Carta desde Venecia
El ensayista Bernardo Prieto hace un recorrido por las primeras películas presentadas en la ‘Mostra Internazionale’
Empecemos por una apreciación geográfica: “La mostra internazionale d’arte cinematográfica”, es decir, el Festival Internacional de Cine de Venecia se realiza en la isla de Lido, a unos 20 minutos en barco del centro histórico de Venecia. El festival se celebra cada septiembre (esta es la edición número 80) en un complejo de varios edificios que se remontan a la época fascista. Y el verdadero problema es que uno no tiene el tiempo de ver todo lo que este evento tiene para ofrecer. Eso sí, el festival se divide en varias secciones: Selección Oficial, Horizontes, Horizonte Extra, Clásicos, Venice Inmersive, etc. Así que uno tiene que programar con detalle y cuidado cuándo y qué ver. Uno debe hacer sacrificios, pues, si no se tiene el don de la bilocación, es imposible abarcarlo todo.
Para mí, sin embargo, las mejores funciones son las matutinas (tan temprano como a las 08.00) pero no por la hora, sino porque estas funciones reservadas a la prensa y la industria son, sin lugar a dudas, las más entretenidas. En estas funciones el público, que en muchos casos tiene la costumbre de llevar consigo una libretita donde toma apuntes, reacciona de manera emocional y espontánea (como en un partido de fútbol) a cada una de la secuencias, guiados quizá por una suerte de espíritu corporativo: las risas, los aplausos y los abucheos son parte fundamental de estas funciones.
Es algo que no sucede tan frecuentemente, por ejemplo, en el estreno oficial (que es por las tardes y está precedido por la alfombra roja) o el dedicado al público en general (que es un día después). Existe, sin embargo, algo misterioso y mágico al entrar en estos “palacios plebeyos”: la Sala Grande (la sala principal del festival) tiene el aforo para unas 1.200 personas: uno se pierde en un mar de cabecitas que parecen estar atadas mágicamente a las sillas y que son hipnotizadas, como en la caverna de Platón, por la luz y la sombra.
Y aunque irónicamente las cámaras solo puedan captar lo que sucede afuera, es decir, la alfombra roja y la conferencia de prensa, hay algo de ceremonial en la entrada triunfal de los actores, productores y un largo etcétera que justifica la ejecución de aquella frivolidad momentánea.
Por eso, es algo curioso, que este año la alfombra roja de Venecia se haya distinguido por su frugalidad no intencional, pues, muchas de las grandes estrellas de Hollywood, precisamente por la huelga de actores y guionista estadunidenses, en una forma de extraña solidaridad, decidieron no presentarse. Esta edición estuvo lejana de las muchedumbres que, como el año pasado, acamparon para ver a Zendaya, Timothée Chalamet o Harry Styles.
Pero hablemos de las películas: empecemos con Ferrari de Michael Mann y protagonizada por Adam Driver. El problema de Ferrari (más allá del exagerado “color local”) es que la primera y tediosa primera parte quiere ser muchas cosas al mismo tiempo, es decir, la historia de a) la infidelidad y de una vida secreta (sí, Ferrari tenía dos familias al mismo tiempo), b) sobre la buena y la mala paternidad, c) la historia de una pareja que se separa por el dolor de un hijo muerto, d) la historia de las dificultades financieras de un empresa otrora exitosa, e) la guerra con Maserati y f ) la dificultad de encontrar y entrenar a los pilotos que deben ganar la famosa “Mille Miglia”. Todo esto, mezclado sin un orden dramático claro: solo la última parte del film es entretenida (aquella que termina con la conocida tragedia).
Por otra parte, con El Conde de Pablo Larraín sucede todo lo contrario. La premisa es fascinante e inteligente: el dictador chileno Pinochet es un vampiro que, después de muchos años, tiene el deseo de morir. Es un aciano taciturno al que le indigna más ser llamado ladrón que asesino, y vive en el destierro en medio de un paisaje digno de una película de Bella Tar.
La película es una ontologización del mal. Pinochet no es más un personaje histórico, sino la encarnación de una idea o una esencia: lo antirrevolucionario. Diluye así lo que precisamente es más escabroso: lo profundamente histórico del personaje. El problema no es que sea un vampiro, sino que Pinochet es una simple alegoría como todos y cada uno de los personajes. Aquí que el tono sea vagamente divertido y aunque en sus mejores y breves momentos, el film quiera parecerse a Viridiana de Buñuel o Persona de Bergman (es ciertamente cómica la revelación del narrador principal), el problema está en la historización final: cuando se da a entender que el mal sigue todavía vivo, creciendo en algún barrio acomodado de Santiago. Por eso, El Conde es, siguiendo a Susan Sontag, una película agrestemente kitsch que no llega nunca a la hilaridad o la ironía del camp.
Dogman de Luc Besson, que en cierto sentido sí es camp, se la debe ver, sin embargo, con una “voluntaria suspensión de la incredulidad”. Dogman cuenta la historia de un niño maltratado cruelmente que es salvado por su amistad con los perros. Recuperado, en un casa de acogida se enamora de Shakespeare y se obsesiona de su maestra de teatro. El eje de la película es, sin embargo, en un perfecto in media res, la relación de Dogman (que ha sido atrapado por la policía, travestido de Marilyn Monroe) con la psiquiatra mientras le cuenta su vida. Aventurarse en los detalles de la película es inútil.
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Pero, en medio del bosque oscuro, pude ver una película sencilla y luminosa: Ser ser salhi (Ciudad del viento) de la directora mongolesa Lkhagvadulam Purev-Ochir. Cuenta la historia de un adolescente Ze, que además de ser un estudiante disciplinado es también un chamán que logra conectarse con un viejo espíritu. La película formalmente es un bildungsroman que describe cómo este joven tranquilo se enamora, crece, sufre y se transforma. Es una historia de una Mongolia, al decir de Arendt, entre el pasado y el futuro, de una generación a la que no le queda más que ladrar como perro. Es la visión madura y serena que amplía el universo emotivo de sus dos primeros y bellos cortometrajes: Nieve en Septiembre y Gato de Montana.
Ahora no nos olvidemos de algunas buenas películas, aunque no sobresalientes: Bastarden (o la guerra de las papas) de Nikolaj Arcel; La teoría del Todo (o un estudio sobre el expresionismo alemán) de Timm Kröger; Comandante (o todo lo puede el amor) de Edoardo De Angelis…
Estos días tuve la oportunidad de ir a la clase magistral del realizador Wes Anderson, o algo así. Ahí estaba Wes Anderson, sentado en un sencillo traje blanco, conversando sobre las emociones y lo artificial en el cine, sobre su amor por los libros como objetos (pues como un buen coleccionista, diría Walter Benjamin, compra libros que no leerá jamás) recordando su uso en las películas de Truffaut o de Godard. Wes Anderson parece un personaje más de alguna de sus películas. Y es que, cuando un alumno de cine le preguntó (con ese mezcla de admiración y vergüenza), sobre cómo superar la duda y desconfianza cuando uno escribe sus primeros guiones, Wes Anderson, en esa característica seriedad sin malicia que tienen sus personajes, le dijo básicamente que nunca tuvo ese problema. Al menos al principio de su carrera, siempre creyó que lo que tenía era verdaderamente bueno, solo con el tiempo, y después de muchas películas, perdió cierta confianza en sí mismo. Ciertamente aquel estudiante no se esperaba esa respuesta. Así como nadie se esperaba que Woody Allen se presentara al estreno de su filme número 50 (Coup de Chance) en Lido. La película de Allen es en francés y cuenta la historia de un engaño y un crimen (curiosamente el villano de la película tiene la misma propensión de Pinochet, el real en este caso, de lanzar cuerpos al agua), pero al igual que el corto de Wes Anderson (The Wonderful Story of Henry Sugar) presentado en el Festival, Coup de Chance es una gran re-visitación de los lugares comunes de su director. Borges podría decir: Cervantes que se copia a sí mismo; pues es estilo, añadiría Hitchcock, es la manía de la repetición.
Y hablando de copias, quizás una de las secciones más interesantes sea Venecia Classics, que se trata de un concurso de restauración de clásicos del cine. Es así como decidí cambiar algunas películas nuevas por ver algo de Malick, Francis Ford Coppola y Tarkovski. Lo interesante fue ver el efecto fulgurante de estas películas: así, por ejemplo, One from the Heart (odiada famosamente por la crítica Pauline Kael) hizo reír y conmoverse a toda una entera sala donde muchos la veían ciertamente por primera vez. Days of Heaven fue aplaudida durante unas largos minutos como si su director estuviese allí presente. Y los que aguataron el “director’s cut” de Andrei Rublev (es decir, unas tres horas y medias de película) salían en un extraño silencio metafísico o quizás solo era cansancio mental y físico. Quiero decir, ninguna de aquellas películas en verdad había perdido su fuerza y belleza.
Hagamos un resumen: hasta el momento, las mejores películas de la Selección Oficial (Poor Things, Evil Does Not Exist: Aku wa Sonzai Shinai, y en cierto punto, Maestro) tienen la peculiaridad de tener bellísimas bandas sonoras que evitan el típico minimalismo a la Glass (esa banda sonora de potentes columnas sonoras, repeticiones, que, por un extraña razón, ahora solemos asociar con lo cinematográfico). En un primer caso, la película de Lanthimos es una comedia fantástica que cuenta la historia de una Bella: en palabras del joven doctor asistente, una “hermosa retardada”. La película es hilarante y sencilla narrativamente. La actuación de Ema Stone es magnífica. En la próxima carta creo, hablaré un poco más de la película. Pero volviendo a la música, Bradley Cooper ha hecho un canónico “biopic” sobre el musico clásico estadunidense mas sobresaliente: la vida del omnívoro, energético y narciso Leonard Bernstein es retratada con un candor y un cuidado especial. Aquí nada se esconde y de hecho las heridas que Leonard abre parecen pervivir en el tiempo. La escena más bella es cuando Bernstein dirige el último movimiento de la Segunda Sinfonía de Mahler: allí el conflicto de su vida aparece encarnarse en las notas del compositor austriaco.
Por último, Evil Does Not Exist de Hamaguchi es un obra perfecta en su realización. Habla sobre el levantamiento de un glamping (campamento de lujo) en medio del bosque en la región de Japón, y cómo esta decisión afecta a toda la comunidad. Y es que si el cine sirve para cambiar precisamente nuestra mirada, puedo decir que luego de ver esta cinta me entretuve largamente mirando los árboles que se erigen en el camino que lleva hasta la parada del vaporetto para volver finamente a Venecia.
Texto: Bernardo Prieto
Fotos: Internet