, en ocasión de la sexta versión de “Días de Arte” (2024), en la que su trayectoria fue reconocida con el premio “Venus del Arte”. La organización, encabezada por Juan Bustillos, nos permitió coordinar una entrevista para el día de la llegada del artista a suelo cruceño. 

Peña realizó estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Desde 2008 forma parte de la comisión Metro Arte, encargado de las actividades culturales de la red de Metro de Santiago. Se ha desempeñado como académico de la Universidad Finis Terrae, en Santiago.

A sus setenta y tres años, fue padre otra vez, de un niño al que trajo a Bolivia de casi un año de edad. Peña llegó a Santa Cruz junto a su esposa e hijo menor. Del hotel nos tocó llevarlo al estudio de grabación del podcast. Recorrimos la ciudad desde Equipetrol hasta la zona central; el camino nos permitió tener un preámbulo. En ese ínterin, comentó que hacía años ya que había escapado de la vida citadina en Santiago de Chile, ya que se fueron junto a su esposa a las afueras, a un pueblo donde armó su casa taller, donde trabaja rodeado de la naturaleza, sin preocuparse por la bulla que genera. Sólo debe volver a la ciudad los días que le toca dictar clases en la universidad, para un taller de escultura en madera y otro de escultura en acero. 

En la entrevista que resumimos a continuación, Peña se refirió a la pasión por la escultura, su modo de trabajar, las obras en espacio público, lo temas que investiga en su práctica en la actualidad, entre otros tópicos. 

¿Qué significa la escultura en tu vida?

El hacer escultura, como ser médico o carpintero, es una forma de vida. Yo me levanto y sé que tengo algo importante que hacer ese día. Siento que mi vida es para eso, yo vivo para eso. Independiente ya de que hay que hacer otras cosas, no paso todo el día en mi taller, pues hay que relacionarse, hay que vivir, hay que proveer. Pero siento que hacer escultura es una manera de vivir, básicamente una forma de trabajo, en la que uno está plenamente involucrado, que te gusta y que te llena, a diferencia de otros trabajos que son alienantes y te frustran. Para mí hacer escultura es un trabajo que me da vida. 

¿Cómo se conocieron con Juan Bustillos, el anfitrión de Días de Arte?

Fue gracioso, nos conocimos hace casi unos treinta años en un simposio en un pueblo de Argentina. Después que nos presentaron, le dije “encantado de conocerte”, y él me respondió “devuélveme el mar”. Eso me dejó mal, le dije que había que esperar que nuestros gobernantes se pusieran de acuerdo. Y así, un poco tirante al principio. Más tarde pude notar que él no tenía cejas, tal como yo, así que se lo dije, y de ahí empezamos a contarnos anécdotas y chistes. El tiempo nos hizo amigos. Luego durante varios años no tuvimos contacto, hasta que hace poco nos reencontramos en otro evento y ya estamos hablando de nuevo más seguido.

¿Cómo trabajas para hacer una escultura, partes de una forma previa que tienes en mente o te basas en la forma de los materiales que usas?

Hace mucho tiempo, para trabajar las figuras tomaba una fotografía y la proyectaba a modo de diapositiva sobre la madera, buscando la escala que me diera. Ahora último, he optado más por ver si el tronco tiene una forma que me acomoda o que me sugiere y aprovecho esa rama, esa grieta, el nudo o el color. Voy sintiendo que me lleva las características de esa materia, como que me dejo llevar por esa materia, es como una forma de explorar o entender, no estar desde afuera sino “junto con”.

¿Podría decirse que tu trabajo es esencialmente inclinado al arte figurativo?

Básicamente mi trabajo está construido a partir de la figura humana, pero no me interesa la figura humana como un fin en sí mismo, sino como una metáfora para hablar de otra cosa que tampoco tengo muy clara que es, siendo muy honesto. Pienso por ejemplo en esculturas que hice como el “Guardián del bosque”, o “el hombre árbol”, o “la serpiente”, la relación que hay con el paisaje… la madera habla de árbol, y el árbol para mí es un símbolo del ser humano. Es porque es vertical, igual que nosotros, tiene raíces, tronco, ramas, tiene un color que se asemeja a nuestro color de piel…, básicamente eso. Siento que lo que quiero transmitir se da desde la materia, pero hay materiales y materiales. Hay materiales que se pueden transformar en materia y entregar presencia y que te ayudan a transmitir lo que quieres, pero hay otros que quedan como eso nomás, lo que son, puede ser una lata, un pedazo de acero, un trozo de madera… En cambio, si logras sublimar esa materia, entra en otro estado y se torna en una opción casi mítica, digamos.

Me comentabas en el camino que ahora prefieres trabajar con los materiales dejando las cicatrices abiertas, coméntanos a que te refieres.

Para mí simbólicamente, como decía, el árbol es el hombre. Cuando comencé con la madera buscaba efectos, que no se noten los ensambles, y si veía una grieta trataba de invisibilizarla, buscaba un trozo de madera que tuviera el mismo color que la veta… Pero con el tiempo me di cuenta de que esa grieta era parte de la vida de esa materia, se hincha, se seca, se agrieta, y empecé a verlas como se entiende en el cuerpo humano las arrugas, las cicatrices, etc., entonces empecé a parcharlas con otro color, queriendo que fueran notorios, para que visualmente uno pudiera verlo casi desde un efecto pictórico. Y ahora último simplemente lo dejo, lo que es nomás. Es parte de la vida de las maderas y de su característica, agrega una luz distinta, una textura distinta.

¿Con que tipo de maderas prefieres trabajar y cómo las consigues?

Me gusta el ciprés. Lo que conseguimos para trabajar eran restos de bosques que se quemaron. Es una madera que no arde con facilidad, así que se puede usar lo que quedó. También trabajo con lo que cae en la calle: por los vientos muy fuertes, hubo una gran cantidad de árboles que cayeron en Santiago. Salgo con mi motosierra en la camioneta, me acompaña mi señora, y recojo a veces con ayuda de personas del lugar. Me nutro de lo que está en la calle. Y también de lo que sale de mi casa; durante muchos años tuve un huerto de almendros, y todos los años había que podar, sacar lo que está muerto y no sirve. Lo empecé a juntar y con eso hice obra también. No me limito por los materiales para trabajar, los materiales están a donde uno mire, cualquier material es bueno, las tapas de Coca Cola, la tierra, pasto, la madera, fierro oxidado, todo depende de qué nueva vida le queremos dar a esa materia.

Tus esculturas en espacios públicos son de lo más representativo en tu trabajo. ¿Cuál es tu concepción de la escultura en relación al espacio público y qué es lo que te gusta de esta opción?

Cuando me tocó hacer una escultura para espacio público, intenté siempre que se integre a la arquitectura, al movimiento, al uso, y de una manera simbólica, que represente algo. Me gusta que la escultura publica es una forma democrática de que el arte esté en la calle o en un edificio público. En el caso mío, lo que más me gustó que he construido fue en el metro de Santiago, una obra grande. Parece que son alrededor de dos millones de personas que transitan al día y pueden ver la obra. Yo creo que ya no la ven, porque como la ven todos los días… Pero bueno, eso es lo que me gusta. Está a disposición de todos.

Según algunas teorías, la instalación vendría a ser la cuarta fase dentro de las artes plásticas; habría iniciado del fresco a la pintura, después de lo bidimensional se pasó a la escultura y más recientemente apareció la instalación. ¿Tú has experimentado con el lenguaje de la instalación?

Solamente una vez hice algo que artistas conceptuales me dijeron que era una instalación. Yo no lo quise hacer [risas]. Trabajando con una madera maravillosa que tenemos allá, rematé con una columna. Yo lo tomé de una iglesia del sur de Chile, del altar de la iglesia, y me imagino que ahí debió ser una columna, por la base y el remate. E hice unas quince de estas, lo cual conformó como una especie de bosque. Es posible que haya sido una instalación. Reconozco que algunas instalaciones me gustan mucho, otras no las entiendo. O no tengo paciencia para verlas, sobre todo las que tienen una televisión de por medio. Pero hay cosas interesantes.

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La gentrificación en Puerto Rico, reflexionando con Bad Bunny

La población de Puerto Rico viene sufriendo un proceso de desplazamiento por parte de migrantes ricos.

/ 11 de enero de 2025 / 23:27

En este artículo analizaremos desde una perspectiva urbanística el nuevo álbum de Bad Bunny «Debí tirar más fotos», un potente manifiesto de denuncia contra la gentrificación en Puerto Rico. Además, establece paralelismos con el desplazamiento y borrado cultural que sufrió Hawái, un proceso que resuena de manera global en muchas otras regiones del mundo afectadas por dinámicas similares.

La gentrificación es un proceso de desplazamiento

La gentrificación es un proceso de transformación urbana en el que las comunidades originales de un área son desplazadas por personas con poder económico. Este «progreso» tiene unas implicaciones sociales de pérdida de identidad cultural, aumento de la desigualdad económica, cambio en el uso del espacio público, aumento de precio de la vivienda y efectos en la salud mental y bienestar en los desplazados.

En Puerto Rico, la gentrificación se ha acelerado desde el huracán María en 2017. Desde entonces, la isla ha vivido una transformación devastadora por las políticas que aprovecharon la catástrofe como una oportunidad para acelerar el desplazamiento de los puertorriqueños. La devastación dejó un vacío demográfico que rápidamente fue llenado por extranjeros, mayormente estadounidenses, atraídos por leyes como la Ley 22, que ofrece exenciones contributivas del 100% sobre ingresos generados en Puerto Rico. Estos incentivos han fomentado la llegada de inversionistas que ven la isla como un paraíso fiscal y turístico, mientras para los residentes locales vivir allí se vuelve cada vez más difícil.

El huracán María expuso la negligencia gubernamental y la ineptitud de las autoridades para gestionar la emergencia. Un estudio de la Universidad de Harvard estimó que más de 4,000 personas murieron debido al impacto directo e indirecto del huracán, muy lejos de las 16 muertes inicialmente reportadas por el gobierno estadounidense. Las miles de familias que quedaron desamparadas enfrentaron un sistema de salud colapsado, servicios gubernamentales ineficientes y una falta de apoyo real para la reconstrucción. Como resultado, entre un 12% y un 17% de la población migró a Estados Unidos, en especial a estados como Florida y Nueva York, en busca de estabilidad económica y acceso a servicios básicos.

En su álbum Bad Bunny deja claro que la migración masiva no es un acto de voluntad, sino una imposición de las circunstancias: “Aquí nadie quiso irse, y quien se fue sueña con volver”. Estas palabras reflejan la añoranza de quienes han tenido que abandonar la isla y el deseo de recuperar un Puerto Rico que sea para los puertorriqueños.

Esta migración masiva no fue casualidad. Como señala el planificador José Rivera Santana “PR atraviesa un acelerado proceso de gentrificación, que conlleva el encarecimiento del espacio y desplaza a las personas pobres para dar oportunidad a las ricas”. Los aumentos desmesurados de los precios de la vivienda han desplazado a miles de puertorriqueños.

Mientras los burgueses disfrutan de jugar golf en más de 20 campos en la isla y navegan desde puertos deportivos de lujo como el Club Náutico de Palmas del Mar, los puertorriqueños se ven obligados a abandonar sus comunidades de origen por la inflación del mercado inmobiliario. Según un informe de 2023, aproximadamente el 40% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, una cifra alarmante que contrasta con los millones invertidos en proyectos que no benefician a las mayorías.

La proliferación de desarrollos inmobiliarios de lujo en zonas como Dorado, Viejo San Juan, Palmas del Mar, Condado y Santurce, han privatizado el paisaje urbano cerrando estas comunidades, limitando su acceso a extranjeros. El resultado es un paisaje urbano cada vez más fragmentado, con enclaves exclusivos para los recién llegados, rodeados de comunidades locales empobrecidas y cada vez más desplazadas. 

En la canción «EoO», Bad Bunny concluye con un poderoso recordatorio: “Tás escuchando música de Puerto Rico, cabrón. Nosotros nos criamos escuchando y cantando esto en los caseríos, en los barrios”. Esta frase resuena como un manifiesto que reivindica la identidad de PR y las formas de vida que han dado sentido al espacio.

La narrativa visual y musical de Bad Bunny

El corto que acompaña el álbum inicia con un paisaje pintoresco que evoca la nostalgia de un Puerto Rico que, según Jacobo Morales, cineasta y narrador del video, poseía «una magia increíble». Sin embargo, esta imagen se contrapone con escenas de un barrio gentrificado, donde predominan elementos de una cultura extranjera subrayando la transformación sociocultural que afecta a la isla.

El «quesito sin queso», una frase mencionada en el corto, se convierte en una metáfora del vacío cultural que la gentrificación está generando. Bad Bunny refuerza este mensaje en la canción «Lo que le pasó a Hawai», donde denuncia cómo el desplazamiento y la comercialización amenazan con borrar la identidad puertorriqueña.

En el corto se refleja la imposición de una estética y funcionalidad ajena a las necesidades locales, como la proliferación de negocios dirigidos a turistas o residentes extranjeros, y la desconexión entre los habitantes originales y su entorno.

Este proceso recuerda el caso de Hawái, otro territorio bajo control estadounidense que experimentó una transformación similar. En Puerto Rico, el flujo constante de estadounidenses ricos está convirtiendo vecindarios tradicionales en enclaves exclusivos, lo que pone en peligro no solo el acceso a la vivienda asequible, sino también la preservación de la cultura e identidad puertorriqueñas. Para muchos, este fenómeno es una continuación del colonialismo estadounidense, adaptado al siglo XXI, donde en lugar de armas, se usan incentivos fiscales y especulación inmobiliaria para despojar a los pueblos de sus territorios.

El capitalismo del desastre y la gentrificación

El capitalismo financiero ha perpetuado en Puerto Rico desigualdades estructurales bajo el disfraz de “desarrollo”, mediante un proceso de acumulación por despojo, en el que se utilizaron políticas neoliberales como herramienta para reorganizar el territorio y las relaciones sociales en función de los intereses de los extranjeros. En este contexto, el territorio es cada vez más mercantilizado y despojado de su función social, subordinándolo completamente a la lógica de la acumulación capitalista.

Miles de puertorriqueños emigraron debido a la falta de recursos, infraestructura y apoyo gubernamental, dejando tras de sí propiedades y espacios publicos vulnerables a la especulación. La salida forzada de miles de personas facilitó la adquisición de bienes inmuebles a precios irrisorios por parte de inversionistas extranjeros, muchos de los cuales se beneficiaron de incentivos fiscales diseñados exclusivamente para ellos.

Mientras tanto, a los residentes locales, especialmente en áreas costeras como Joyuda, se les negaron permisos para reconstruir sus hogares destruidos por el huracán. Esto reforzó la precarización de las comunidades y sentó las bases para la reconfiguración del paisaje urbano y costero en enclaves exclusivos al mercado internacional. Este proceso ha resultado en la privatización del acceso al mar y otros espacios públicos, despojando a las comunidades locales de su relación histórica y cultural con su territorio.

En los últimos dos años, el precio de las propiedades ha subido un 24%, mientras que las instituciones financieras han impuesto barreras estrictas para acceder a préstamos hipotecarios, para la clase trabajadora en Puerto Rico. Este proceso se agrava con la expansión de los alquileres temporales, impulsados por plataformas como Airbnb, que han reducido la disponibilidad de viviendas para residentes locales. Con una tasa de desocupación habitacional del 16.1%, una de las más altas entre los territorios de Estados Unidos, queda en evidencia un modelo económico que prioriza a los extranjeros y relega el derecho a la vivienda de los puertorriqueños. 

Las historias paralelas de Puerto Rico y Hawái 

La analogía entre Puerto Rico y Hawái que plantea Bad Bunny no es casual. Ambas islas comparten historias de colonización, explotación económica y despojo cultural. En el caso de Hawái, su anexión como el Estado número 50 de los Estados Unidos en 1959 resultó en el desplazamiento de la población nativa y en la transformación de su cultura en un producto comercializado para el turismo.

Puerto Rico, aunque no es un estado, enfrenta un destino similar. La llegada masiva de norteamericanos después del huracán María y las políticas fiscales que benefician a residentes extranjeros han transformado sectores enteros de la isla, dejando a muchos puertorriqueños fuera del mercado inmobiliario y obligándolos a emigrar. Actualmente, hay más puertorriqueños viviendo en Estados Unidos continentales (alrededor de 6 millones) que en la isla misma (aproximadamente 3 millones).

La gentrificación no solo transforma los espacios físicos, sino que también redefine las dinámicas sociales y culturales. En su cortometraje, Bad Bunny ilustra cómo negocios tradicionales, como las panaderías de barrio, han sido reemplazados por cadenas de cafeterías desconectadas de la cultura local, que incluso rechazan el uso de efectivo, excluyendo aún más a la población local. Este fenómeno refleja un desarraigo profundo, donde las expresiones cotidianas de la cultura puertorriqueña son desplazadas por un modelo de consumo globalizado, alejado de las necesidades de los habitantes.

Con su nuevo álbum, Bad Bunny invita a los puertorriqueños a reflexionar sobre el valor de su cultura y a defender su territorio frente a las fuerzas que amenazan con transformarlo irreversiblemente. En palabras del propio artista: «No, no sueltes la bandera ni olvides el lelolai. Que no quiero que hagan contigo lo que le pasó a Hawái.» Este mensaje resuena no solo en Puerto Rico, sino en todas las comunidades que enfrentan procesos similares de desplazamiento y borrado cultural. En este contexto, el trabajo de Bad Bunny se convierte en mucho más que una expresión artística: es un acto de resistencia.

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Ángelo Valverde: ‘Entre el Cielo y la Tierra’

El artista Ángelo Valverde presenta un monumental tríptico que fusiona la tradición del retablo cristiano con la cosmovisión andina.

/ 11 de enero de 2025 / 23:14

En materia cultural, este 2024 culminó con una gratísima y sorprendente muestra en la Casa Museo Inés Córdova – Gil Imaná: se trata del tríptico monumental de Ángelo Valverde titulado «Entre el Cielo y la Tierra». Hablamos de un retablo, herencia de la tradición cristiana figurativa, de dimensiones colosales —de forma abierta, 2,10 x 4,30 mentros y, en formato cerrado, 2,10 x 2,25 metros— que se puede categorizar como la obra cúspide en la carrera del eximio pintor, que ya lleva décadas otorgándonos personajes, entidades, pinceladas, colores y universos fascinantes para representar no los Andes en general, sino sus Andes, el mundo que se filtra a través de su propia mirada, de su poética personal.

En el panel izquierdo se presenta un moreno ataviado con espléndido traje y una máscara, mirándonos de frente con la sonrisa pícara y atemporal de las entidades tectónicas. Los pasos de baile cansinos se despliegan en la imaginación junto al saltar de los sapos de un colorado radiactivo.

En el panel central vemos a la pareja solemne, hierática, de pasantes del Preste en honor al Señor del Gran Poder, mismo que figura en el espacio central superior de toda la composición. Los rostros y posturas del hombre y la mujer ilustran a la perfección el dominio de Valverde para caracterizar, dar personalidad y profundidad a estos personajes andinos que, por la libertad estilística, lindan con el arquetipo de la paceñidad, en lugar de retratar a individuos particulares.

En el panel derecho, una cholita paceña baila con atuendo de gala: los flecos de su mantilla, la posición de su matraca y el giro de su pollera sugieren movimiento, ritmo, baile, fiesta, sin recurrir a mayores artificios pictóricos, capaces de despojar a la obra de su aspecto casi escultórico, casi fuera del tiempo. Los lagartos que la rodean parecen recordarnos la cualidad a la vez onírica y material, trascendental e inmanente, religiosa y pagana, de la fiesta y lo festivo en la cosmovisión legada por estos parajes cordilleranos.

Lo que diferencia este retablo del resto de la obra de Ángelo Valverde es, probablemente, su inclinación hacia una suerte de minimalismo compositivo; los rasgos abigarrados del mundo imaginario que antes desataba con sus pinceles se ven abstraídos y concentrados en figuras aisladas. En ese sentido, atestiguamos una composición más clásica que barroca: priman la simetría, la geometría grecorromana, el arco y el espacio escenográfico. Sin embargo, ese roce con la asepsia del arte florentino se ve contrarrestado por el uso de una paleta tan ecléctica como eléctrica que combina con osadía tonos complementarios y valores de elevado contraste, aprovechando selectos puntos áureos de la superficie. La transición de una sombría pared verde esmeralda a un diáfano cielo turquesa es coronada por la aparición de la luna andina entre espesas nubes. En los extremos del panel central, como fondo mitológico, emergen el Illimani y el Mururata, centinelas de un cosmos donde los sueños de los vivos acompasan el baile de los muertos, donde el cielo y la tierra se reúnen en lugar de oponerse, donde Alaxpacha y Manqhapacha se saben abrazar en el tiempo suspendido de la fiesta del Señor del Gran Poder.

A diferencia del «surrealismo fotográfico» de Cristian Laime o del hiperrealismo (también fotográfico) de Rosmery Mamani, Ángelo Valverde apuesta por una solución pictórica de la representación, una estilización figurativa tanto en el cuerpo humano como en el paisaje. Es esa particularidad la que le da a su obra un aura mitológica y un carácter verdaderamente festivo. Los símbolos allí inmersos no funcionan como códigos o estereotipos, sino como vehículos de la imaginación telúrica escondida en la psiquis de quien observa.

Una vez cerrado el retablo, como una caja de Pandora, se guardan las imágenes que pasan a la esfera del secreto, de la latencia. Esa posibilidad en el acabado involucra el teatro, la instalación y la puesta en escena, haciendo que el juego semántico se despliegue por territorios más vastos que la sola representación pictórica. Esperamos ansiosamente que en 2025 más público pueda acceder a este monumento visual y que numerosas muestras lo desplieguen a lo largo del país y el mundo, para que sus secretos no permanezcan cerrados bajo llave por mucho tiempo.

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Dança à Deriva (parte III): el arte de conversar con el otro

La tercera crónica y reflexión sobre el festival de danza contemporánea que se desarrolló en San Pablo, Brasil.

/ 4 de enero de 2025 / 21:14

¡Qué difícil es mantener una conversación real! Los artistas invitados a Dança à Deriva, se dijo, pasábamos 24 horas del día juntos y, todas las tardes, teníamos que hablar de las obras del día anterior. Con alguna excepción, la sensación con la que yo me quedaba era la siguiente: después de las presentaciones, en grupos más íntimos y en momentos de distensión con una cerveza en mano, todos daban sus impresiones reales de las obras. Mientras que ya en los conversatorios reales, con la grabadora apuntándote y los/las hacedores enfrente, la situación era otra: nos palmeábamos las espaldas y nos decíamos que todos los artistas del mundo son maravillosos, originales, válidos, necesarios…

Además, casi no había público externo, éramos nosotros mirándonos a nosotros. ¿Por qué? Solange Borelli lo dijo un par de veces: a ella no le interesa el público porque nosotros –los invitados– somos más que suficientes para llenar la sala. Muchos de los artistas parecían concordar en esa visión contra el público o de desinterés ante él (cosa que nunca me había pasado en Bolivia, ¿será que porque no tenemos fondos gubernamentales nos interesa que alguien pague entradas para ver teatro?). Pero yo intuyo además otra cosa: alguien externo, que vaya a ver esas obras, en general, saldría renegando. Ni siquiera nosotros –gente del mundo del arte– iríamos al festival luego de la segunda o tercera noche.

Y es que son muy pocas las obras (yo diría que un tercio de las presentadas) que pensaron en sus espectadores. Señal de eso es que, incluso existiendo el espacio del conversatorio, muy pocos creadores ponían sobre la mesa la pregunta explícita de: «¿Qué no funciona en mi obra?». Pregunta clave teniendo artistas de 11 países diferentes, tantas opiniones sobre la mesa… Es un síntoma de un mal mayor: los artistas (¿especialmente los de la danza?) no saben conversar. Por suerte, hay excepciones en este encuentro y con esta última, que a mi parecer tiene mucho que enseñarnos, cierro esta serie de textos.

Amor es mirarse al espejo y no romperlo (Argentina)

Hay muy poco teatro en el festival –solo dos obras, esta y «La caja de las voces», del elenco guatemalteco Apartamento 302– y a veces se siente injusto comparar una obra de danza con una de teatro. Sin embargo, como ya vimos en los textos anteriores, esa posibilidad de conectar con el público no es exclusiva de ningún arte escénico; se trata de una conciencia y de un trabajo.

Esa conciencia y ese trabajo son muy explícitos en «Amor es mirarse al espejo y no romperlo», obra dirigida por Camilo Araya y Ailén Boursiac, con diseño escenográfico de Boursiac y Agustín Sánchez Labrador, e interpretada por Araceli Genovesio. Ellos la tienen clara y juegan con las posibilidades de ese diálogo. La primera escena, clave siempre de toda obra, nos lo dice con cierta violencia: Araceli, o bueno, alguno de sus personajes (porque será varios a lo largo de la obra, persona plural, casi rizomática) nos espera con una escopeta. Nos apunta uno a uno. Así nos avisa de algo: esta obra está dirigida a ti, quizás sea violenta, pero será precisa, como un disparo entre ceja y ceja, dará en el blanco, a toda costa. ¿Cuál es ese blanco? El cuerpo gordo, pero no solo el de ella, ahí en escena, sino el cuerpo gordo ese que todos tenemos en tanto que nos hemos rechazado, hemos hecho dietas, nos hemos obsesionado con vernos de una determinada manera. Quiere que nos duela no aceptarnos y no aceptar al otro y que nos riamos también de eso, porque solo en la risa algo se transforma.

Esto solo se logra al hacer ese su cuerpo único, algo universal. Para ello, la actriz construye cientos de voces, miles. Ella encarna al 2006, a una sociópata, a una chistosilla, y, la peor de todas, la intelectual… Solo así, habitando ese su cuerpo con tanta potencia, despersonalizándose como el mago que desaparece ante tus ojos y haciendo aparecer otra cosa o en otro lugar, o –este término les gustaba mucho en el encuentro– dislocando el ser o no ser, nos incluía a nosotros, los espectadores. Esto se potenciaba a partir de 3 mecanismos:

1. Las referencias históricas. El primer mecanismo es muy latinoamericano, pero es aquí usado con sutileza y precisión: el año 2006, que es el año en el que los jeans «chupados» (como decíamos en Bolivia) se pusieron de moda, jodiendo la vida de «la gorda», también fue el año de las izquierdas (subió Evo Morales al poder, murió Pinochet y ganó Michelle Bachelet, entre otros en todo el continente…). Lo dice un personaje espantoso, vestido como loco entre jeans; escupe esta su defensa de ser un gran año entre babas que muestran también el gran manejo corporal de la actriz. El entrecruce entre lo personal y lo histórico pone en crisis a ambos ejes con gran inteligencia: ¿Acaso no son opuestos los jeans chupados, donde no entran las gordas, con los discursos de izquierda? ¿Cómo pueden suceder al mismo tiempo ambos sucesos? ¿Será porque, a decir de Brecht, la guerra implica la paz o será porque aquí hay una crítica a lo histórico desde lo personal? No me animo a dar una respuesta.

2. La interpelación directa al espectador. La intérprete juega a hacernos preguntas o a usar imágenes que ya conocemos que nos fuerzan a buscar en nuestros propios archivos personales. Por ejemplo, a unos argentinos que había en la sala, les pregunta si se imaginan a qué bar se fueron sus amigos en Bariloche –mientras ella sufría de fiebre por haber hecho «poto-cross» (diríamos en Bolivia) en la nieve sin ropa para la nieve porque no existía en su talla–; ellos responden y ella les dice que no, que deben ser muy viejos. También saca a un sacerdote-pastor evangélico-gurú hippie posmoderno, que nos da una dieta para lograr el equilibrio entre la mente, el cuerpo y el espíritu. Las interpelaciones nos hacen reír y nos llevan a un mundo de exageración que, aunque funciona como espejo, nos llena de goce y fiesta.

3. El archivo personal y la exposición del yo. Brillantemente, de fondo, irán apareciendo videos de esa rara y divertida Araceli. En ellos no solo se evidencia lo autobiográfico del asunto o lo real de la situación (en uno de los videos, de casualidad, alguien le grita «gorda»), sino que sirven para generar una empatía que Araceli va tejiendo con habilidad, cual Aracne en sus telas, para dejarnos a todos fritos. Por eso, la obra acaba con ella, desnuda, sin luz más que una linternita de luz negra; con ella ilumina su cuerpo donde, con tinta fosforescente, se han repasado sus estrías. Esa exposición del yo ante el otro, ese gesto de decir: «sí, soy vulnerable», nos recuerda que justamente solo podemos amarnos en esa vulnerabilidad y que solo ahí las cosas cambian.

Entre ladrillos haciendo sendas, pollos de hule uniendo las voces de lo social y estrías que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad y nuestra capacidad de amar, se acabó el Dança à Deriva y, con sus luces y sombras, algo de mí se quedó en ese intenso encuentro de 10 días. Un encuentro, sin duda, que necesita repensarse, quizás con otras nociones de curaduría o con una programación menos extensa. Sin embargo, un encuentro que es necesario y que esperemos siga cumpliendo muchos más años de vida. Y es que la deriva para mí es eso: el cambio constante ante el abismo.

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El Juego del Calamar, un reflejo actual de la humanidad

La serie coreana, que presenta un futuro distópico y con la humanidad contra las cuerdas, es un éxito mundial. Nos habla de las ansiedades propias del mundo hoy.

/ 4 de enero de 2025 / 20:59

Desde su estreno en 2021, El Juego del Calamar, el drama de supervivencia surcoreano creado por Hwang Dong-hyuk, ha capturado la atención global al ofrecer una narrativa profundamente arraigada en las desigualdades sociales y los dilemas morales. Con su segunda temporada, la serie amplía su exploración de estas temáticas, mostrando a sus personajes enfrentarse a decisiones aún más complejas en un mundo donde el capitalismo y la avaricia dictan las reglas del juego. Al mismo tiempo, resultan evidentes las conexiones con otros fenómenos de la cultura pop, como Los Juegos del Hambre y John Wick, que comparten su capacidad para analizar las tensiones entre la moralidad individual, los sistemas opresivos y la muerte como algo naturalizado.

El juego y los dilemas morales

En su núcleo, El Juego del Calamar es una incisiva crítica a las estructuras sociales que perpetúan la desigualdad. En la primera temporada, los participantes se vieron atrapados en un juego mortal que los obligaba a traicionarse mutuamente para sobrevivir. Sin embargo, la segunda temporada introduce un nuevo nivel de complejidad al permitir la votación obligatoria tras cada juego. Esta regla no solo obliga a los jugadores a reflexionar sobre sus decisiones, sino que también expone la lucha entre la supervivencia personal y la moralidad colectiva. 

El protagonista, Seong Gi-hun, regresa a los juegos con un propósito claro: desmantelar el sistema corrupto que los sustenta. Sin embargo, este objetivo no lo exime de enfrentar intensos dilemas éticos, pues el entorno lo empuja constantemente hacia la complicidad con un sistema que desprecia. La serie destaca cómo la desesperación económica puede conducir a decisiones moralmente cuestionables, haciendo eco de las experiencias de millones de personas atrapadas por deudas en un sistema económico implacable. 

Además, la incorporación de nuevos personajes, como Thanos, un estafador vinculado al mundo de las criptomonedas, enriquece la narrativa al añadir capas adicionales de crítica social. Thanos simboliza los peligros del capitalismo digital y cómo las promesas de riqueza rápida pueden ser tan devastadoras como las estructuras económicas tradicionales. 

Conexiones  

El impacto cultural de El Juego del Calamar no puede entenderse por completo sin compararlo con otros fenómenos que también exploran la supervivencia en contextos extremos. Los Juegos del Hambre y John Wick son dos ejemplos destacados que, aunque distintos en tono y estilo, comparten temáticas y preocupaciones similares. 

En Los Juegos del Hambre, los tributos son obligados a competir hasta la muerte como parte de un espectáculo diseñado para reforzar la autoridad del Capitolio sobre los distritos oprimidos. La serie, al igual que El Juego del Calamar, critica cómo las élites utilizan el sufrimiento humano como un medio de entretenimiento y control social. Sin embargo, Los Juegos del Hambre pone énfasis en la rebelión abierta liderada por Katniss Everdeen. El Juego del Calamar se centra en los dilemas éticos individuales de sus personajes, quienes deben decidir si seguir participando o resistir. 

Por otro lado, John Wick presenta un enfoque diferente. La franquicia no se desarrolla en un contexto de desigualdad económica explícita, sino en un submundo criminal regido por reglas estrictas donde la supervivencia depende de la habilidad y la lealtad. Aunque estilizado y menos político, el universo de John Wick comparte con El Juego del Calamar la exploración de las consecuencias de participar en un sistema donde la violencia y la traición son inevitables. Ambos destacan cómo las decisiones de los protagonistas están condicionadas por su entorno, lo que plantea preguntas sobre el libre albedrío en sistemas opresivos. 

Un espejo de la sociedad contemporánea 

La conexión entre estas narrativas refleja preocupaciones sociales compartidas en el siglo XXI. Transcurrido un cuarto del siglo en curso, la humanidad enfrenta desafíos significativos, como la creciente desigualdad económica, la desconfianza hacia las instituciones y la deshumanización provocada por la tecnología y la globalización. Nada raro que, en filosofía, por ejemplo, aparezcan planteamientos como el transhumanismo. Estas historias, aunque ficticias, sirven como espejos que permiten a las audiencias examinar sus propias realidades. 

En El Juego del Calamar, la brutalidad de los juegos y la indiferencia de los espectadores ricos hacia el sufrimiento de los jugadores resaltan la banalización de la violencia en la cultura moderna. Este comentario se amplifica al compararlo con el Capitolio de Los Juegos del Hambre, donde la élite disfruta de las competencias como un espectáculo grotesco que despoja de humanidad a sus participantes. La crítica implícita es clara: en un mundo saturado de contenido, el sufrimiento ajeno se convierte en una forma de entretenimiento. Se erosiona y tiende a desaparecer la empatía colectiva.

Si piensan que esto es queda meramente en historias que pertenecen al mundo del entretenimiento, vean cómo los actores políticos alrededor del mundo, incluyendo a los de nuestro país, hablan de sus adversarios como si se tratase de subhumanos, llamándolos bestias o describiéndolos como hordas u orcos.

Estas narrativas aspiran a normalizar el odio y el resentimiento al punto de hacer aceptable el maltrato a los otros e incluso su muerte. Hay toda una lucha por despojar de su humanidad a grupos enteros, etnias y países.

La decisión de Gi-hun de regresar a participar en El Juego del Calamar, al igual que la determinación de Katniss de liderar una rebelión en Los Juegos del Hambre, plantea preguntas fundamentales sobre el sacrificio personal por el bien colectivo. Mientras tanto, la violencia estilizada de John Wick ofrece un comentario más abstracto, pero igualmente poderoso sobre la resistencia individual frente a un sistema corrupto. 

El papel de la cultura pop

El éxito de estas historias no es accidental. Su popularidad refleja un momento cultural en el que las audiencias buscan más que entretenimiento; buscan sentido. En un mundo marcado por la incertidumbre económica y la polarización social, estas narrativas proporcionan tanto catarsis como una forma de reflexión crítica. 

La cultura pop actual, como lo demuestra el impacto global de El Juego del Calamar, tiene la capacidad de abordar temas complejos de manera accesible, desafiando a las audiencias a cuestionar sus propias creencias y valores. Al hacerlo, trasciende el mero entretenimiento para convertirse en un vehículo de cambio social y un registro de las preocupaciones humanas contemporáneas. 

El legado duradero del Juego del Calamar

Con la confirmación de una tercera temporada, El Juego del Calamar sigue consolidándose como una de las narrativas más influyentes del siglo XXI. Su habilidad para entrelazar una historia emocionante con un comentario social incisivo garantiza que permanecerá relevante en los años venideros. Al igual que Los Juegos del Hambre y John Wick, la serie no solo cautiva, sino que también invita a reflexionar sobre cuestiones fundamentales de la condición humana. 

En última instancia, estas historias no solo entretienen, sino que también iluminan las tensiones y los desafíos de una sociedad global cada vez más compleja. Al explorar los límites de la moralidad, la supervivencia y la resistencia, ofrecen un retrato poderoso de nuestras luchas compartidas, al tiempo que nos inspiran a imaginar un futuro más justo y humano. El Juego del Calamar, como otros fenómenos de la cultura pop, nos recuerda que, incluso en los momentos más oscuros, la humanidad tiene la capacidad de resistir, reflexionar y cambiar.

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