‘Soldado’ Terán, el poeta que se niega a morir
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
José Antonio Terán Cabero, premio nacional de poesía 2003, cumple este mes 92 años. Una visita a su casa y a su vida.
El poeta “Soldado” Terán cumple 92 años este mes. Jura ser un “mek’a uma” pero no es cierto. “Mek’a uma” (cabeza podrida/de mierda, en quechua) es una persona lenta para entender, sin memoria. La cabeza del “Soldado” se mantiene intacta y su capacidad para recordar asombra. Y su humor negro, también. Terán Cabero ha perdido —eso sí— vista. Hasta hace poco escribía sus poemas en grandes cartulinas (como cartones de protesta), pero ahora ya no puede y sale a caminar por el parque fuera de su casa en Sacaba y recita para sí entre flores amarillas de carnavalito su último poema. “Estoy medio ciego, por lo menos si fuera Borges”, dice bromeando.
José Antonio Terán Cabero nace el 29 de febrero de 1932. Cumplirá este mes 23 años. Y no los 92 que dice su carnet de identidad. Hace un tiempo, un amigo vaticinó el día de su muerte. “Morirás el día de tu cumpleaños en año bisiesto”. Y el “Soldado” se ríe, esperando ese día. Nace en El Paso, a ocho kilómetros de Tiquipaya (“soy estas campanas / de un domingo rural”). Padre es Manuel Terán Cornejo, sastre cortador, becado en Buenos Aires para aprender el oficio. Antonio vestirá trajes de varón a la perfección. Y escribirá: “mi padre me devuelve / la dulce historia de sus manos / y el hilo de mi sastre”.
Madre es María Clara Cabero, profesora de primaria en colegios de barrio. “Ella misma se puso Julia Clara, se llevaba a los alumnos y alumnas de escasos recursos a la casa para seguir enseñando; las niñas me pellizcaban”, dice el “Soldado” entre sonrisas, otra vez. “Ahí comencé a adquirir malos hábitos”. Fue la suya una infancia muy pobre (“dónde si aquí muere / un niño hambriento / y allá engordan los cerdos”). En aquellos años no tiene apenas pan para comer, queda malherido viendo la culpa dibujada en el rostro de padre y madre.
(“Hoy estuvo mi padre a visitarme / lo bueno de la muerte es que no sella / algunas puertas / lo bueno de estar vivo es que las llaves / las guardamos nosotros”).
La casa de Terán Cavero está repleta de libros y cuadros, cuadros de amigos pintores. Junto a la mesa del almuerzo hay un paisaje del maestro Gíldaro Antezana, en el “living” un Carlos Rimassa (arquitecto y hombre de teatro), un Luis Luksic (también poeta y hombre fuerte del PIR), un Ponciano Cárdenas (también poeta). Por las escaleras que dan a su escritorio/biblioteca, un Raúl Lara. “Me vendían sus obras a cuotas y venían a la casa para cobrar y charlar, charlar y cobrar”. Hoy están todos muertos, están pintando otros sueños, sueñan su propio olvido.
De la infancia cambiando de casa por doquier a medida que la madre pasaba de un colegio a otro, no tiene apenas recuerdos. Vienen —eso sí— de vez en cuando sabores y olores, árboles y frutos que le devuelven mágicamente al pasado, a la madre (“Yo soy tu tumba, madre”). La fragancia del batán con llajua, los tomates, el ají. “Era un ritual ver a mi madre alrededor del batán, como si celebrara una misa”. La casa que más recuerda está en la calle Bolívar entre San Martín y Lanza en Cochabamba. Recuerda que era una casa con goteras, con un bañador recibiendo el agua de la lluvia.
(“Y las plurales alabanzas / con que mi madre en el batán oraba / melodiosa la llajua / en el altar de piedra / incienso los aromas / salvaje y pura la mañana / el fervor de un instante / en la belleza de los signos / por fin la brujería de la luz / bien al fondo de las cosas / y este amoroso oficio que ahora surce / harapo con harapo / lo que el supino dios ha dispersado”).
