Cochabamba 2090, la herida colonial
Imagen: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis
Imagen: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis
‘Tríptico de Kanata’ es una novela distópica/catastrofista de Claudia Michel sobre la venganza.
Claudia Michel se imagina una Bolivia sin ciudades, un país sumergido en apagones y crisis de energía. Imagina rebeliones de antiguas trabajadoras del hogar quechuas. Imagina la desaparición del Estado Plurinacional y el regreso al campo, a la comunidad. Lo hace desde la mirada de una niña, quizás no contagiada del racismo y del clasismo. Tríptico de Kanata es la nueva apuesta de una editorial como Mantis, donde las voces de las mujeres se hacen oír. Claudia Michel imagina sarcasmos e ironías contra el mundo académico/intelectual y su altivez, contra los malditos “papers” y su soberbia. Claudia Michel ha imaginado todo eso. Ahora son los lectores los que se tienen que hacer cargo de sus miedos y fobias. Tríptico de Kanata es una obra sobre la venganza de todas las Asuntas.
— El libro arranca como un diario de infancia (otra vez la memoria como en tu anterior obra Chubascos aislados) y un recuerdo culposo respecto a la figura de Asunta, la trabajadora del hogar quechua. Luego pega un volantazo y se va por la novela distópica/futurista atravesada por formas dispares, como el informe académico. ¿Cómo se originó ese quiebre?
— Me parece que parte del deseo de libertad y el interés por el divertimento. Al menos de la idea de poder escribir cualquier cosa que quisiera, que no había límites, ni en formato, ni en tema. Este libro nadie lo estaba esperando, nadie lo estaba pidiendo, no tenía que responder a nada, entonces podía ser cualquier cosa, podía incluso no ser una novela, irse lejos del formato. A partir de esa idea de “libertad”, me permití pensar varias posibilidades. También pasó que en ese entonces, cuando inició la idea de la novela, yo estaba leyendo mucho a Lorrie Moorey. El hecho de que sus textos sean y estén escritos en formato de manuales de instrucciones me parecía un ejercicio genial. Notaba que podía usarse mucho de ironías y sarcasmo sutiles que daban gran belleza a los textos.
Estaba muy interesada en la forma, más que en la historia. Me acuerdo de que por ese entonces transcribí a mano un cuento largo de Moore, porque vi en un video que cuando haces ese ejercicio, que es muy lento, puedes ver detalles del lenguaje que en la lectura no se notan. Ese ejercicio me costó mucho, pero también me hizo pensar en las posibilidades de la forma.
La idea de las instrucciones, tomada de Moore, derivó en escribir manuales, como instrucciones de uso, pero literarios. Usar un formato de instalación de un equipo electrónico, por ejemplo, para contar un hecho mínimo. Entonces pensé en la electricidad, en que podría usar todas las palabras técnicas de la electricidad para dar indicaciones que en un segundo plano cuenten algo.
Leí varios manuales de instalaciones eléctricas y pensé que el proyecto se llamaría Trifásico (el cuaderno de notas donde comenzó todo tiene ese título) y que por ese nombre tendría tres partes, como la corriente trifásica que tiene tres ondas que funcionan en conjunto.
Quería que sean tres partes muy distintas entre sí. Cuando pensé la segunda parte pensé en cómo cada vez que se quiere dar solidez a un argumento se parte diciendo “en la universidad de xxxx” o “según expertos de Harvard…” Le damos muchísimo crédito a cualquier información que empiece así. Lo que diga la academia, parece de por sí, la verdad.
Entonces qué pasaría si la academia dice una mentira, pero una grande, además en el futuro. Esa posibilidad de escribir un “paper” académico del futuro, me hizo mucha gracia y reafirmó el sentido de burla que era mi más grande pretensión en esta parte del libro.
—En la segunda parte de la novela, damos dos saltos a la Cochabamba de 2039 con la Rebelión Kanata y a la Cochabamba de 2090. El Estado Plurinacional de Bolivia ha desaparecido, las ciudades han sido abandonadas, hay apagones/crisis energética y un retorno al campo con naciones indígenas reconfiguradas. Asunta Yucra (y su rostro zapatista) lidera una rebelión y surgen colectivos ecoanarquistas “tendientes a lo salvaje”. A ratos parece que estamos inmersos en una novela de Alison Spedding. ¿Cuáles han sido tus referentes literarios/cinéfilos para construir ese mundo distópico antiurbanita?
—Ninguno, nunca me gustó la ciencia ficción. No me gusta ahora. Yo quería escribir un “paper” académico del futuro para hacer un chiste sobre la academia. Para burlarme de cómo todo lo que dice parece tener cierto peso, solo por el tono o por usar normas APA. Supongo que es una forma de odiar un poco porque yo fui una muy buena alumna en la universidad y sentí fuertemente el gozo de aprender cosas muy complejas.
De verdad que entender teorías muy elaboradas me hizo muy feliz, y cuando vi que todo ese saber se usaba muchas veces, solo para mandarse la parte o hacer sentir miserables a los demás, tuve un gran desencanto. Mi interés por escribir esa segunda parte de Tríptico de Kanata no tiene que ver con la ciencia ficción sino con una burla de la domesticación del conocimiento por parte de la academia y sus modos tan funestos.
— “Asunta no dice nada”. ¿Se puede construir un personaje a partir de sus silencios, de su “calidez muda”?
—Sin duda. Me interesa mucho usar el silencio y entenderlo como una forma más de decir. Se reprocha mucho el silencio. Siempre me han parecido muy interesantes las personas calladas, creo que la no respuesta es muy elocuente. Las palabras pueden ser engañosas, por eso quizá las acciones, el hacer, es lo que más define a una persona, de ahí que sí se pueda construir personajes desde lo que no dicen.
Además está el tema de la representatividad que es complicado, más en literatura. Escribimos sobre personas que no existen en realidad, pero se parecen mucho a seres de carne y hueso que hemos visto, hemos sido o conocemos. Supongo que se teme el reproche: “¿cómo puedes hablar de una niña del campo si tú no lo fuiste?”. Todo el tiempo se nos está pidiendo credenciales de autenticidad que a la literatura no le sirven en absoluto.
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No creo que lo auténtico exista, me parece más interesante ejercitar el “desde dónde” se escribe y explorar sus posibilidades. Quien narra puede ser otra que no soy yo, casi siempre es así, al menos en mi caso, y esa es una de las grandes gracias de la literatura. El silencio, la omisión, es una estrategia, y a su modo también una gran forma de construir personajes.
— Son varias obras literarias y cinematográficas que en los últimos años han volcado la mirada hacia el rol invisibilizado de las trabajadoras/niñas del hogar que llegan a servir a casas de clase media en la ciudad. ¿Crees que hay una necesidad de hablar de ellas? ¿Es por una mala conciencia?
— Es un gran tema, que me parece se tiende a ver solo desde una forma condescendiente. Es decir, poniendo como víctimas a estas niñas y como verdugos a sus patrones. Creo que el asunto es mucho más complejo, pero ahora en la época de la cultura del buenismo y lo políticamente correcto, la visión resulta siendo muy simplista.
El tema puede leerse desde el trabajo infantil, desde el acceso a la educación, desde el clasismo, desde el ingreso de las mujeres de clase media al mercado laboral, desde Bolivia como país con una economía basada en la venta de materia prima que promueve la migración campo ciudad.
Las ópticas son muchas y creo que es necesario entender el fenómeno desde distintas miradas. Pero más allá de las luces que puedan dar las ciencias sociales, me interesa mucho cómo ciertos asuntos sociales son internalizados y naturalizados en una sociedad como la boliviana. En esa naturalización de las cosas y de repetir sin cuestionar, los niños tienen una visión nueva que no entiende esas lógicas y entonces preguntan. Ponen en evidencia barrabasadas que nos parecen normales o necesarias.
Esa mirada es una a la que me interesa prestar atención. Los comentarios y las conversaciones con mis hijos han sido un gran alimento para esta novela. He visto mejor con sus ojos.
— Confieso como lector que me atrapa más la primera parte del tríptico que las dos futuristas. La relación entre Asunta –“una wawa que cuida wawas”- y Clara (la “niña de familia”) está atravesada por marcas de dolor y una complicidad extraña. ¿En algún momento pasó por tu cabeza que esa historia podría tener mayor recorrido?
— No, yo quería hacer tres partes muy distintas, provocar dislocación. Es una maniobra riesgosa pero asumo las consecuencias. Algunos lectores amigos me han dicho esto mismo, que la primera parte les atrapa más, pero es un proyecto de tres partes, es un tríptico y estoy contenta con los quiebres. En Chubascos Aislados escribí historias cortas, y en algún punto me costó salir de ese formato de brevedad que me sigue pareciendo muy atractivo.
En Tríptico de Kanata quería desafiarme a escribir algo más sustancioso, o al menos articulado. Me siento contenta de haber podido lograr una novela, aunque resulte breve y hecha de pedazos muy distintos.
— A ratos aparece la prosa poética con figuras como esos sueños de papel y miga de Asunta.
— Esas figuras ayudan a componer al personaje y a crear una atmósfera a ratos nostálgica. La infancia de todos está llena de recuerdos sensoriales. Aunque nunca se relatan los sueños de Asunta, sí hay elementos de la vida cotidiana como los animales de miga y de papel, que pueden aparecer muy fácilmente en la cabeza del lector.
El ejercicio de traer del pasado la sensación de las manos o del olfato, modelando con miga o sintiendo el olor a mandarinas en invierno, pueden crear el clima de nostalgia que dices. Recordamos con nuestros dedos y nuestra nariz. A veces en conversaciones con mis hermanas nos acordamos de un juguete que teníamos y que hace treinta años no vemos. Hablamos entre nosotras y cada quien trae un detalle que lo hace aparecer de nuevo en nuestra mente.
Así hemos recuperado sillitas rojas de alasitas, rompecabezas y hasta revistas. Solo con un ejercicio de nostalgia, el objeto material, sí está perdido para siempre.
— Todavía sientes vergüenza cuando ves a la clase media (incluso alta) “disfrazarse” un día con vestimentas indígenas para bailar danzas (“las trenzas por un día”) y al otro día discriminar con racismo. Clara siente angustia (y un nudo en el pecho) cuando se ve vestida como Asunta. ¿Qué nos dicen esos “gestos” como sociedad?
— Yo no siento vergüenza, yo no soy mis personajes. Mi interés era dar cuenta de lo que ve el personaje que es una niña, cómo su mirada puede ver lo que se ha naturalizado, plantearse la duda y sentir la incomodidad, un malestar que no entiende y que apenas puede nombrar, que casi solo describe.
Esa sensación no dura mucho en la niñez, pero existe. Eso es lo que yo quería evidenciar, esa mirada, otra vez, un desde dónde se mira. Eso en el tema de esta propuesta literaria. Por supuesto que hay una gran hipocresía respecto del orgullo por lo folklórico y tradicional en nuestra sociedad y un uso convenenciero.
Por una parte están a quienes solo les interesa mientras les acomode y sirva como tema de conversación con amigos extranjeros o porque bailan caporales. Por poner ejemplos que grafiquen el punto. También están quienes abogan por el folklore como lo puro y tradicional como única fuente posible de identidad, en un mundo donde los procesos de hibridación y fusión no tienen retorno, y no siempre para mal.
Bolivia es un país complicado, abigarrado diremos para usar un término intelectualoide, en este país hay muchas niñas y yo quería que el libro hablara, en parte de esa mirada.
— Hay una frase que me deja pensando. Y que puede decir más que muchos ensayos. Es esta: “esa sensación de no ser y de usar al otro para ser”. ¿Es ese nuestro verdadero drama nacional?
— Es misterioso cómo se escribe. Una va a tiendas, procurando agarrarse de técnicas, o de autores y libros amados, pero luego creo que los temas ya están dentro de una y solo queda abrirles la puerta. Yo no tuve mucha conciencia de lo que estaba escribiendo sino hasta el final. Tenía algunas claves como la infancia, el reírme de la academia y los silencios. Pero todo se fue armando, ahora me doy cuenta recién, en torno al tema de la herida colonial.
Sin duda esa herida es profunda y existe en Bolivia, y creo que es el tema gravitacional de la novela. Todos llevamos dentro esa herida, de una forma u otra, hacemos transas para que nos duela menos, para vivir con ella, pero no se cierra nunca. Duele más en ciertos momentos, pero una herida es también la constatación de que sentimos dolor, y por ende de que estamos vivos.
¿Quién soy? es una pregunta que puede buscar respuesta toda la vida. Y en el caso boliviano está muy ligada al ser con el otro, un otro muy distinto con el que solo nos une un territorio en común y signos nacionales casi arbitrarios (una bandera, un himno y un par de pérdidas territoriales).
Tal vez no solo hay que ser, sino y sobre todo, estar. En las expresiones populares hay bellezas que nos ayudan a priorizar lo transitorio “estar” (como un estado temporal que puede tomar otras formas) antes que “ser”, que es algo definitivo y rígido. Tal vez necesitamos permitirnos más estar que ser.
— ¿No está idealizado/romantizado en extremo el regreso al campo, al primitivismo?
— Claro, es lo que se proclama ahora en la cultura de volver a la naturaleza. Todo bien con el discurso del cuidado del medio ambiente, pero otra vez, no es tan simple. Exagerar ese retorno, hacer que hallan jukumaris y cielos cyan, etc. eran parte de esa exageración, procurando un sarcasmo que evidencia el “paper”. Al menos en mi cabeza funciona así.
— ¿La novela distópica indigenista/neo-ludita es una moda?
— Seguramente. Supongo que tendría que decir que escribí algo absolutamente diferente, sin clasificación posible, pero la verdad es que la originalidad nunca me preocupa demasiado. Soy hija de este tiempo, pensar en el futuro catastrófico puede ser más una señal de época que una marca de interés por escribir distopías.
Tal vez es solo como ese ejercicio pesimista en el que prefieres pensar lo peor, hacerte ideas de panoramas terribles solo por si acaso, para que si no es así, que es lo más seguro, cualquier otro panorama sea más amable.
— ¿Se puede interpretar la novela como una obra sobre la venganza (de las Asuntas de nuestro país) y de miedo (a una Bolivia indigenista)?
— Me gusta lo de la venganza, es una linda lectura. Los libros hacen muchas veces de espejo, uno lee reflejos de uno mismo. De los reflejos de los lectores, no me hago cargo.
— ¿Qué importancia tiene publicar en un sello como Mantis que edita tanto a autoras bolivianas como latinoamericanas?
— Es un gran aliciente para mí. Cuando una escribe, aplicable a cualquier otra actividad humana, necesitas que alguien crea en vos. Y eso es lo que hicieron en Mantis. Su lectura fue generosa y me hicieron propuestas de edición que respetaron la novela y la mejoraron. La mayor importancia es que la novela cierra un ciclo conmigo, la dejo en las manos de Mantis, que son buenas manos, y yo ya quedo liberada de ella, que ese es mi objetivo con la publicación.
— Para terminar, hablemos del inicio. La novela está dedicada a tus padres con un “perdón y gracias”. El gracias se adivina pero ¿el “perdón” por qué es?
— Es una broma familiar, un chiste interno que de explicarlo pierde gracia. Mi intención era que ellos se rieran al leerla y ese objetivo fue logrado. Por lo general las dedicatorias suelen ser muy solemnes, yo quería que este libro tuviera un lugarcito para ellos, en un código mínimo y sutil que solo ellos y mis hermanas pudieran entender. En el fondo es gracias por la vida y perdón por las molestias.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis