Una esvástica en el Illimani
Imagen: RICARDO BAJO
Una escalada al Illimani.
Imagen: RICARDO BAJO
En 1940 dos escaladores alemanes colocaron una esvástica en la cima. Ante eso, un boliviano y un inglés del Centro Boliviano Andino subieron y la quitaron.
Wilfried Kühn y Friedrich Fritz son hijos de la obsesión nazi por las montañas. Cuando colocan una esvástica sobre el Pico Sur del Illimani (a 6.460 metros dobre el nivel del mar) en marzo de 1940 creen haber alcanzado la gloria. Será su “fragmento precioso” (así lo denomina la psicología) que impida que sus nombres sean olvidados. Será su “Rosebud”; volverán a ese momento el resto de sus vidas. El famoso “übermensch” (el super hombre) de Nietzsche es un ser superior que vive en las montañas, lejos del mundanal ruido. Así se sentían Kühn y Fritz ese día; dos superhéroes en la punta del Illimani, con el mundo/La Paz a sus pies.
El III Reich de Adolf Hitler convirtió el deporte de montaña en una cuestión de Estado. Las hazañas en las grandes cimas del planeta formaban parte de la propaganda nazi y los montañeros eran convertidos rápidamente por la maquinaria de propaganda en auténticos ídolos. Quizás en eso pensaban Wilfried y Friedrich aquella mañana del 30 de marzo de 1940 cuando clavaron en el hielo lo que ellos llamaban “la bandera de Alemania”. El caso es que el tiro iba a salir por la culata; o el “piolet” iba a volar por los aires. El guardián, el espíritu protector de la ciudad, se iba a enojar. Y con él, todos los paceños.
Hacía solo tres años que otra montaña, a la que llaman “asesina”, había sepultado a la mejor generación de alpinistas alemanes, liderada por Karl Wien. El Nanga Parbat (la novena cima más alta del mundo con sus 8.125 metros) es una montaña sabia, como todas. Es el “ocho mil” más peligroso en el lado pakistaní del Himalaya: al día de hoy casi 100 montañistas han muerto bajo sus nieves.
El 15 de julio de 1937 una avalancha que cae desde la vertiente Rakhiot sepulta a 16 personas (nueve sherpas, seis alemanes y un austríaco). Hitler les había dado una orden: “deben llegar a la cima del Nanga Parbat o morir”. En 1934 otra expedición nazi —la primera a la cordillera más alta de mundo— había fracasado también con un balance de 10 muertos. No lo estaba pasando bien el alpinismo nazi. Quizás por eso Kühn y Fritz pensaron en darle una buena/pequeña noticia al “Führer”: una esvástica en el Illimani.
Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y gran aficionado a la montaña (en su juventud llegó a escribir una novela sobre el tema, Michael) cojeaba. No era precisamente la viva imagen de la idea “nietzschiana” de la superioridad racial. Pero fue el gran impulsor del uso perverso del deporte por parte de Hitler para lograr la raza aria perfecta: “el deporte solo tiene un objetivo, forjar el carácter alemán”. No contaban ni con el gran Jesse Owens (atleta negro que logró cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936) ni con los fracasos estrepitosos en el Nanga Parbat.
Los nazis se sentían a gusto en las montañas solitarias: los grandes precipicios, las nieves vírgenes, el hielo inaccesible, el frío y la falta de aire recordaban a los conflictos humanos insolubles y apasionantes. El ego inflado de una nación era una bandera del III Reich en lo más alto de la cumbre más deseada.
La magnífica cineasta, gran aventurera y nazi (se puede ser las tres cosas a la vez) Leni Riefenstahl también era alpinista y entró al mundo del cine de la mano de Arnold Fanck, pionero alemán del género de películas de montaña (con su mítica Der heilige Berg de 1926). Iba a ser la primera de muchas películas que iba a rodar Leni (como actriz y directora) en las cimas: El gran salto (1929, rodada en los Dolomitas), El infierno blanco del Piz Palu (1929), Tormentas sobre el Mont Blanc (1930) y La luz azul (1931, el filme que maravilló a Hitler). En sus mejores sueños Wilfried Kühn y Friedrich Fritz se veían como protagonistas de una película de Riefenstahl. Sabían que el defenestrado Ernst Rohm, el cofundador de las “Sturmabteilung” (las temibles SA), había vivido en La Paz hacía 10 años (entre enero de 1929 y octubre de 1930). Todo era posible, soñar es barato.
El episodio de Kühn y Fritz no va a tener un “happy end”. Es más, toda una ciudad se iba a levantar contra esa esvástica; no tanto por la bandera nazi sino porque esta había sido clavada por encima de la tricolor boliviana y en un tamaño mucho más grande. Pero volvamos al principio.
Wilfried Kühn viene de escalar el Chimborazo (6.263 metros) y el Illiniza (5.248 metros) en Ecuador. Y un monte que no sale en los mapas del Asia, el Tamabent, según ha contado al periódico New York Times. O eso replica La Calle. Ha llegado, antes de trepar el Illimani, a la cima del Sajama (6.542 metros) y al Jacha Cuno Collo (en la cordillera Quimsa Cruz, de 5.800 metros). La expedición alemana la completan Friedrich Fritz y Rodolf Boettger. El segundo ha intentado subir al Illimani en compañía del italiano Piero Ghiglione pero han fracasado; se han quedado a 600 metros de la cumbre.
Los tres alemanes —bien aclimatados a la altura— salen de La Paz el miércoles 27 de marzo de 1940 (en plena II Guerra Mundial) hacia Palca, vía Calacoto. Pasan por Quilliwaya y la finca Unni para llegar a la estancia Pinaya donde alquilan unas mulas y pasan la noche. El jueves trepan durante tres horas hasta el campamento base. Es una caminata fácil, no hay grandes cuestas. El resplandeciente Illimani está a sus pies; a un lado el altiplano interminable, al otro, el lago sagrado.
A las cuatro de la mañana del viernes, todavía sin la luz de la abuela sol, parten del campamento base. La ascensión se hace lenta: los ventisqueros son lugares lindos para detenerse, agarrar fuerza y dejarse maravillar por una belleza sin igual. Los desfiladeros cortan la respiración. Son angostos con espectaculares caídas a ambos lados. Al más mínimo error, “ch’akatau”. Los alemanes calzan botas de suela de goma y diez púas de ocho centímetros para clavarse fijos en el hielo. Dan pasos cortos, inclinan el cuerpo hacia adelante. Kühn, el más experto, abre la ruta; el resto pisa zonas con restos de nieve. Parecen una hilera de pingüinos. No sabemos cuántos porteadores caminan junto a ellos; tampoco sus nombres. Los “nadies” de las montañas son los grandes desconocidos, los verdaderos héroes del silencio.
Las cuerdas están tensas, todos se agarran a ellas como a la más firme esperanza. Trepan y trepan lentamente durante diez largas horas. Las vistas son únicas y el sentimiento de libertad, indescriptible. El cielo está al revés, las estrellas esperan en el piso. Bajo sus pies, los testigos de hielo tienen 18.000 años de historia.
A las seis de la tarde/noche una tremenda tormenta de nieve y viento manda a parar. La expedición alemana se encuentra exhausta a más de seis mil metros de altura sobre el nivel del mar. Con las pocas fuerzas que les quedan, cavan con sus piquetas un “vivac” (una cueva en el hielo) para pasar al raso toda la noche. El termómetro indica 10 grados bajo cero.
El sábado es del día D. Faltan apenas 300 metros para hollar la cumbre. Salen dos hombres para arriba con bastones con regatón de hierro y piquetas. Son Kühn y Fritz. Rudolf Boetteger ha pasado una mala noche y se queda en el campamento alto. Apenas tiene fuerza para poder bajar. A las 10 de la mañana, los dos nazis hacen cima. De sus mochilas sacan un pequeño mástil. En lo más alto colocan una esvástica, debajo —cosida y mucho más pequeña— una bandera de Bolivia, la rojo, amarillo y verde. A pie del mástil, entierran un cofrecito con sus tarjetas personales (la de Boetteger, incluida) y la fecha de la ascensión: 30 de marzo de 1940.
Los alemanes se toman fotos y ruedan con una pequeña cámara cinematográfica los extraordinarios paisajes. Es la primera vez que se escala el Illimani por ese costado, más escarpado y técnicamente más complicado. Cuando días después los nazis visitan el Observartorio de San Calixto y ven flamear la esvástica, sonríen y se dan la mano: “mission erfüllt”.
La primicia es publicada —obviamente— por el periódico La Calle, feroz diario opositor del gobierno de facto del general Carlos Quintanilla Quiroga y del gobierno de Enrique Peñaranda del Castillo (los dos mandatarios bolivianos que tuvo aquel año, 1940).
Los nazis alpinistas regalan la “pepa” a La Calle porque es el periódico que leen todas las mañanas. Simpatizan con la campaña que el diario de Armando Arce ha emprendido contra la incipiente comunidad de judíos en Bolivia, “in crescendo” después de la “Noche de los Cristales Rotos” en 1938, gracias al acuerdo de Mauricio Hotschild con el expresidente German Busch. Se divierten con titulares como estos: “Los judíos no se ríen, solo se ocupan de juntar moneda tras moneda” (17 de marzo); “Comienzan los judíos a realizar sus tenebrosos planes de dominación en Bolivia” (8 de abril, después de una pelea en un cafetín de la calle Colón); “El Libro Blanco publicado por los nazis contiene documentación sensacional: Inglaterra ha preparado cuidadosamente la guerra” (11 de abril).
Kühn y Fritz son asiduos de las salas de cine donde se proyectan las famosas “revistas de la actualidad alemana”. Se solazan con los desfiles de las tropas del III Reich que ya han invadido Austria, Checoslovaquia, Lituania y Polonia. Y están a punto (será en mayo) de ocupar Bélgica. Pero algunos no están tan felices de recibir propaganda nazi en las salas oscuras y protestan airadamente. “Los judíos malcriados que se sientan en la galería de los cines zapatean o rechiflan los trozos de películas que muestran cualquier aspecto de la vida alemana. Esto es intolerable. Porque en Bolivia no han de ser pues los judíos los censores de las películas ni han de ser sus gustos los que tengan que prevalecer en los cines bolivianos. ¿Por qué razón, en nuestro país, tenemos que privarnos de espectar tranquilos en el écran la proyección de hermosas películas que nos permiten ver la grandeza del pueblo alemán que va ganando jirones de gloria admirable desde que ha expulsado a los judíos?”.
Al día siguiente de la “gesta”, el presidente del Comité Nacional de Deportes (Alberto Nielsen Reyes) anuncia que el mismísimo presidente de Bolivia recibirá a los dos montañistas. No será así, el general Peñaranda se cuida. El domingo 31 de marzo, La Calle titula a ocho columnas: “Cómo llegaron a la cumbre del Illimani los alpinistas alemanes Kühn y Fritz: a 6.500 flamean las banderas boliviana y alemana”. La Calle no dice que la “bandera alemana” es una esvástica. Y tampoco dice, los nazis no lo cuentan, que la tricolor es diminuta y está cosida debajo de la nazi.
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El Club Andino Boliviano es el primero en tomar cartas en el asunto. El CAB tiene recién un año de vida pero ya ha construido un refugio (“cabaña”) en Chacaltaya para practicar andinismo y esquí. Su directiva se hace presente en el Observatorio de San Calixto de la calle Indaburo y comprueba efectivamente que hay una bandera en el pico más elevado del Ilimani. La indignación crece. En ese mismo instante y lugar, deciden enviar una misión para retirar la “bandera extranjera” en cumplimiento estricto de las prescipciones de sus estatutos. Los elegidos son el boliviano Jesús Torres, el ingeniero mecánico inglés Eduardo de la Motte y los hermanos Raúl y Manuel Vicente Posnansky, los dos hijos varones de Arturo Posnansky, pionero de la arqueología de Tiwanaku, entre otras muchas cosas.
El sábado 3 de abril sale de la ciudad de La Paz la expedición del Club Andino Boliviano, “la comisión”, al mando de Eduardo de la Motte, el quinto hombre que ha llegado en 1928 a la cumbre del Aconcagua (6.961 metros, el “centinela de piedra”, la máxima elevación de América); el primero (1936) en hacer cima en la montaña de más de cinco mil metros más austral de los Andes, el Sosneado (5.169 metros).
Parten hacia Cohoni, vía Río Abajo; es la primera vez que se va a subir por esta ruta. Alquilan las mulas y cargan pasto gracias a la colaboración del corregidor Quintín Barrios y al señor Antequera que ofrece alojamiento. El domingo se detienen a una altura de 4.500 metros, es el campamento base. Están al frente del bastión de roca en la punta sur del Illimani. Encuentran algunos restos que han dejado los alemanes. Durante la noche cae una tormenta de lluvia y nieve que dura hasta la tarde del lunes, día 5 de abril.
Cuando la tormenta amaina, los hermanos Posnansky cargan las pesadas mochilas para que Torres y de la Motte, los designados para llegar a la cumbre, estén más frescos y alivianados. En los 5.700 metros montan el campamento alto. Levantan una carpa (de seda de avión) sobre una plataforma de roca y piedra menuda que sobresale del hielo. Construyen dos muros de piedra sobre el hombro rocoso para que entre la tienda. Las vistas son magníficas cuando los cuatro acaban la tarea. Los bosques vírgenes al este transmiten un aire helado de esperanza.
Pasan la noche a ocho grados bajo cero, tomando té. Arturo y Manuel Vicente Posnansky se quedan en apoyo como manda el sistema perfeccionado durante los últimos 20 años en el Himalaya. El capitán en andinismo, de la Motte, ata a la soga a su compañero menos experto, Jesús Torres. No por nada un peligroso filo en el volcán Lanín (en Neuquén, Argentina) lleva hoy el nombre de “La Motte”.
Jesús y Eduardo salen de noche para atacar la cumbre. Pasan sobre enormes grietas y a punta de crampón en los botines llegan a las 12.55 horas del 7 de abril a la cima del pico Sur del Illimani. El ascenso ha sido lento pues el inglés acusa la altura. “Torres, con sus pulmones bolivianos, no lo sintió tanto como yo; lo estimo como un augurio muy halagüeño, hará gran noticia para el andinismo de Bolivia”, dirá años más tarde sir Edward a sus colegas del Club Andino de Bariloche (Argentina). La cumbre del Illimani es un filón casi horizontal de unos 50 metros de largo. En el punto más sur comprueban con sus propios ojos la afrenta. “Es un espectáculo insultante”, dirá De la Motte. Ahí está la tristemente famosa esvástica de los alemanes.
Arrancan la bandera intrusa y plantan en su lugar un colihue (del hermano Aconcagua) con un pañuelo atado. Abren el cofrecito de los alemanes y suman a las tres tarjetas, una leyenda que dice así: “Jesús Torres y Eduardo de la Motte subieron a este pico el día 7 de abril de 1940 con el fin de sacar la bandera nazi, borrando así un insulto a la Gran Nación Boliviana. Torres es el primer boliviano que sube el Illimani”. Antes lo habían hecho ingleses —el primero William Martin Conway en 1898— y en el siglo XX otros alemanes. Eduardo y Jesús pasan una de las mejores tardes de su vida, ahí arribita en lo alto. Condorcitos quisieran ser.
Desde el Pico Sur (también llamado “Pico del Indio” o Achocopaya), Torres y de La Motte admiran el Pico Norte (o Pico Kühn, por el alpinista nazi), y el Pico Central, también llamado Cóndor Blanco. Se dan el lujo de contemplar un pico que no se ve desde la ciudad de La Paz, el Pico París (o Laika Khollo, Cerro Brujo). No pueden estar mucho tiempo y comienzan a bajar. A las 19.30 llegan al campamento base.
El comunicado del Club Andino Boliviano dice, al día siguiente: “la comisión llegó el 7 de abril al lugar indicado, notando con sorpresa de que flameaba la bandera boliviana cosida a máquina debajo de la extranjera, importando este hecho un ultraje al emblema nacional; la comisión retiró la indicada bandera habiendo denunciado este hecho insólito al Señor Ministro de Gobierno y al Presidente del Comité Nacional de Deportes”. El fiscal de distrito, Alejandro Trigo, anuncia sanciones “por el pendón irrespestuoso”.
En las calles de La Paz, el pueblo habla de proeza. La Razón publica, como primicia, la foto de la esvástica. El boliviano Jesús Torres agarra la bandera nazi con la mano, es la primera vez que sube hasta lo más alto del “Tata” Illimani. La foto la saca Eduardo de la Motte, gran andinista, modesto, de un inmenso encanto y gran integridad; como lo describen sus compañeros de escalada y cuerda.
El editorial del matutino de Carlos Víctor Aramayo, “barón” del estaño, escribe: “siendo como somos, un país soberano, libre e independiente, donde existieron como existen leyes que establecen la prioridad absoluta e indiscutible de la divisa nacional, era lógico y patriótico suponer que los ascensionistas alemanes, respetando el civismo del país que los acoge, hubieran colocado primero la bandera boliviana y debajo la alemana. Pero, acostumbrados a considerar a Bolivia como una colonia del Tercer Reich, procedieron exactamente al revés, colocando la bandera nazi arriba con su signo swástico. Aunque algunos súbditos de Hitler consideran el suelo boliviano como cosa propia, conviene recordar a los exploradores que no estamos dispuestos a admitir ofensas como la que denunciamos. Hácese precisa, de una vez por todas, una enérgica sanción a los extranjeros que se imaginan habitar un tolderío, sin respetar los usos, costumbres y leyes del país que los acoge”.
La sanción para los nazis no llegará nunca. Es más, “herr” Wilfried Kühn y “herr” Friedrich Fritz contraatacan y piden… ¡que se les devuelva la esvástica! Aseguran que las dos banderas son del mismo tamaño. Kühn y Fritz “argumentan” en una carta dirigida al presidente del Comité Nacional de Deportes que la idea original era colocar un mástil con tres banderas: la esvástica arriba, la boliviana al centro y la suiza abajo (porque el exvicepresidente del Club Andino Boliviano Ernest Bauer, de esa nacionalidad, tenía que acompañar a la expedición). “Es de todo conocimiento que en los Juegos Olímpicos siempre se iza la bandera de la nación a la cual pertenece el vencedor. Estamos convencidos de que ningún boliviano encuentra atentado alguno a la soberanía del país nuestro proceder”, escriben Kühn y Fritz en la citada misiva publicada (¡cómo no!) en el periódico La Calle.
Los alemanes culpan a un inglés. Todo un clásico. “El hecho de que nuestra bandera recogida haya sido entregada al señor Pickwood, quien la tiene guardada en su caja de fierro, demuestra la intención política poco leal de quienes pretenden hacer de este asunto un escándalo con fines de propaganda. El proceder del señor Torres y el señor De la Motte está no solo en contraposición con los reglamentos éticos que rigen las instituciones del alpinismo internacional sino, en este caso, significa también un robo material al apropiarse de dos banderas que nos les pertenecían”.
William Pickwood es nada más y nada menos que el administrador de la poderosa Bolivian Railway. Y presidente honorario de uno de los equipos de fútbol más querido de la ciudad de La Paz, el de los trabajadores del tren, el Club Deportivo Ferroviarios (fundado en 1929), donde brillan en su cancha de Pura Pura tres figuras del balompié: Ángel Montaño (“inter” izquierdo), Erasmo Miranda (“centro half”) y el mítico “Calichín” Morales padre (“centro forward” peruano proveniente de Arequipa).
La esvástica no la tiene el pérfido inglés, está resguardada en el salón del Club Andino Boliviano. Las congratulaciones para Jesús Torres y Eduardo de la Motte llegan de todo lado. Son efusivas. Los Amigos de la Ciudad felicitan al CAB y a su secretario Alberto López Sánchez “por tan meritoria hazaña para arriar la bandera nazi, colocada encima de la de Bolivia, sobre nuestra hermosa montaña; censuramos la actitud de quienes han cometido ese desacato”. Firman el presidente de esta entidad cívica, Humberto Muñoz Cornejo y el secretario Julio Iturri Núñez del Prado.
Eduardo de la Motte se fue de Bolivia pero volvió para escalar el Sajama (6.542 metros) en 1946 junto a una expedición formada por T.I. Rees, W. Tienken y Thomas Polhemus. En aquella ascensión, el Sajama cobró su primera víctima puesto que Polhemus se separó del grupo y nunca más fue encontrado. De la Motte se casó con Mabel Lilian Woodward (tuvieron un hijo en 1944) y murió trágicamente en 1958 en un accidente de helicóptero en el África Ecuatorial Francesa (actual República del Congo). Raúl Ponansky también murió en circunstancias dramáticas al ser alcanzado por una avalancha mortal en 1943 mientras esquiaba en Chacaltaya. Wilfried Kühn se quedó unos años más por Bolivia, subiendo montes. Ascendió —por primera vez en solitario— el Condoriri (“Cabeza de los cóndores”) pero esta vez no dejó ninguna esvástica en la punta.
Dijo una vez el geólogo austríaco Walter Schiller que las cumbres solo se abren para los privilegiados. Aquel abril de 1940 el Ililmani (“Donde nace el sol”) se abrió para dos hombres (un boliviano y un inglés) que rozaron el cielo con amor para arrancar una bandera de odio. Las montañas (y sus “achachilas”) son puras y eternas.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Ricardo Bajo, Club Andino Boliviano y periódicos La Calle, El Diario y La Razón (hemeroteca de la UMSA).