Dos de sus hermanas han muerto ya. Amanda y Glorian Nancy. Quedan dos hermanos: Oscar Manuel y Carlos. Jura Antonio que le falla la memoria pero se acuerda incluso de las inundaciones de 1940 cuando el río Rocha rebalsó por la caída de una presa construida aguas arriba en el puente Siles, camino a Sacaba. El agua anegó la plaza principal de la Llajta, la plaza Colón y el colegio donde estudia Antonio, el Sucre. El “Soldado” recuerda los libros de su madre llenos de barro y una virgen flotando por la 25 de mayo.
En una finca de unas tías en Machajmarca, camino a Sivingani, pasa las vacaciones y aprende quechua. La cocina es su lugar favorito del mundo. Ama escuchar las leyendas que cuentan las mujeres. Poco a poco entiende todo lo que narran en quechua. Esos olores y esas palabras también se quedarán para siempre.
Cuando sale del colegio, quiere estudiar Filosofía y Letras. Y parte a La Paz. De esos días, recuerda solo una clase de dos horas de Roberto Prudencio Romecín, fundador de la carrera en 1944. “Aquella mañana el maestro venía de pasar toda la noche en el velorio de su hijo y nos habló dos horas seguidas de la muerte; fue una clase magistral que nunca olvidaré”. La muerte comienza a penetrar la obra y vida del “Soldado” Terán. Negociará con ella, la negará mil veces “una y otra vez con un poema ardiendo entre las manos”.
El poeta piensa ahora en ella con curiosidad y tranquilidad. “La muerte está en uno mismo, uno nace con su muerte”, me dice, ahora sin bromear. Y se pregunta qué pasará después. Y entonces recuerda un cuento de Borges sobre mundos paralelos donde los muertos logran volver de vez en cuando y se pasean entre los vivos. Y entonces pasan esas cosas raras y mágicas donde uno cree haber visto a un amigo muerto paseando por las calles que caminó. A Terán Cabero le ha pasado eso con sus amigos fallecidos y estos días de enero fantasea con que él también pueda escapar en un tiempo y pasear por Cochabamba para que sus amigos, nosotros, creamos haberlo visto otra vez.
(“¿En qué surco de agua ignota / me siembras esta noche y en qué extraño / país me resucitas?”).
El poeta no dura mucho en La Paz y vuelve a su Cochabamba. La Revolución del 52 le agarra en la Llajta. El “Soldado” Terán no va a disparar un solo tiro. Las balas “dum dum” van a salpicar de sangre su cara. Y cuando tenga que disparar, no lo hará porque no quiere matar por la espalda. Todavía se acuerda cómo Lechín protegió la vida de varios falangistas que se habían rendido en una iglesia cerca de la laguna Alalay.
Cuando todo pasa, ingresa en la facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Simón. Son tiempos de libertad, bohemia y lectura, de caminar solo por la noche (“Si esta noche es una noche del destino / bendición para ella hasta que llegue la aurora”). Terminará siendo licenciado en ciencias políticas, jurídicas y sociales. Su examen de grado versa sobre los servicios públicos en Bolivia. En esos años universitarios se junta con la bohemia cochala y hace parte de la Segunda Gesta Bárbara, filial Cochabamba. Aprovecha a escribir sus primeros poemas en los tediosos días del servicio militar. La noche comienza a penetrar la obra, vida y cuerpo del poeta. Será siempre un insomnio de palabras, remará hasta el final de la noche, perseguido por el desvelo, entre las once y las seis. El poeta “Soldado” Terán existe para devenir en noches de insomnio.
(“Cuando acabe la noche / no estaré ya en mi cuerpo”).
Cuando llega —con cachucha al costado y uniforme militar— a las reuniones de la Segunda Gesta Bárbara, el paceño Julio de la Vega lo bautiza como “Soldado”. Se quedará con ese mote toda la vida. Jura Antonio que no tiene la memoria de antes pero todavía se acuerda de aquellas reuniones dominicales de la Gesta. Eran en los locales de la Academia Man Césped en la acera oeste de la plaza principal. Llegaba Julio de la Vega, que estaba estudiando Derecho en Cochabamba, y estaban Jaime Canelas y Gonzalo Vázquez Méndez (fundadores en 1948); el alma del movimiento Gustavo Medinaceli Gutiérrez (fallecido tempranamente en 1956 a sus 33 años), Armando Soriano Badani, Héctor Cossío Salinas, Mario Rolón Anaya, Daniel Bustos y Oscar Arze Quintanilla (y sus “poemas desamparados”). Hoy están todos muertos, todos menos Arze y Terán, los últimos poetas vivos.
(“salir de aquel espacio donde moran las garras / los tigres del insomnio y la palabra nunca / yacer de nuevo en la luz de sus cabellos / beber ese perfume que canta en la voz de nuestros muertos / encender los arroyos que esta tarde visitaron tu cuerpo / recoger los pequeños pedazos / algunas aguas esos ojos un libro / lo poco que ha quedado / lo sobrevivido como trémulo candil / en las corrientes subterráneas / una ráfaga de estrellas / un acorde en medio de la sorda nostalgia / y negarse a morir”).
En esas reuniones que terminan en chicherías se habla de poesía y política, se leen poemas y cuentos. Se alistan revistas, se toca música. Se charla de arte, pues caen también a la tertulia los pintores. Se celebran veladas bufas. Todos tienen un objetivo: escandalizar a la burguesía cochabambina. También hay mujeres como Teresa Laredo, Cristina Quiroga y Beatriz Schulze, quien llega desde La Paz. “Una noche, a Julio de la Vega se le ocurrió armar su propio velorio. Se difundió por todo lado que se había suicidado y todos nos juntamos en la Academia para velarlo. Se había rumoreado que la causa del suicidio era una negativa o engaño de su novia, que se llamaba Ninoska. Entonces, en medio del velatorio y rodeado de flores y coronas, Julio se levantó del cajón y encaró a la chica que no daba crédito”.
Todos los “bárbaros” terminan quemando sus corbatas y simpatizando con el PIR, Partido de la Izquierda Revolucionaria. O casi todos. Son rebeldes, son iconoclastas, son libres. Terán es el “soldado y poeta, triste parodia del Mariscal de Ayacucho” (Gróver Suárez dixit).
(“Te digo que no es / eso que llaman dios / fuego impiadoso esa guadaña / escucha al sigiloso viento de la montaña / sabia escucha / eterno es el fermento de los astros / y el hilo de ruca / quinientos años / de papel de estraza / no pueden desmadrarnos / ni es hora de morir / bajo el violento seco inútil / látigo de una hoguera”).
De las chicherías donde van a parar los “bárbaros”, el poeta se acuerda de una cerca del Matadero y de otra que tenía un pianista ciego, llamado Anselmo. Es el mismo pianista que Mario Vargas Llosa (que estudió primaria en la Cochabamba de los 40) retratara para siempre en su novela La casa verde. Antonio se hace amigo de don Anselmo, que tiene fama de loquito. “Una noche lo vi tocando en su piano una cueca. Era La mentirosita. La tocaba y me decía: me estás oyendo, se está metiendo la mentirosita. Pidió una botella de singani, se levantó del piano, subió al altillo y no despertó nunca más”.
En 1963 Antonio Terán Cabero publica su primer poemario, Puerto imposible, editorial Canelas. “Fue durante tiempo el libro más solicitado de la Biblioteca Municipal de Cochabamba pues los estudiantes pensaban que era sobre la Guerra del Pacífico y la pérdida del Litoral y lo pedían para hacer tareas antes del 23 de marzo”. El poemario no habla de mares robados sino de la “infranqueable pared del tiempo”, de “la eternidad del beso insatisfecho”, de amor, de muerte y soledad. El universo fragmentado comienza a penetrar la obra del “Soldado”. En palabras de Eduardo Mitre: “es una poética de la fragmentación que corresponde a la experiencia de la dispersión, no la visión multifacética de la realidad sino el contorno social y cósmico que se manifiesta como una presencia caótica y agresiva”.
El cuentista Jorge Suárez escribe sobre su ópera prima: “cada imagen es un pájaro que se destruye contra un cerco de cristal. Es importante no dejarse atrapar por esa aparente lujuria del verbo y penetrar más bien en su concepto de trascendentalidad constantemente dolida. Es un paso audaz sobre abismos de soledad y espanto”.
(“Esta herida profunda ya no es solo la noche / la historia de zapatos demasiado andariegos / o la inútil esquina de la canción de siempre / ya no es solo la boca insatisfecha / ni tus senos sin miedo a mi reclamo / ya no es solo el amor / esta herida profunda se desvela a sí misma / ¿qué importa que los sueños / inauguren la tierra cada día?”).
Su primer trabajo, después de salir de la universidad, es en la Asociación Nacional de Mutilados e Inválidos de la Guerra del Chaco, AMIG. Antonio funge de secretario, ayuda a escribir cartas, reparte azúcar, arroz, harinas y enlatados a los mutilados del Chaco Boreal. Y escucha sus historias. Son los cuentos de los “sach’a-balea”, los que solo habían disparado a los árboles; de los “dedos de mapa” (los que agarraban un mapa del Chaco y decían “aquí he luchado yo, aquí he estado yo”). Luego entra a trabajar a la alcaldía y pasa por todas las oficinas y pupitres, arranca de auxiliar y secretario responsable de correspondencia; pasa de directivo de servicio a oficial mayor y asesor del concejo.
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Es para entonces un poeta de fin de semana, un poeta de noche. De día es un funcionario de la municipalidad, de noche (también) es periodista. El rigor está siempre. El diario El Mundo (propiedad de Víctor Zannier, ex PIR, a la postre su cuñado) necesita un editor de la sección Internacional. Antonio terminará haciendo de todo: radiotelegrafista, redactor de noticias falsas, corresponsal, fotógrafo, editorialista. “Cuando no teníamos material para la sección, me inventaba tragedias: Terremoto en Bombay y cosas así”.
Su bautismo como periodista de calle llega en febrero de 1960. Un Douglas DC-4 del Lloyd Aéreo Boliviano se estrella poco después de despegar de Cochabamba (iba dirección a La Paz) en la laguna Huañacota. Mueren los 55 pasajeros y los cuatro miembros de la tripulación. “Nos avisaron y no había ningún fotógrafo de guardia, me dieron una cámara y me largaron al lugar, cuando llegué no hice otra cosa que pisar cadáveres”. La noche comienza a penetrar la obra y vida del “Soldado” Terán; es la cicatriz dejada por las madrugadas de cuartel, por las amanecidas de periódico.
Para aquel entonces cada vez que se enamora, se casa. Lo hará tres veces. Con Aida Zannier tendrá un hijo (Marco Antonio); con Elisabeth Oporto, dos (Sergio Rodrigo Villar y Claudia Jimena); y su tercer matrimonio es con Carmiña Roncal, nieta del compositor Simeón Roncal y sobrina del cineasta Hugo Roncal. ¿Será por eso que “camina cantando con todo el cuerpo”? ¿Será por eso que hay tantas “coplas inútiles” y cuecas escondidas entres sus poemas?
(“Cantando alrededor de una fogata / mañana cuando me vaya / ¿con qué corazón me iré?”).
En las postrimerías del nacimiento de la guerrilla de Teoponte (a mediados de 1970), Antonio es tentado a unirse a los guerrilleros del “Chato” Peredo. El cuñado (y jefe) Víctor Zannier (el hombre que entregará el diario y las manos cortadas del “Che” en La Habana) es un hombre próximo a los “elenos”. Iba a seguir el barco de “Benjo” Cruz pero finalmente se queda en tierra. Será un náufrago toda la vida.
Tienen que pasar casi 20 años para que su segundo poemario vea la luz, Y negarse a morir (1979). En 1998, Antonio gana el primer premio municipal del Festival de Sucre. Son dos mil dólares y la publicación del poemario. No recibirá nada. Cuando pregunta a la alcaldía de la capital, en la gestión de Germán “Chunka” Gutiérrez, siempre le responden lo mismo: “está en trámite”. Cuando el poeta reclama ante el Tesoro Municipal, escucha esto: “el acta del jurado se ha extraviado y alguien cobró su cheque”. Es la primera vez que saca plata de su bolsillo y publica —por bronca— ese libro. Es un poemario de sonetos, es De aquel umbral sediento. Nadie es capaz de escribir sonetos como lo hace el “Soldado”.
(“Ahora que es entonces y es la hora / de narrarte en el agua mi hechicero / quisiera en otra pascua abrevadero / de vida y no de muerte seductora”).
En 2003 gana el Premio Nacional de Poesía, Yolanda Bedregal. Una amiga, Vilma Tapia Anaya, lo anima para participar. “Solo tenía dos amigos en el jurado y gané”, bromea otra vez. Uno de esos cuates es Jesús Urzagasti que dice después: “la poesía de Terán Cabero es una poesía acabada que tiende sus ramas a este presente”. Rubén Vargas Portugal (también poeta) añade: “A los ojos de Terán, las cosas, los seres y los aconteceres se revelan desde el fondo del tiempo, imperiosos, pero sin nostalgia ni culpa”. Y Vilma (también poeta) remata: “La obra de Antonio tiene el vigor de una unidad poco frecuente en la creación artística, en ella el inicio tuvo la fuerza del proceso. La inseguridad, el descreimiento, la angustia, el dolor, propios del vivir, son resistidos y sobrellevados en esta poesía con una vitalidad que transcurre enérgica y se desplaza hacia algo más, algo que está lejos de ser catastrófico”.
El “Soldado” Terán ha dedicado versos a sus amigos escritores muertos: Edgar Ávila Echazú, Renato Crespo Paniagua, Edmundo Camargo, René Bascopé Aspiazu. Y también a los colegas que alumbraron sus noches de insomnio, de once a seis: Nabokov, Huidobro, Malraux, Pizarnik. En la charla nunca se olvida de Quevedo, del Siglo de Oro y de sus amados románticos alemanes/ingleses. Holderlin es dios. Y si lo apuras al “Soldado”, se pone a cantar de nuevo temas de la Guerra Civil Española y su resistencia antifascista.
El poeta de la sangre y el tiempo ha escrito harto de la muerte como coartada. Ya no tiene miedo de morir, ya siente la eternidad cansada. Sigue cultivando una “apasionada adhesión a la vida” (Igor Quiroga dixit). Ha escrito sobre el suicidio, sobre esas ganas de irse, por culpa de su tendencia autodestructiva, por culpa de aquella infancia herida. “Dijo Camus que ese es el único tema filosófico importante”.
El poeta de la muerte y de la noche comulga desde hace tiempo con la tierra y los ancestros. Sabe que recordar es inventar la mayor parte. “A estas alturas, ya no sé si lo que recuerdo es porque lo he vivido o porque lo he leído”. Me dice que la memoria es silenciosa e insomne, “un frágil temblor”; me cuenta que sus poemas son testamentos que deberán ser leídos más allá de su muerte. El poeta que se niega a morir se está pasando de vivo, como le dijo un día Julio Barriga (también poeta). Cuando cruzo la puerta de su casa, junto a los carnavalitos amarillos en flor, el poeta me regala su última frase: “mi consejo es que te mueras a tiempo”.
(“Soy tal vez ese olvido que jamás te olvidó”).
Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras