El chico y la garza
Imagen: Internet
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Personalmente, a causa del empacho provocado otrora por las hechuras de Disney (supongo) y al consiguiente malentendido de dar por cierto que el cine de animación
Personalmente, a causa del empacho provocado otrora por las hechuras de Disney (supongo) y al consiguiente malentendido de dar por cierto que el cine de animación —animé es el denominativo en japonés—, apunta únicamente al público infantil (sigo suponiendo), confieso que no he sido un fan del género en cuestión. Sin haber dejado empero de sentirme culpable por que tales equívocos pudieran haberme privado de encarar con la debida atención la trayectoria de algunos indudables maestros del mismo, entre los cuales ocupa uno de los sitiales más prominentes, sino el más destacado, el realizador nipón Hayao Miyazaki (Tokio/1941), responsable de esta por entero atendible película, merecidamente galardonada hace un par de semanas con el Globo de Oro a la mejor película de animación del 2023. Es la primera oportunidad en la cual una película de habla no inglesa consigue el globo en cuestión que ya lleva ocho décadas siendo entregado anualmente.
En su momento, continúo confesando, disfruté un montón al visionar Mi vecino Totoro (1988) y El viaje de Chihiro (2001) — asimismo la única película animada japonesa y la única película dibujada a mano ganadora de un Oscar—, que yo sepa los dos solos títulos de los 23 comprendidos a la fecha —desde su debut en 1971—, en la filmografía de Miyazaki que fueron estrenados en nuestro medio, número insuficiente para haber podido ponderar como era debido la genialidad de un autor —en el cabal alcance del término— justamente elogiado en el mundo entero, como queda claro así solo fuera con la visualización de El niño y la garza, cuya producción demandó ocho años de arduo trabajo.
Cofundador de la empresa productora japonesa Studio Ghibli, abocada en exclusividad a la producción de películas de animación, Miyazaki dejó trascender que este sería su adiós al largometraje, anuncio recibido con pesar por la crítica, aun cuando no es su primera despedida, puesto que ya con anterioridad, desde 1998, en varias ocasiones avisó tener el presentimiento de que había llegado la hora de liar maletas. No fue por cierto ese el exclusivo ir y venir en su trayectoria.
Hasta el 2020 negó toda posibilidad de acordar algo con cualquiera de las empresas de streaming, pero en esa fecha finalmente terminó vendiendo los derechos de exhibición del paquete entero de Ghibli a una de ellas. Excelente oportunidad por cierto para que el público de aquellos países, el nuestro por ejemplo, donde el dominio de las grandes distribuidoras norteamericanas limita la difusión de los trabajos de otras procedencias, pudiese acceder a la obra de un creador imperdible, así fuera no obstante ser la pantalla grande el sitio donde los títulos de Miyazaki exhiben toda la inacabable inventiva de puesta en imagen que acompaña su punzante filosofía acerca de la vida en sociedad, comprendidos sus traspiés.
El rasgo con el cual se ha mantenido empero consecuente Miyakazi es su renuencia a utilizar las políticas de mercadeo habitualmente recurridas por la industria del entretenimiento. De facto la publicidad que antecedió al lanzamiento de El niño y la garza (título cuya traducción literal del japonés es “¿Cómo vives?”) fue mínima. Por una vez entonces no cabe responsabilizar tan solo a la respectiva distribuidora local o a las multisalas por la casi nula difusión que precedió a su estreno local.
Las líneas arriba colacionadas, virtudes formales y conceptuales de Miyazaki, próximo a cumplir 84 años, alcanzan niveles notables en esta historia del niño de 12 años de edad Mahito Maki, obligado a mudarse a vivir en el campo debido a la muerte de su madre en el incendio, provocado, en plena Segunda Guerra Mundial, por las bombas, del hospital en el que se hallaba internada debido a una grave enfermedad vertebral. Un breve paneo a la ventana desde donde Mahito observa la catástrofe despertado por las sirenas de alarma es el anticipo, sin vuelteos sentimentaloides de lo que presume le espera: nunca más verá a mamá, ni siquiera cómo cadáver, piensa. Esa suerte de prólogo se completa con otra breve secuencia mostrando a los aterrorizados habitantes de Tokio, incluido Mahito, huyendo de las detonaciones o corriendo hacia el hospital con la ilusión de salvar a alguien. Todo sin regodeos sangrientos ni dramatizaciones excedidas en el tono.
De inmediato el relato da un salto temporal. Un par de años después Mahito se topa con Shoichi, su padre, y conoce a Matzuko, la nueva compañera de este, vale decir su madrastra, a la que tardará en aceptar pese a la inconmovible amabilidad que aquella le brinda, puesto que es un personaje alejado de las usuales villanas de pacotilla abundantes en parecidas historias. Por su parte, Shoichi resulta ser el director de una fábrica de aviones encargados de transportar artefactos bélicos, y con el cual no se lleva nada bien, como sucedió en la realidad con la relación del director con su progenitor. Es la primera señal del carácter marcadamente autobiográfico de la trama desarrollada en la película. Es de igual manera una de las muchas insinuaciones alegóricas, críticas, a la historia japonesa, así como a las dobleces de la naturaleza humana que Miyazaki siempre observó con marcado pesimismo.
Trasladado junto a papá a un caserón rural, el muchacho, encerrado aún en el irreparable pesar que lleva consigo, comienza trabando cierta relación, algo distante, es cierto, con algunas solteronas ya muy mayores, chismosas pero asimismo dotadas de la sabiduría propia de quienes pasan su vida en estrecho contacto con la naturaleza. Serán las primeras en mencionar la existencia cercana de una temible mansión embrujada.
Pronto Mahito comienza a mirar intrigado cómo una garza revolotea insistentemente a su alrededor, intentando llamar su atención. Cuando lo consigue, el zancudo, en realidad un pequeño humano revestido con el plumaje propio de las especies voladoras, luego de burlarse agresivamente del muchacho y de convencerlo de que sabe dónde podrá reubicar a su difunta madre, se convierte en su acompañante hacia el mundo de los muertos y los espíritus, lugar, señala el protagonista “muy parecido al nuestro, pero distinto”.
En ese misterioso lugar —poblado de extraños, algunos siniestros, especímenes: bandadas de voraces pelícanos que se nutren de unas divertidas y locuaces bolas blancas llamadas warawaras, periquitos gigantes que desfilan como militares de un ejército fascista y devoran humanos—, al que se accede entrando en un viejo castillo oculto en la vegetación, Mahito contacta a un anciano y poderoso mago. Se trata en realidad de su tío abuelo, quien lo confrontará a los dilemas propios de la maduración y el develado de las constantes incógnitas y aprendizajes que ese tránsito comporta, incluyendo claro está el dolor de las pérdidas de los seres queridos y el pánico provocado por la violencia desatada en el entorno.
La referida figura resulta ser el avatar autoreferencial del propio realizador, quien se inspiró en el nacimiento de su nieto para animarse a retomar el lápiz y el papel luego de haber insinuado que dejaba la carrera. Y el otro avatar de Miyazaki es el propio Mahito, en definitiva una alusión metafórica a las dificultades afrontadas por aquel en medio de la confrontación bélica vivida en su propia juventud. Y en ese periplo al doble descubrimiento: de los secretos de la vida y de la necesidad de no rendirse nunca ante las dificultades, finalmente Mahito terminará conociendo a Himi, heroica “doncella de fuego”, quien se hará cargo de cuidarlo y aconsejarle en el complejo hallazgo de su propio yo. Y asimismo va cobrando fuerza otra heroína: Kiriko, muy parecida a Natzuko, la madre del chico. Hubiese sido raro que el director rehuyera la inclinación de toda su filmografía hacia el protagonismo de los personajes femeninos.
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La guerra y sus secuelas traumáticas, sobre todo en el país que sufrió, en Hiroshima y Nagasaki, los dos, por ahora, exclusivos bombardeos atómicos, se encuentran a lo largo de toda la trama en el trasfondo del relato, escrito por el propio Miyazaki. No obstante esa tragedia metaforizada se abstiene de la victimización simplista y exculpatoria de la propia responsabilidad de la nación asiática. Allí está, se dijo, la escena de los Zeros, los aviones de caza nipones fabricados por Shoichi, el padre de Mahito, cuyos obreros van cargando en dichos medios de transporte una suerte de incontables féretros transparentes donde acabarán, es patente, los muertos a consecuencia de los bombardeos. De paso el personaje de Shoichi, quien cree que el dinero lo resuelve todo —por ejemplo, las peleas de su hijo con sus compañeros de escuela—, funciona como una sutil advertencia del director acerca de los graves daños colaterales aparejado a la suicida renuncia a preservar la cultura propia optando por la permeabilidad a los peores dogmas del capitalismo occidental.
Aun cuando exhibe una calidad muy por encima del gran porcentaje de la producción cinematográfica, de cualquier género, vista de buen tiempo a esta parte, El niño y la garza dista de ser una película perfecta o de fácil aprehensión para el espectador. Lo primero se constata en algunos altibajos del ritmo narrativo y en el innecesario alargue de ciertas secuencias. Lo segundo tiene que ver con la opción de Mihayaki por espesar la de sí, a ratos, enmarañada trama, sustituyendo visualmente lo tangible por lo conceptual, la obviedad por la fábula, el racionalismo por el simbolismo, modos que demandan una puesta en acto de la atención y el discernimiento propio, actitudes que el cine comercial más bien narcotiza.
En un momento en el cual, por comodidad, escasez de talento, puro cálculo lucrativo o imposición de las grandes tecnológicas, el grueso de los realizadores adscritos al género de la animación han optado por delegar en los ordenadores la tarea de diseñar las imágenes, Miyazaki sigue empecinado en utilizar el tradicional dibujo a mano, fotograma por fotograma. De igual manera, a diferencia de esos mayoritarios rehenes de la virtualidad, a Miyazaki no le importa que sus personajes semejen actores reales, le interesan sobre todo la estética y la potencia sugestiva de las imágenes para sugerir más allá de apenas mostrar, activando así el ingenio del espectador en vez de procurar su pasividad contemplativa.
El colorido e hipnótico resultado apreciable en El niño y la garza es, adicionalmente, otra de las impugnaciones a la falacia de la superioridad creativa de las máquinas. Es decir, si en esta oportunidad el anuncio por Miyazaki de su pase a retiro se hace efectivo, sería sin duda una gran pérdida y no sólo para el cine de animación, aunque en dicho rubro en particular está fuera de duda que ninguna de las producciones de Disney, Dream World, Sony Pictures, ni siquiera las de Pixar, llenará el vacío, cuando menos de acuerdo a lo visto al día de hoy.
Bajando el telón. Por todo lo anotado el lector podrá inferir que El niño y la garza viene a ser otro contundente desmentido de aquella bobada que mencioné al principio: la de encasillar en bulto al cine de animación como sinónimo de cine para niños. Desde ya esta no es en absoluto una hechura siquiera recomendable para los chicos, a menos que se encuentren acompañados de algún adulto. Y no cualquiera: uno, como anoté, tan avispado como para captar al vuelo no sólo el texto sino los varios subtextos de una película torrentosamente imaginativa, muy diferente a los usuales bodrios cargados de repetitivas obviedades desembarcadas semana tras semana en las carteleras.
Ficha técnica
Titulo Original: Kimitachi wa Do Ikiru ka – Dirección: Hayao Miyazaki – Guión: Hayao Miyazaki – Historia: Hayao Miyazaki – Fotografía: Atsushi Okui – Montaje: Rie Matsubara, Takeshi Seyama, Akane Shiraishi – Arte: Yôji Takeshige – Música: Joe Hisaishi – Efectos: Shun Iwasawa, Norihiko Miyoshi, Yukinori Nakamura – Producción: Kôji Hoshino, Tomohiko Ishii, Gorô Miyazaki, Kiyofumi Nakajima – Intérpretes (Voces): Soma Santoki, Masaki Suda, Kô Shibasaki, Aimyon Aimyon, Yoshino Kimura, Takuya Kimura, Keiko Takeshita, Jun Fubuki, Sawako Agawa, Karen Takizawa, Christian Bale, Dave Bautista, Gemma Chan, Willem Dafoe – JAPÓN/2023
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet