Monday 13 Jan 2025 | Actualizado a 22:05 PM

El chico y la garza

/ 21 de enero de 2024 / 06:29

Personalmente, a causa del empacho provocado otrora por las hechuras de Disney (supongo) y al consiguiente malentendido de dar por cierto que el cine de animación

Personalmente, a causa del empacho provocado otrora por las hechuras de Disney (supongo) y al consiguiente malentendido de dar por cierto que el cine de animación —animé es el denominativo en japonés—, apunta únicamente al público infantil (sigo suponiendo), confieso que no he sido un fan del género en cuestión. Sin haber dejado empero de sentirme culpable por que tales equívocos pudieran haberme privado de encarar con la debida atención la trayectoria de algunos indudables maestros del mismo, entre los cuales ocupa uno de los sitiales más prominentes, sino el más destacado, el realizador nipón Hayao Miyazaki (Tokio/1941), responsable de esta por entero atendible película, merecidamente galardonada hace un par de semanas con el Globo de Oro a la mejor película de animación del 2023. Es la primera oportunidad en la cual una película de habla no inglesa consigue el globo en cuestión que ya lleva ocho décadas siendo entregado anualmente.

En su momento, continúo confesando, disfruté un montón al visionar Mi vecino Totoro (1988) y  El viaje de Chihiro (2001) — asimismo la única película animada japonesa y la única película dibujada a mano ganadora de un Oscar—, que yo sepa los dos solos títulos de los 23 comprendidos a la fecha —desde su debut en 1971—, en la filmografía de Miyazaki que fueron estrenados en nuestro medio, número insuficiente para haber podido ponderar como era debido la genialidad de un autor —en el cabal alcance del término— justamente elogiado en el mundo entero, como queda claro así solo fuera con la visualización de El niño y la garza, cuya producción demandó ocho años de arduo trabajo.

Cofundador de la empresa productora japonesa Studio Ghibli, abocada en exclusividad a la producción de películas de animación, Miyazaki dejó trascender que este sería su adiós al largometraje, anuncio recibido con pesar por la crítica, aun cuando no es su primera despedida, puesto que ya con anterioridad, desde 1998, en varias ocasiones avisó tener el presentimiento de que había llegado la hora de liar maletas. No fue por cierto ese el exclusivo ir y venir en su trayectoria.

Hasta el 2020 negó toda posibilidad de acordar algo con cualquiera de las empresas de streaming, pero en esa fecha finalmente terminó vendiendo los derechos de exhibición del paquete entero de Ghibli a una de ellas. Excelente oportunidad por cierto para que el público de aquellos países, el nuestro por ejemplo, donde el dominio de las grandes distribuidoras norteamericanas limita la difusión de los trabajos de otras procedencias, pudiese acceder a la obra de un creador imperdible, así fuera no obstante ser la pantalla grande el sitio donde los títulos de Miyazaki exhiben toda la inacabable inventiva de puesta en imagen que acompaña su punzante filosofía acerca de la vida en sociedad, comprendidos sus traspiés.

El rasgo con el cual se ha mantenido empero consecuente Miyakazi es su renuencia a utilizar las políticas de mercadeo habitualmente recurridas por la industria del entretenimiento. De facto la publicidad que antecedió al lanzamiento de El niño y la garza (título cuya traducción literal del japonés es “¿Cómo vives?”) fue mínima. Por una vez entonces no cabe responsabilizar tan solo a la respectiva distribuidora local o a las multisalas por la casi nula difusión que precedió a su estreno local.

Las líneas arriba colacionadas, virtudes formales y conceptuales de Miyazaki, próximo a cumplir 84 años, alcanzan niveles notables en esta historia del niño de 12 años de edad Mahito Maki, obligado a mudarse a vivir en el campo debido a la muerte de su madre en el incendio, provocado, en plena Segunda Guerra Mundial, por las bombas, del hospital en el que se hallaba internada debido a una grave enfermedad vertebral. Un breve paneo a la ventana desde donde Mahito observa la catástrofe despertado por las sirenas de alarma es el anticipo, sin vuelteos sentimentaloides de lo que presume le espera: nunca más verá a mamá, ni  siquiera cómo cadáver, piensa. Esa suerte de prólogo se completa con otra breve secuencia mostrando a los aterrorizados habitantes de Tokio, incluido Mahito, huyendo de las detonaciones o corriendo hacia el hospital con la ilusión de salvar a alguien. Todo sin regodeos sangrientos ni dramatizaciones excedidas en el tono.

De inmediato el relato da un salto temporal. Un par de años después Mahito se topa con Shoichi, su padre, y conoce a Matzuko, la nueva compañera de este, vale decir su madrastra, a la que tardará en aceptar pese a la inconmovible amabilidad que aquella le brinda, puesto que es un personaje alejado de las usuales villanas de pacotilla abundantes en parecidas historias. Por su parte, Shoichi resulta ser el director de una fábrica de aviones encargados de transportar artefactos bélicos, y con el cual  no se lleva nada bien, como sucedió en la realidad con la relación del director con su progenitor. Es la primera señal del carácter marcadamente autobiográfico de la trama desarrollada en la película. Es de igual manera una de las muchas insinuaciones alegóricas, críticas, a la historia japonesa, así como a las dobleces de la naturaleza humana que Miyazaki siempre observó con marcado pesimismo.

Trasladado junto a papá a un caserón rural, el muchacho, encerrado aún en el irreparable pesar que lleva consigo, comienza trabando cierta relación, algo distante, es cierto, con algunas solteronas ya muy mayores, chismosas pero asimismo dotadas de la sabiduría propia de quienes pasan su vida en estrecho contacto con la naturaleza. Serán las primeras en mencionar la existencia cercana de una temible mansión embrujada.

Pronto Mahito comienza a mirar intrigado cómo una garza revolotea insistentemente a su alrededor, intentando llamar su atención. Cuando lo consigue, el zancudo, en realidad un pequeño humano revestido con el plumaje propio de las especies voladoras, luego de burlarse agresivamente del muchacho y de convencerlo de que sabe dónde podrá reubicar a su difunta madre, se convierte en su acompañante hacia el mundo de los muertos y los espíritus, lugar, señala el protagonista “muy parecido  al nuestro, pero distinto”.

En ese misterioso lugar —poblado de extraños, algunos siniestros, especímenes: bandadas de voraces pelícanos que se nutren de unas divertidas y locuaces bolas blancas llamadas warawaras, periquitos gigantes que desfilan como militares de un ejército fascista y devoran humanos—,  al que se accede entrando en un viejo castillo oculto en la vegetación, Mahito contacta a un anciano y poderoso mago. Se trata en realidad de su tío abuelo, quien lo confrontará a los dilemas propios de la maduración y el develado de las constantes incógnitas y aprendizajes que ese tránsito comporta, incluyendo claro está el dolor de las pérdidas de los seres queridos y el pánico provocado por la violencia desatada en el entorno.

La referida figura resulta ser el avatar autoreferencial del propio realizador, quien se inspiró en el nacimiento de su nieto para animarse a retomar el lápiz y el papel luego de haber insinuado que dejaba la carrera. Y el otro avatar de Miyazaki es el propio Mahito, en definitiva una alusión metafórica a las dificultades afrontadas por aquel en medio de la confrontación bélica vivida en su propia juventud. Y en ese periplo al doble descubrimiento: de los secretos de la vida y de la necesidad de no rendirse nunca ante las dificultades, finalmente Mahito terminará conociendo a Himi, heroica  “doncella de fuego”, quien se hará cargo de cuidarlo y aconsejarle en el complejo hallazgo de su propio yo. Y asimismo va cobrando fuerza otra heroína: Kiriko, muy parecida a Natzuko, la madre del chico. Hubiese sido raro que el director rehuyera la inclinación de toda su filmografía hacia el protagonismo de los personajes femeninos.

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La guerra y sus secuelas traumáticas, sobre todo en el país que sufrió, en Hiroshima y Nagasaki, los dos, por ahora, exclusivos bombardeos atómicos, se encuentran a lo largo de toda la trama en el trasfondo del relato, escrito por el propio Miyazaki. No obstante esa tragedia metaforizada se abstiene de la victimización simplista y exculpatoria de la propia responsabilidad de la nación asiática. Allí está, se dijo, la escena de los Zeros, los aviones de caza nipones fabricados por Shoichi, el padre de Mahito, cuyos obreros van cargando en dichos medios de transporte una suerte de incontables féretros transparentes donde acabarán, es patente, los muertos a consecuencia de los bombardeos. De paso el personaje de Shoichi, quien cree que el dinero lo resuelve todo —por ejemplo, las peleas de su hijo con sus compañeros de escuela—, funciona como una sutil advertencia del director acerca de los graves daños colaterales aparejado a la suicida renuncia a preservar la cultura propia optando por la permeabilidad a los peores dogmas del capitalismo occidental. 

Aun cuando exhibe una calidad muy por encima del gran porcentaje de la producción cinematográfica, de cualquier género, vista de buen tiempo a esta parte, El niño y la garza dista de ser una película perfecta o de fácil aprehensión para el espectador. Lo primero se constata en algunos altibajos del ritmo narrativo y en el innecesario alargue de ciertas secuencias. Lo segundo tiene que ver con la opción de Mihayaki por espesar la de sí, a ratos, enmarañada trama, sustituyendo visualmente lo tangible por lo conceptual, la obviedad por la fábula, el racionalismo por el simbolismo, modos que demandan una puesta en acto de la atención y el discernimiento propio, actitudes que el cine comercial más bien narcotiza. 

En un momento en el cual, por comodidad, escasez de talento, puro cálculo lucrativo o imposición de las grandes tecnológicas, el grueso de los realizadores adscritos al género de la animación han optado por delegar en los ordenadores la tarea de diseñar las imágenes, Miyazaki sigue empecinado en utilizar el tradicional  dibujo a mano, fotograma por fotograma. De igual manera, a diferencia de esos mayoritarios rehenes de la virtualidad, a Miyazaki no le importa que sus personajes semejen actores reales, le interesan sobre todo la estética y la potencia sugestiva de las imágenes para sugerir más allá de apenas mostrar, activando así el ingenio del espectador en vez de procurar su pasividad contemplativa.

El colorido e hipnótico resultado apreciable en El niño y la garza es, adicionalmente, otra de las impugnaciones a la falacia de la superioridad creativa de las máquinas. Es decir, si en esta oportunidad el anuncio por Miyazaki de su pase a retiro se hace efectivo, sería sin duda una gran pérdida y no sólo para el cine de animación, aunque en dicho rubro en particular está fuera de duda que ninguna de las producciones de Disney, Dream World, Sony Pictures, ni  siquiera las de Pixar, llenará el vacío, cuando menos de acuerdo a lo visto al día de hoy.

Bajando el telón. Por todo lo anotado el lector podrá inferir que El niño y la garza viene a ser otro contundente desmentido de aquella bobada que mencioné al principio: la de encasillar en bulto al cine de animación como sinónimo de cine para niños. Desde ya esta no es en absoluto una hechura siquiera recomendable para los chicos, a menos que se encuentren acompañados de algún adulto. Y no cualquiera: uno, como anoté, tan avispado como para captar al vuelo no sólo el texto sino los varios subtextos de una película torrentosamente imaginativa, muy diferente a los usuales bodrios cargados de repetitivas obviedades desembarcadas semana tras semana en las carteleras.    

Ficha técnica

Titulo Original: Kimitachi wa Do Ikiru ka – Dirección: Hayao Miyazaki – Guión: Hayao Miyazaki – Historia: Hayao Miyazaki – Fotografía: Atsushi Okui – Montaje: Rie Matsubara, Takeshi Seyama, Akane Shiraishi – Arte: Yôji Takeshige – Música: Joe Hisaishi – Efectos: Shun Iwasawa, Norihiko Miyoshi, Yukinori Nakamura – Producción: Kôji Hoshino, Tomohiko Ishii, Gorô Miyazaki, Kiyofumi Nakajima – Intérpretes (Voces):  Soma Santoki, Masaki Suda, Kô Shibasaki, Aimyon Aimyon, Yoshino Kimura, Takuya Kimura, Keiko Takeshita, Jun Fubuki, Sawako Agawa, Karen Takizawa, Christian Bale, Dave Bautista, Gemma Chan, Willem Dafoe – JAPÓN/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Una conversación con el escultor Osvaldo Peña

'Me interesa la figura humana para hablar de otras cosas', sostiene el reconocido artista plástico chileno.

/ 11 de enero de 2025 / 23:39

El destacado escultor chileno Osvaldo Peña (1950) estuvo de visita por Santa Cruz de la Sierra, en ocasión de la sexta versión de “Días de Arte” (2024), en la que su trayectoria fue reconocida con el premio “Venus del Arte”. La organización, encabezada por Juan Bustillos, nos permitió coordinar una entrevista para el día de la llegada del artista a suelo cruceño. 

Peña realizó estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Desde 2008 forma parte de la comisión Metro Arte, encargado de las actividades culturales de la red de Metro de Santiago. Se ha desempeñado como académico de la Universidad Finis Terrae, en Santiago.

A sus setenta y tres años, fue padre otra vez, de un niño al que trajo a Bolivia de casi un año de edad. Peña llegó a Santa Cruz junto a su esposa e hijo menor. Del hotel nos tocó llevarlo al estudio de grabación del podcast. Recorrimos la ciudad desde Equipetrol hasta la zona central; el camino nos permitió tener un preámbulo. En ese ínterin, comentó que hacía años ya que había escapado de la vida citadina en Santiago de Chile, ya que se fueron junto a su esposa a las afueras, a un pueblo donde armó su casa taller, donde trabaja rodeado de la naturaleza, sin preocuparse por la bulla que genera. Sólo debe volver a la ciudad los días que le toca dictar clases en la universidad, para un taller de escultura en madera y otro de escultura en acero. 

En la entrevista que resumimos a continuación, Peña se refirió a la pasión por la escultura, su modo de trabajar, las obras en espacio público, lo temas que investiga en su práctica en la actualidad, entre otros tópicos. 

¿Qué significa la escultura en tu vida?

El hacer escultura, como ser médico o carpintero, es una forma de vida. Yo me levanto y sé que tengo algo importante que hacer ese día. Siento que mi vida es para eso, yo vivo para eso. Independiente ya de que hay que hacer otras cosas, no paso todo el día en mi taller, pues hay que relacionarse, hay que vivir, hay que proveer. Pero siento que hacer escultura es una manera de vivir, básicamente una forma de trabajo, en la que uno está plenamente involucrado, que te gusta y que te llena, a diferencia de otros trabajos que son alienantes y te frustran. Para mí hacer escultura es un trabajo que me da vida. 

¿Cómo se conocieron con Juan Bustillos, el anfitrión de Días de Arte?

Fue gracioso, nos conocimos hace casi unos treinta años en un simposio en un pueblo de Argentina. Después que nos presentaron, le dije “encantado de conocerte”, y él me respondió “devuélveme el mar”. Eso me dejó mal, le dije que había que esperar que nuestros gobernantes se pusieran de acuerdo. Y así, un poco tirante al principio. Más tarde pude notar que él no tenía cejas, tal como yo, así que se lo dije, y de ahí empezamos a contarnos anécdotas y chistes. El tiempo nos hizo amigos. Luego durante varios años no tuvimos contacto, hasta que hace poco nos reencontramos en otro evento y ya estamos hablando de nuevo más seguido.

¿Cómo trabajas para hacer una escultura, partes de una forma previa que tienes en mente o te basas en la forma de los materiales que usas?

Hace mucho tiempo, para trabajar las figuras tomaba una fotografía y la proyectaba a modo de diapositiva sobre la madera, buscando la escala que me diera. Ahora último, he optado más por ver si el tronco tiene una forma que me acomoda o que me sugiere y aprovecho esa rama, esa grieta, el nudo o el color. Voy sintiendo que me lleva las características de esa materia, como que me dejo llevar por esa materia, es como una forma de explorar o entender, no estar desde afuera sino “junto con”.

¿Podría decirse que tu trabajo es esencialmente inclinado al arte figurativo?

Básicamente mi trabajo está construido a partir de la figura humana, pero no me interesa la figura humana como un fin en sí mismo, sino como una metáfora para hablar de otra cosa que tampoco tengo muy clara que es, siendo muy honesto. Pienso por ejemplo en esculturas que hice como el “Guardián del bosque”, o “el hombre árbol”, o “la serpiente”, la relación que hay con el paisaje… la madera habla de árbol, y el árbol para mí es un símbolo del ser humano. Es porque es vertical, igual que nosotros, tiene raíces, tronco, ramas, tiene un color que se asemeja a nuestro color de piel…, básicamente eso. Siento que lo que quiero transmitir se da desde la materia, pero hay materiales y materiales. Hay materiales que se pueden transformar en materia y entregar presencia y que te ayudan a transmitir lo que quieres, pero hay otros que quedan como eso nomás, lo que son, puede ser una lata, un pedazo de acero, un trozo de madera… En cambio, si logras sublimar esa materia, entra en otro estado y se torna en una opción casi mítica, digamos.

Me comentabas en el camino que ahora prefieres trabajar con los materiales dejando las cicatrices abiertas, coméntanos a que te refieres.

Para mí simbólicamente, como decía, el árbol es el hombre. Cuando comencé con la madera buscaba efectos, que no se noten los ensambles, y si veía una grieta trataba de invisibilizarla, buscaba un trozo de madera que tuviera el mismo color que la veta… Pero con el tiempo me di cuenta de que esa grieta era parte de la vida de esa materia, se hincha, se seca, se agrieta, y empecé a verlas como se entiende en el cuerpo humano las arrugas, las cicatrices, etc., entonces empecé a parcharlas con otro color, queriendo que fueran notorios, para que visualmente uno pudiera verlo casi desde un efecto pictórico. Y ahora último simplemente lo dejo, lo que es nomás. Es parte de la vida de las maderas y de su característica, agrega una luz distinta, una textura distinta.

¿Con que tipo de maderas prefieres trabajar y cómo las consigues?

Me gusta el ciprés. Lo que conseguimos para trabajar eran restos de bosques que se quemaron. Es una madera que no arde con facilidad, así que se puede usar lo que quedó. También trabajo con lo que cae en la calle: por los vientos muy fuertes, hubo una gran cantidad de árboles que cayeron en Santiago. Salgo con mi motosierra en la camioneta, me acompaña mi señora, y recojo a veces con ayuda de personas del lugar. Me nutro de lo que está en la calle. Y también de lo que sale de mi casa; durante muchos años tuve un huerto de almendros, y todos los años había que podar, sacar lo que está muerto y no sirve. Lo empecé a juntar y con eso hice obra también. No me limito por los materiales para trabajar, los materiales están a donde uno mire, cualquier material es bueno, las tapas de Coca Cola, la tierra, pasto, la madera, fierro oxidado, todo depende de qué nueva vida le queremos dar a esa materia.

Tus esculturas en espacios públicos son de lo más representativo en tu trabajo. ¿Cuál es tu concepción de la escultura en relación al espacio público y qué es lo que te gusta de esta opción?

Cuando me tocó hacer una escultura para espacio público, intenté siempre que se integre a la arquitectura, al movimiento, al uso, y de una manera simbólica, que represente algo. Me gusta que la escultura publica es una forma democrática de que el arte esté en la calle o en un edificio público. En el caso mío, lo que más me gustó que he construido fue en el metro de Santiago, una obra grande. Parece que son alrededor de dos millones de personas que transitan al día y pueden ver la obra. Yo creo que ya no la ven, porque como la ven todos los días… Pero bueno, eso es lo que me gusta. Está a disposición de todos.

Según algunas teorías, la instalación vendría a ser la cuarta fase dentro de las artes plásticas; habría iniciado del fresco a la pintura, después de lo bidimensional se pasó a la escultura y más recientemente apareció la instalación. ¿Tú has experimentado con el lenguaje de la instalación?

Solamente una vez hice algo que artistas conceptuales me dijeron que era una instalación. Yo no lo quise hacer [risas]. Trabajando con una madera maravillosa que tenemos allá, rematé con una columna. Yo lo tomé de una iglesia del sur de Chile, del altar de la iglesia, y me imagino que ahí debió ser una columna, por la base y el remate. E hice unas quince de estas, lo cual conformó como una especie de bosque. Es posible que haya sido una instalación. Reconozco que algunas instalaciones me gustan mucho, otras no las entiendo. O no tengo paciencia para verlas, sobre todo las que tienen una televisión de por medio. Pero hay cosas interesantes.

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La gentrificación en Puerto Rico, reflexionando con Bad Bunny

La población de Puerto Rico viene sufriendo un proceso de desplazamiento por parte de migrantes ricos.

/ 11 de enero de 2025 / 23:27

En este artículo analizaremos desde una perspectiva urbanística el nuevo álbum de Bad Bunny «Debí tirar más fotos», un potente manifiesto de denuncia contra la gentrificación en Puerto Rico. Además, establece paralelismos con el desplazamiento y borrado cultural que sufrió Hawái, un proceso que resuena de manera global en muchas otras regiones del mundo afectadas por dinámicas similares.

La gentrificación es un proceso de desplazamiento

La gentrificación es un proceso de transformación urbana en el que las comunidades originales de un área son desplazadas por personas con poder económico. Este «progreso» tiene unas implicaciones sociales de pérdida de identidad cultural, aumento de la desigualdad económica, cambio en el uso del espacio público, aumento de precio de la vivienda y efectos en la salud mental y bienestar en los desplazados.

En Puerto Rico, la gentrificación se ha acelerado desde el huracán María en 2017. Desde entonces, la isla ha vivido una transformación devastadora por las políticas que aprovecharon la catástrofe como una oportunidad para acelerar el desplazamiento de los puertorriqueños. La devastación dejó un vacío demográfico que rápidamente fue llenado por extranjeros, mayormente estadounidenses, atraídos por leyes como la Ley 22, que ofrece exenciones contributivas del 100% sobre ingresos generados en Puerto Rico. Estos incentivos han fomentado la llegada de inversionistas que ven la isla como un paraíso fiscal y turístico, mientras para los residentes locales vivir allí se vuelve cada vez más difícil.

El huracán María expuso la negligencia gubernamental y la ineptitud de las autoridades para gestionar la emergencia. Un estudio de la Universidad de Harvard estimó que más de 4,000 personas murieron debido al impacto directo e indirecto del huracán, muy lejos de las 16 muertes inicialmente reportadas por el gobierno estadounidense. Las miles de familias que quedaron desamparadas enfrentaron un sistema de salud colapsado, servicios gubernamentales ineficientes y una falta de apoyo real para la reconstrucción. Como resultado, entre un 12% y un 17% de la población migró a Estados Unidos, en especial a estados como Florida y Nueva York, en busca de estabilidad económica y acceso a servicios básicos.

En su álbum Bad Bunny deja claro que la migración masiva no es un acto de voluntad, sino una imposición de las circunstancias: “Aquí nadie quiso irse, y quien se fue sueña con volver”. Estas palabras reflejan la añoranza de quienes han tenido que abandonar la isla y el deseo de recuperar un Puerto Rico que sea para los puertorriqueños.

Esta migración masiva no fue casualidad. Como señala el planificador José Rivera Santana “PR atraviesa un acelerado proceso de gentrificación, que conlleva el encarecimiento del espacio y desplaza a las personas pobres para dar oportunidad a las ricas”. Los aumentos desmesurados de los precios de la vivienda han desplazado a miles de puertorriqueños.

Mientras los burgueses disfrutan de jugar golf en más de 20 campos en la isla y navegan desde puertos deportivos de lujo como el Club Náutico de Palmas del Mar, los puertorriqueños se ven obligados a abandonar sus comunidades de origen por la inflación del mercado inmobiliario. Según un informe de 2023, aproximadamente el 40% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, una cifra alarmante que contrasta con los millones invertidos en proyectos que no benefician a las mayorías.

La proliferación de desarrollos inmobiliarios de lujo en zonas como Dorado, Viejo San Juan, Palmas del Mar, Condado y Santurce, han privatizado el paisaje urbano cerrando estas comunidades, limitando su acceso a extranjeros. El resultado es un paisaje urbano cada vez más fragmentado, con enclaves exclusivos para los recién llegados, rodeados de comunidades locales empobrecidas y cada vez más desplazadas. 

En la canción «EoO», Bad Bunny concluye con un poderoso recordatorio: “Tás escuchando música de Puerto Rico, cabrón. Nosotros nos criamos escuchando y cantando esto en los caseríos, en los barrios”. Esta frase resuena como un manifiesto que reivindica la identidad de PR y las formas de vida que han dado sentido al espacio.

La narrativa visual y musical de Bad Bunny

El corto que acompaña el álbum inicia con un paisaje pintoresco que evoca la nostalgia de un Puerto Rico que, según Jacobo Morales, cineasta y narrador del video, poseía «una magia increíble». Sin embargo, esta imagen se contrapone con escenas de un barrio gentrificado, donde predominan elementos de una cultura extranjera subrayando la transformación sociocultural que afecta a la isla.

El «quesito sin queso», una frase mencionada en el corto, se convierte en una metáfora del vacío cultural que la gentrificación está generando. Bad Bunny refuerza este mensaje en la canción «Lo que le pasó a Hawai», donde denuncia cómo el desplazamiento y la comercialización amenazan con borrar la identidad puertorriqueña.

En el corto se refleja la imposición de una estética y funcionalidad ajena a las necesidades locales, como la proliferación de negocios dirigidos a turistas o residentes extranjeros, y la desconexión entre los habitantes originales y su entorno.

Este proceso recuerda el caso de Hawái, otro territorio bajo control estadounidense que experimentó una transformación similar. En Puerto Rico, el flujo constante de estadounidenses ricos está convirtiendo vecindarios tradicionales en enclaves exclusivos, lo que pone en peligro no solo el acceso a la vivienda asequible, sino también la preservación de la cultura e identidad puertorriqueñas. Para muchos, este fenómeno es una continuación del colonialismo estadounidense, adaptado al siglo XXI, donde en lugar de armas, se usan incentivos fiscales y especulación inmobiliaria para despojar a los pueblos de sus territorios.

El capitalismo del desastre y la gentrificación

El capitalismo financiero ha perpetuado en Puerto Rico desigualdades estructurales bajo el disfraz de “desarrollo”, mediante un proceso de acumulación por despojo, en el que se utilizaron políticas neoliberales como herramienta para reorganizar el territorio y las relaciones sociales en función de los intereses de los extranjeros. En este contexto, el territorio es cada vez más mercantilizado y despojado de su función social, subordinándolo completamente a la lógica de la acumulación capitalista.

Miles de puertorriqueños emigraron debido a la falta de recursos, infraestructura y apoyo gubernamental, dejando tras de sí propiedades y espacios publicos vulnerables a la especulación. La salida forzada de miles de personas facilitó la adquisición de bienes inmuebles a precios irrisorios por parte de inversionistas extranjeros, muchos de los cuales se beneficiaron de incentivos fiscales diseñados exclusivamente para ellos.

Mientras tanto, a los residentes locales, especialmente en áreas costeras como Joyuda, se les negaron permisos para reconstruir sus hogares destruidos por el huracán. Esto reforzó la precarización de las comunidades y sentó las bases para la reconfiguración del paisaje urbano y costero en enclaves exclusivos al mercado internacional. Este proceso ha resultado en la privatización del acceso al mar y otros espacios públicos, despojando a las comunidades locales de su relación histórica y cultural con su territorio.

En los últimos dos años, el precio de las propiedades ha subido un 24%, mientras que las instituciones financieras han impuesto barreras estrictas para acceder a préstamos hipotecarios, para la clase trabajadora en Puerto Rico. Este proceso se agrava con la expansión de los alquileres temporales, impulsados por plataformas como Airbnb, que han reducido la disponibilidad de viviendas para residentes locales. Con una tasa de desocupación habitacional del 16.1%, una de las más altas entre los territorios de Estados Unidos, queda en evidencia un modelo económico que prioriza a los extranjeros y relega el derecho a la vivienda de los puertorriqueños. 

Las historias paralelas de Puerto Rico y Hawái 

La analogía entre Puerto Rico y Hawái que plantea Bad Bunny no es casual. Ambas islas comparten historias de colonización, explotación económica y despojo cultural. En el caso de Hawái, su anexión como el Estado número 50 de los Estados Unidos en 1959 resultó en el desplazamiento de la población nativa y en la transformación de su cultura en un producto comercializado para el turismo.

Puerto Rico, aunque no es un estado, enfrenta un destino similar. La llegada masiva de norteamericanos después del huracán María y las políticas fiscales que benefician a residentes extranjeros han transformado sectores enteros de la isla, dejando a muchos puertorriqueños fuera del mercado inmobiliario y obligándolos a emigrar. Actualmente, hay más puertorriqueños viviendo en Estados Unidos continentales (alrededor de 6 millones) que en la isla misma (aproximadamente 3 millones).

La gentrificación no solo transforma los espacios físicos, sino que también redefine las dinámicas sociales y culturales. En su cortometraje, Bad Bunny ilustra cómo negocios tradicionales, como las panaderías de barrio, han sido reemplazados por cadenas de cafeterías desconectadas de la cultura local, que incluso rechazan el uso de efectivo, excluyendo aún más a la población local. Este fenómeno refleja un desarraigo profundo, donde las expresiones cotidianas de la cultura puertorriqueña son desplazadas por un modelo de consumo globalizado, alejado de las necesidades de los habitantes.

Con su nuevo álbum, Bad Bunny invita a los puertorriqueños a reflexionar sobre el valor de su cultura y a defender su territorio frente a las fuerzas que amenazan con transformarlo irreversiblemente. En palabras del propio artista: «No, no sueltes la bandera ni olvides el lelolai. Que no quiero que hagan contigo lo que le pasó a Hawái.» Este mensaje resuena no solo en Puerto Rico, sino en todas las comunidades que enfrentan procesos similares de desplazamiento y borrado cultural. En este contexto, el trabajo de Bad Bunny se convierte en mucho más que una expresión artística: es un acto de resistencia.

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Ángelo Valverde: ‘Entre el Cielo y la Tierra’

El artista Ángelo Valverde presenta un monumental tríptico que fusiona la tradición del retablo cristiano con la cosmovisión andina.

/ 11 de enero de 2025 / 23:14

En materia cultural, este 2024 culminó con una gratísima y sorprendente muestra en la Casa Museo Inés Córdova – Gil Imaná: se trata del tríptico monumental de Ángelo Valverde titulado «Entre el Cielo y la Tierra». Hablamos de un retablo, herencia de la tradición cristiana figurativa, de dimensiones colosales —de forma abierta, 2,10 x 4,30 mentros y, en formato cerrado, 2,10 x 2,25 metros— que se puede categorizar como la obra cúspide en la carrera del eximio pintor, que ya lleva décadas otorgándonos personajes, entidades, pinceladas, colores y universos fascinantes para representar no los Andes en general, sino sus Andes, el mundo que se filtra a través de su propia mirada, de su poética personal.

En el panel izquierdo se presenta un moreno ataviado con espléndido traje y una máscara, mirándonos de frente con la sonrisa pícara y atemporal de las entidades tectónicas. Los pasos de baile cansinos se despliegan en la imaginación junto al saltar de los sapos de un colorado radiactivo.

En el panel central vemos a la pareja solemne, hierática, de pasantes del Preste en honor al Señor del Gran Poder, mismo que figura en el espacio central superior de toda la composición. Los rostros y posturas del hombre y la mujer ilustran a la perfección el dominio de Valverde para caracterizar, dar personalidad y profundidad a estos personajes andinos que, por la libertad estilística, lindan con el arquetipo de la paceñidad, en lugar de retratar a individuos particulares.

En el panel derecho, una cholita paceña baila con atuendo de gala: los flecos de su mantilla, la posición de su matraca y el giro de su pollera sugieren movimiento, ritmo, baile, fiesta, sin recurrir a mayores artificios pictóricos, capaces de despojar a la obra de su aspecto casi escultórico, casi fuera del tiempo. Los lagartos que la rodean parecen recordarnos la cualidad a la vez onírica y material, trascendental e inmanente, religiosa y pagana, de la fiesta y lo festivo en la cosmovisión legada por estos parajes cordilleranos.

Lo que diferencia este retablo del resto de la obra de Ángelo Valverde es, probablemente, su inclinación hacia una suerte de minimalismo compositivo; los rasgos abigarrados del mundo imaginario que antes desataba con sus pinceles se ven abstraídos y concentrados en figuras aisladas. En ese sentido, atestiguamos una composición más clásica que barroca: priman la simetría, la geometría grecorromana, el arco y el espacio escenográfico. Sin embargo, ese roce con la asepsia del arte florentino se ve contrarrestado por el uso de una paleta tan ecléctica como eléctrica que combina con osadía tonos complementarios y valores de elevado contraste, aprovechando selectos puntos áureos de la superficie. La transición de una sombría pared verde esmeralda a un diáfano cielo turquesa es coronada por la aparición de la luna andina entre espesas nubes. En los extremos del panel central, como fondo mitológico, emergen el Illimani y el Mururata, centinelas de un cosmos donde los sueños de los vivos acompasan el baile de los muertos, donde el cielo y la tierra se reúnen en lugar de oponerse, donde Alaxpacha y Manqhapacha se saben abrazar en el tiempo suspendido de la fiesta del Señor del Gran Poder.

A diferencia del «surrealismo fotográfico» de Cristian Laime o del hiperrealismo (también fotográfico) de Rosmery Mamani, Ángelo Valverde apuesta por una solución pictórica de la representación, una estilización figurativa tanto en el cuerpo humano como en el paisaje. Es esa particularidad la que le da a su obra un aura mitológica y un carácter verdaderamente festivo. Los símbolos allí inmersos no funcionan como códigos o estereotipos, sino como vehículos de la imaginación telúrica escondida en la psiquis de quien observa.

Una vez cerrado el retablo, como una caja de Pandora, se guardan las imágenes que pasan a la esfera del secreto, de la latencia. Esa posibilidad en el acabado involucra el teatro, la instalación y la puesta en escena, haciendo que el juego semántico se despliegue por territorios más vastos que la sola representación pictórica. Esperamos ansiosamente que en 2025 más público pueda acceder a este monumento visual y que numerosas muestras lo desplieguen a lo largo del país y el mundo, para que sus secretos no permanezcan cerrados bajo llave por mucho tiempo.

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Dança à Deriva (parte III): el arte de conversar con el otro

La tercera crónica y reflexión sobre el festival de danza contemporánea que se desarrolló en San Pablo, Brasil.

/ 4 de enero de 2025 / 21:14

¡Qué difícil es mantener una conversación real! Los artistas invitados a Dança à Deriva, se dijo, pasábamos 24 horas del día juntos y, todas las tardes, teníamos que hablar de las obras del día anterior. Con alguna excepción, la sensación con la que yo me quedaba era la siguiente: después de las presentaciones, en grupos más íntimos y en momentos de distensión con una cerveza en mano, todos daban sus impresiones reales de las obras. Mientras que ya en los conversatorios reales, con la grabadora apuntándote y los/las hacedores enfrente, la situación era otra: nos palmeábamos las espaldas y nos decíamos que todos los artistas del mundo son maravillosos, originales, válidos, necesarios…

Además, casi no había público externo, éramos nosotros mirándonos a nosotros. ¿Por qué? Solange Borelli lo dijo un par de veces: a ella no le interesa el público porque nosotros –los invitados– somos más que suficientes para llenar la sala. Muchos de los artistas parecían concordar en esa visión contra el público o de desinterés ante él (cosa que nunca me había pasado en Bolivia, ¿será que porque no tenemos fondos gubernamentales nos interesa que alguien pague entradas para ver teatro?). Pero yo intuyo además otra cosa: alguien externo, que vaya a ver esas obras, en general, saldría renegando. Ni siquiera nosotros –gente del mundo del arte– iríamos al festival luego de la segunda o tercera noche.

Y es que son muy pocas las obras (yo diría que un tercio de las presentadas) que pensaron en sus espectadores. Señal de eso es que, incluso existiendo el espacio del conversatorio, muy pocos creadores ponían sobre la mesa la pregunta explícita de: «¿Qué no funciona en mi obra?». Pregunta clave teniendo artistas de 11 países diferentes, tantas opiniones sobre la mesa… Es un síntoma de un mal mayor: los artistas (¿especialmente los de la danza?) no saben conversar. Por suerte, hay excepciones en este encuentro y con esta última, que a mi parecer tiene mucho que enseñarnos, cierro esta serie de textos.

Amor es mirarse al espejo y no romperlo (Argentina)

Hay muy poco teatro en el festival –solo dos obras, esta y «La caja de las voces», del elenco guatemalteco Apartamento 302– y a veces se siente injusto comparar una obra de danza con una de teatro. Sin embargo, como ya vimos en los textos anteriores, esa posibilidad de conectar con el público no es exclusiva de ningún arte escénico; se trata de una conciencia y de un trabajo.

Esa conciencia y ese trabajo son muy explícitos en «Amor es mirarse al espejo y no romperlo», obra dirigida por Camilo Araya y Ailén Boursiac, con diseño escenográfico de Boursiac y Agustín Sánchez Labrador, e interpretada por Araceli Genovesio. Ellos la tienen clara y juegan con las posibilidades de ese diálogo. La primera escena, clave siempre de toda obra, nos lo dice con cierta violencia: Araceli, o bueno, alguno de sus personajes (porque será varios a lo largo de la obra, persona plural, casi rizomática) nos espera con una escopeta. Nos apunta uno a uno. Así nos avisa de algo: esta obra está dirigida a ti, quizás sea violenta, pero será precisa, como un disparo entre ceja y ceja, dará en el blanco, a toda costa. ¿Cuál es ese blanco? El cuerpo gordo, pero no solo el de ella, ahí en escena, sino el cuerpo gordo ese que todos tenemos en tanto que nos hemos rechazado, hemos hecho dietas, nos hemos obsesionado con vernos de una determinada manera. Quiere que nos duela no aceptarnos y no aceptar al otro y que nos riamos también de eso, porque solo en la risa algo se transforma.

Esto solo se logra al hacer ese su cuerpo único, algo universal. Para ello, la actriz construye cientos de voces, miles. Ella encarna al 2006, a una sociópata, a una chistosilla, y, la peor de todas, la intelectual… Solo así, habitando ese su cuerpo con tanta potencia, despersonalizándose como el mago que desaparece ante tus ojos y haciendo aparecer otra cosa o en otro lugar, o –este término les gustaba mucho en el encuentro– dislocando el ser o no ser, nos incluía a nosotros, los espectadores. Esto se potenciaba a partir de 3 mecanismos:

1. Las referencias históricas. El primer mecanismo es muy latinoamericano, pero es aquí usado con sutileza y precisión: el año 2006, que es el año en el que los jeans «chupados» (como decíamos en Bolivia) se pusieron de moda, jodiendo la vida de «la gorda», también fue el año de las izquierdas (subió Evo Morales al poder, murió Pinochet y ganó Michelle Bachelet, entre otros en todo el continente…). Lo dice un personaje espantoso, vestido como loco entre jeans; escupe esta su defensa de ser un gran año entre babas que muestran también el gran manejo corporal de la actriz. El entrecruce entre lo personal y lo histórico pone en crisis a ambos ejes con gran inteligencia: ¿Acaso no son opuestos los jeans chupados, donde no entran las gordas, con los discursos de izquierda? ¿Cómo pueden suceder al mismo tiempo ambos sucesos? ¿Será porque, a decir de Brecht, la guerra implica la paz o será porque aquí hay una crítica a lo histórico desde lo personal? No me animo a dar una respuesta.

2. La interpelación directa al espectador. La intérprete juega a hacernos preguntas o a usar imágenes que ya conocemos que nos fuerzan a buscar en nuestros propios archivos personales. Por ejemplo, a unos argentinos que había en la sala, les pregunta si se imaginan a qué bar se fueron sus amigos en Bariloche –mientras ella sufría de fiebre por haber hecho «poto-cross» (diríamos en Bolivia) en la nieve sin ropa para la nieve porque no existía en su talla–; ellos responden y ella les dice que no, que deben ser muy viejos. También saca a un sacerdote-pastor evangélico-gurú hippie posmoderno, que nos da una dieta para lograr el equilibrio entre la mente, el cuerpo y el espíritu. Las interpelaciones nos hacen reír y nos llevan a un mundo de exageración que, aunque funciona como espejo, nos llena de goce y fiesta.

3. El archivo personal y la exposición del yo. Brillantemente, de fondo, irán apareciendo videos de esa rara y divertida Araceli. En ellos no solo se evidencia lo autobiográfico del asunto o lo real de la situación (en uno de los videos, de casualidad, alguien le grita «gorda»), sino que sirven para generar una empatía que Araceli va tejiendo con habilidad, cual Aracne en sus telas, para dejarnos a todos fritos. Por eso, la obra acaba con ella, desnuda, sin luz más que una linternita de luz negra; con ella ilumina su cuerpo donde, con tinta fosforescente, se han repasado sus estrías. Esa exposición del yo ante el otro, ese gesto de decir: «sí, soy vulnerable», nos recuerda que justamente solo podemos amarnos en esa vulnerabilidad y que solo ahí las cosas cambian.

Entre ladrillos haciendo sendas, pollos de hule uniendo las voces de lo social y estrías que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad y nuestra capacidad de amar, se acabó el Dança à Deriva y, con sus luces y sombras, algo de mí se quedó en ese intenso encuentro de 10 días. Un encuentro, sin duda, que necesita repensarse, quizás con otras nociones de curaduría o con una programación menos extensa. Sin embargo, un encuentro que es necesario y que esperemos siga cumpliendo muchos más años de vida. Y es que la deriva para mí es eso: el cambio constante ante el abismo.

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El Juego del Calamar, un reflejo actual de la humanidad

La serie coreana, que presenta un futuro distópico y con la humanidad contra las cuerdas, es un éxito mundial. Nos habla de las ansiedades propias del mundo hoy.

/ 4 de enero de 2025 / 20:59

Desde su estreno en 2021, El Juego del Calamar, el drama de supervivencia surcoreano creado por Hwang Dong-hyuk, ha capturado la atención global al ofrecer una narrativa profundamente arraigada en las desigualdades sociales y los dilemas morales. Con su segunda temporada, la serie amplía su exploración de estas temáticas, mostrando a sus personajes enfrentarse a decisiones aún más complejas en un mundo donde el capitalismo y la avaricia dictan las reglas del juego. Al mismo tiempo, resultan evidentes las conexiones con otros fenómenos de la cultura pop, como Los Juegos del Hambre y John Wick, que comparten su capacidad para analizar las tensiones entre la moralidad individual, los sistemas opresivos y la muerte como algo naturalizado.

El juego y los dilemas morales

En su núcleo, El Juego del Calamar es una incisiva crítica a las estructuras sociales que perpetúan la desigualdad. En la primera temporada, los participantes se vieron atrapados en un juego mortal que los obligaba a traicionarse mutuamente para sobrevivir. Sin embargo, la segunda temporada introduce un nuevo nivel de complejidad al permitir la votación obligatoria tras cada juego. Esta regla no solo obliga a los jugadores a reflexionar sobre sus decisiones, sino que también expone la lucha entre la supervivencia personal y la moralidad colectiva. 

El protagonista, Seong Gi-hun, regresa a los juegos con un propósito claro: desmantelar el sistema corrupto que los sustenta. Sin embargo, este objetivo no lo exime de enfrentar intensos dilemas éticos, pues el entorno lo empuja constantemente hacia la complicidad con un sistema que desprecia. La serie destaca cómo la desesperación económica puede conducir a decisiones moralmente cuestionables, haciendo eco de las experiencias de millones de personas atrapadas por deudas en un sistema económico implacable. 

Además, la incorporación de nuevos personajes, como Thanos, un estafador vinculado al mundo de las criptomonedas, enriquece la narrativa al añadir capas adicionales de crítica social. Thanos simboliza los peligros del capitalismo digital y cómo las promesas de riqueza rápida pueden ser tan devastadoras como las estructuras económicas tradicionales. 

Conexiones  

El impacto cultural de El Juego del Calamar no puede entenderse por completo sin compararlo con otros fenómenos que también exploran la supervivencia en contextos extremos. Los Juegos del Hambre y John Wick son dos ejemplos destacados que, aunque distintos en tono y estilo, comparten temáticas y preocupaciones similares. 

En Los Juegos del Hambre, los tributos son obligados a competir hasta la muerte como parte de un espectáculo diseñado para reforzar la autoridad del Capitolio sobre los distritos oprimidos. La serie, al igual que El Juego del Calamar, critica cómo las élites utilizan el sufrimiento humano como un medio de entretenimiento y control social. Sin embargo, Los Juegos del Hambre pone énfasis en la rebelión abierta liderada por Katniss Everdeen. El Juego del Calamar se centra en los dilemas éticos individuales de sus personajes, quienes deben decidir si seguir participando o resistir. 

Por otro lado, John Wick presenta un enfoque diferente. La franquicia no se desarrolla en un contexto de desigualdad económica explícita, sino en un submundo criminal regido por reglas estrictas donde la supervivencia depende de la habilidad y la lealtad. Aunque estilizado y menos político, el universo de John Wick comparte con El Juego del Calamar la exploración de las consecuencias de participar en un sistema donde la violencia y la traición son inevitables. Ambos destacan cómo las decisiones de los protagonistas están condicionadas por su entorno, lo que plantea preguntas sobre el libre albedrío en sistemas opresivos. 

Un espejo de la sociedad contemporánea 

La conexión entre estas narrativas refleja preocupaciones sociales compartidas en el siglo XXI. Transcurrido un cuarto del siglo en curso, la humanidad enfrenta desafíos significativos, como la creciente desigualdad económica, la desconfianza hacia las instituciones y la deshumanización provocada por la tecnología y la globalización. Nada raro que, en filosofía, por ejemplo, aparezcan planteamientos como el transhumanismo. Estas historias, aunque ficticias, sirven como espejos que permiten a las audiencias examinar sus propias realidades. 

En El Juego del Calamar, la brutalidad de los juegos y la indiferencia de los espectadores ricos hacia el sufrimiento de los jugadores resaltan la banalización de la violencia en la cultura moderna. Este comentario se amplifica al compararlo con el Capitolio de Los Juegos del Hambre, donde la élite disfruta de las competencias como un espectáculo grotesco que despoja de humanidad a sus participantes. La crítica implícita es clara: en un mundo saturado de contenido, el sufrimiento ajeno se convierte en una forma de entretenimiento. Se erosiona y tiende a desaparecer la empatía colectiva.

Si piensan que esto es queda meramente en historias que pertenecen al mundo del entretenimiento, vean cómo los actores políticos alrededor del mundo, incluyendo a los de nuestro país, hablan de sus adversarios como si se tratase de subhumanos, llamándolos bestias o describiéndolos como hordas u orcos.

Estas narrativas aspiran a normalizar el odio y el resentimiento al punto de hacer aceptable el maltrato a los otros e incluso su muerte. Hay toda una lucha por despojar de su humanidad a grupos enteros, etnias y países.

La decisión de Gi-hun de regresar a participar en El Juego del Calamar, al igual que la determinación de Katniss de liderar una rebelión en Los Juegos del Hambre, plantea preguntas fundamentales sobre el sacrificio personal por el bien colectivo. Mientras tanto, la violencia estilizada de John Wick ofrece un comentario más abstracto, pero igualmente poderoso sobre la resistencia individual frente a un sistema corrupto. 

El papel de la cultura pop

El éxito de estas historias no es accidental. Su popularidad refleja un momento cultural en el que las audiencias buscan más que entretenimiento; buscan sentido. En un mundo marcado por la incertidumbre económica y la polarización social, estas narrativas proporcionan tanto catarsis como una forma de reflexión crítica. 

La cultura pop actual, como lo demuestra el impacto global de El Juego del Calamar, tiene la capacidad de abordar temas complejos de manera accesible, desafiando a las audiencias a cuestionar sus propias creencias y valores. Al hacerlo, trasciende el mero entretenimiento para convertirse en un vehículo de cambio social y un registro de las preocupaciones humanas contemporáneas. 

El legado duradero del Juego del Calamar

Con la confirmación de una tercera temporada, El Juego del Calamar sigue consolidándose como una de las narrativas más influyentes del siglo XXI. Su habilidad para entrelazar una historia emocionante con un comentario social incisivo garantiza que permanecerá relevante en los años venideros. Al igual que Los Juegos del Hambre y John Wick, la serie no solo cautiva, sino que también invita a reflexionar sobre cuestiones fundamentales de la condición humana. 

En última instancia, estas historias no solo entretienen, sino que también iluminan las tensiones y los desafíos de una sociedad global cada vez más compleja. Al explorar los límites de la moralidad, la supervivencia y la resistencia, ofrecen un retrato poderoso de nuestras luchas compartidas, al tiempo que nos inspiran a imaginar un futuro más justo y humano. El Juego del Calamar, como otros fenómenos de la cultura pop, nos recuerda que, incluso en los momentos más oscuros, la humanidad tiene la capacidad de resistir, reflexionar y cambiar.

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