Solón Romero: laberinto de líneas
El Museo Nacional de Arte homenajea a Solón Romero en su centenario. Esto es una carta, esto es un paseo por Quijotes y Kataris
Estimado compañero Walter Solón Romero Gonzáles: He ido esta mañana en busca de sus Quijotes y me he topado con su Túpac Katari. Está boca abajo, desgarrado por tres caballos. Sus brazos parecen tocar el infinito. Grita de rabia, grita de dolor. Sus cabellos caen sobre la tierra. Como una raíz, como una semilla. Es el poco pelo que ha quedado después de que los castellanos cortaran su melena de rebeldía. Esta semana se cumplen 242 años del descuartizamiento del comandante Julián Apaza Nina. Fue en noviembre, siempre en noviembre. Fue en 1871; fue antes de ayer.
Túpac Katari me recibe en el Museo Nacional de Arte, en la esquina de la antigua plaza Mayor. En su cuadro, maestro, falta un caballo. Fueron cuatro los caballos que partieron el alma del gran guerrero. Fueron cuatro sitios que vieron su cuerpo re/partido: aquella misma plaza de armas y la apacheta/mirador de Killi Killi, Achacachi, Chulumani y Caquiaviri.
Los tres caballos empujan, más tarde llegará el fuego.Y las cenizas. ¿Por qué usa ese laberinto de líneas, Solón? ¿Para que veamos cómo tiran los caballos rabiosos? ¿Para que sintamos los movimientos retorcidos de un cuerpo que agoniza, de un cuerpo que no se rinde? ¿Qué nos quiere decir con esos enredos y esas curvas, don Walter? ¿No será acaso que ha pintado en su último año de vida a Túpac Katari para que sea una estrella que nos guíe, para que nos marque el sur sin perder el norte?
En el título de su cuadro solo dice “Túpac Katari, piroxilina, 1999”. No pone las medidas. Deben ser casi tres metros de largo por dos de alto. Pareciera que lo hubiera pintado al “halcón de fuego” para su último mural. Pero no es así. Aquel 1999 (a la una y diez de la mañana de un 27 de julio) nos dejó, compañero. Se fue en Lima. Con 75 inviernos a sus espaldas. Hubiese querido vivir más, para pintar más. Otros Quijotes, otros Kataris, otros “retratos del pueblo”.
El último cuadro que imaginó fue un conjuro para escapar vivo de aquel hospital de muerte. Pintó un Quijote, otro Quijote. Y escribió esta frase para titular su último caballero: “Dibujo al filo de la desesperación. Cuanto me dieron, qué vida”. ¿Estaba también al filo su último Katari? ¿O estaba muriendo, como usted, para nacer? Qué (linda) vida, Quijote, Túpac, Solón. Siguen todos vivos en la memoria de sus hijos.
Ha contado varias veces como llegó a su vida el “Caballero de la Triste Figura”. Lo conoció de niño. Su padre lo dibujaba. ¿No venimos a este mundo para seguir pintando los sueños de nuestros padres y de nuestras madres y abuelas? Su padre le contaba historias alrededor del fuego para calentar las frías noches de Uyuni. De wawa pensaba que el Quijote era un flaco que recorría con su caballo el blanco lienzo del Salar. ¿Cuándo le contaron la historia del comandante Apaza Nina y de Bartolina? ¿Cuándo le hablaron por primera vez de aquellos 40.000 valientes aymaras que miraban/cercaban la ciudad de noche, alumbrando relámpagos de justicia y truenos de libertad? Walter Solón Romero Gonzáles, ha desaparecido en sus Quijotes, ha desaparecido en sus Kataris.
Dejó dos murales sin terminar. Uno de ellos era autobiográfico. En uno de ellos pinta al Julián Apaza envejecido. Se lo imagina a salvo de los caballos de Peñas. Por un extraño sortilegio, ha escapado de la tortura y de la muerte. Quiere charlar con la hermana Gregoria del paso del tiempo, de resignaciones y utopías. Quiere soñar que sus hijos son ya millones. Está esperando —paciente— su regreso.
El primer Quijote que pintó, maestro, fue para un libro de promoción de estudiantes de medicina (Don Quijote médico). Corría el año de 1947. Se ha pasado toda la vida pintando lo mismo. Como los grandes maestros y los grandes cineastas. Y los poetas eternos. Y sin embargo, su obsesión era crear y nunca repetirse. Ahora se reinventa en cada mirada nueva que se posa sobre uno de sus Quijotes; cada vez que una joven pasea por el museo y ve una wiphala en la mano de Katari en la “conquista interminable”.
Algunas de sus obras llevan la palabra futuro en sus títulos. Mensaje a los maestros del futuro es el mural que hizo para la Escuela Nacional de Maestros de Sucre. Su (verdadera) obsesión es el porvenir, las nuevas generaciones, el legado.
En un texto suyo que publiqué en el suplemento Fondo Negro del extinto periódico La Prensa, decía (en junio de 2000) que el muralismo estaba en crisis; que los muralistas habían perdido la fe. Entendía que muchos habían abandonado sus antiguos ideales; entendía que la resignación se anteponía a las viejas utopías; entendía muchas cosas de aquellos años de “fin de la historia” pero no justificaba nada de nada. Y tenía puesta la mirada y la esperanza… en el futuro.
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Y decía: “Los pueblos de mi país, como las nubes en el cielo, desaparecen o emigran a las ciudades para sobrevivir en zonas marginales. Quienes amasaron la piedra para esculpir Tiwanaku, Samaipata o Machu Picchu solo están presentes en lo que hicieron hace siglos. Hay demasiadas injusticias que denunciar, innumerables atropellos que combatir. No podemos callar y desafiar la adversidad con las manos cruzadas frente a un mundo que se devora a sí mismo. En estos momentos de desconcierto ideológico, de confusión política, se requiere más que nunca de la capacidad visionaria del artista. No podemos permitir que nuestros sueños desaparezcan a la hora de despertar. Si hemos perdido la fe en los mitos del pasado, entonces construyamos nuevos sueños”. ¿Ahora me cree, Solón Romero? Está usted más vivo que nunca. Como el Quijote. Como Túpac Katari. Hombres libres, plenos. Esas palabras parecen haber sido pronunciadas esta semana.
Don Walter, no me va usted a creer. Tenemos ahora redes sociales y “tik tokers”. Casi nadie compra ni lee periódicos en papel. Hay gente que se dedica a ser “influencer”. Otro día le explico qué carajo significa eso. Se creen modernos, todos. No le llegan a usted ni a la suela de sus zapatos. ¿Qué cosa más (pos)moderna que usar la piroxilina, pintura de alto costo que se usa coloreando automóviles, para hacer sus murales revolucionarios? Y con lo que sobraba hacía “manchas” espontáneas. Antes de que Pollock y Rothko se hicieran famosos. Antes de que otros imitaran sin asco a los artistas gringos porque eran eso, gringos y artistas.
Con la piroxilina ha dibujado cuadros minimalistas con mujeres de pollera multicolores caminando por el lago sagrado. Los veo ahora en pequeño formato en su nueva exposición del Museo Nacional de Arte, Solón, neohumanismo andino. Están delante de sus murales proyectados. Me quedo con esas “manchas”, con esas mujeres anónimas peleando cada día, dando pasos hacia la utopía. Están en frente de esos grandes hombres con nombres y apellidos que pueblan sus grandes obras.
Esos diminutos soportes o tábulas tienen 20 y 70 centímetros de ancho pero nos cuentan historias más grandes que sus murales. “Aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfazer fuerzas y acudir a los miserables” (El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, capítulo xxii).
En el mismo Museo Nacional de Arte donde ahora le veo hay salas inmersivas. Los personajes envuelven al espectador, brotan de las paredes. Es lo que soñaba hacer con su pintura cinética. ¿Se imagina sus nuevos murales absorbiendo y no retratando al pueblo? Por eso no se quería morir, ¿no ve?
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Antes de toparme otra vez con Katari martirizado, charlo de nuevo con sus delgadas figuras quijotescas. Toda su obra fue un diálogo, una conversación. A ratos sus cuadros parecen viñetas de cómic. ¿Se puede ser más moderno? El Quijote entabla discusión con San Francisco, se pelea con los perros de ayer y de hoy, con los buitres de los golpes de estado de ayer y de hoy, baja a las minas, parte al exilio y comparte con los ángeles. En la muestra del “emeneá” extraño otro de sus murales quijotescos, ese que pintó junto al dios Tunupa en la casa miraflorina del rector de la Facultad de Medicina, don Guillermo Jauregui Guachalla.
Más bien, veo de nuevo ese otro mural que “desapareció” en Chile bajo una sospechosa mano de pintura blanca. Se llamaba Bolivia, mar ausente (1948). ¿Se acuerda cuando el dictador de turno borró/censuró también los murales del compañero Miguel Alandia Pantoja de Palacio Quemado? ¿Se acuerda, Solón, que algunos periodistas (como Huáscar Cajías Kauffmann) aplaudieron a rabiar? La historia se repetirá.
¿Quiénes son los locos entonces? ¿Son los caballeros flacos, soñadores y dementes en este mundo supuestamente cuerdo? ¿Son los guerreros que se levantan contra las injusticias de todos los días? ¿Son los artistas del “establishment” que se dejan embaucar por los poderosos? Los locos son los que pintan siempre la misma obra para “estar presentes en lo que hicieron hace siglos”. Son los que se quedan tatuados en el valle de las piedras. Son los que no “encargan” trabajos, los que hacen de plomeros, albañiles, carpinteros por ellos mismos; lejos de las roscas.
Decía Malraux que el arte es lo único que resiste a la muerte. Su obra no se rinde, maestro. Recreará la vida, por los siglos de los siglos. Quédese tranquilo con el futuro. Solo la “locura” alumbra lo que perdura.
Post-data: conoció a su compañera de vida, Gladys, en la Escuela Nacional de Maestros de Sucre. Usted, un joven Walter, iba con violín y acuarelas bajo el brazo. Ella iba camino de ser profesora de música. Recordaba ella que usted dibujaba todo el rato. En papelitos, inclusive. Eran enredos de líneas, laberintos. Marañas. Ella, su amor, le ayuda con el pantógrafo. Ella, Gladys, le recuerda como un padre/niño.
Lo que más le perturba es el llanto de un niño. Ya le imagino, Solón, pintando un Quijote bajo las bombas en Gaza. “Qué hazaña la nuestra mi general”. Otra “variación sobre un tema de sangre”. Ya le imagino dibujando otro chico protegido a lomos de otro Rocinante. “Que ningún niño se pierda al ser hombre”. Que ningún niño sea bombardeado. Tiene usted razón, maestro: hay demasiadas injusticias que denunciar, innumerables atropellos que combatir. No podemos callar.
(La exposición Solón, neohumanismo andino está abierta de lunes a viernes de 9.00 a 19.00 y los sábados de 10.00 a 18.00 en el Museo Nacional de Arte, esquina Plaza Murillo; no cierra a mediodía. Se conmemora así el centenario del maestro. Tienes rato hasta el 20 de enero del próximo año).
Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras