Tin Dirdamal, un cineasta único
Imagen: TIN DIRDAMAL O TIM DURDAMAL
Imagen: TIN DIRDAMAL O TIM DURDAMAL
El director mexicano estrena en la Cinemateca un documental futurista rodado en Cochabamba
Tin Dirdamal no se llama Tin Dirdamal. Tin Dirdamal es un cineasta mexicano que ha rodado dos películas en Bolivia (la segunda —Muerte en Arizona— está ahora en cartelera de la Cinemateca). Tin Dirdamal vive en un pueblo en Ruanda, África. En medio de la entrevista que hacemos a través de archivos de audio, Tin es interrumpido por el hijo que quiere jugar baloncesto con el padre. La cancha de basket ha sido construida por una empresa china que explota minerales y piedras preciosas en esa comunidad ruandesa. Ahí juegan chinos, ruandeses y un par de mexicanos que no saben de dónde son.
Tin llegó por primera vez a Bolivia en 2005, seducido —como muchos extranjeros— por la fortaleza del movimiento indígena-popular-campesino que había enterrado y sepultado al neoliberalismo. Rodó un documental sobre la Guerra del Agua, a contramano de la épica y abucheado en un festival de cine en Buenos Aires. Se desengañó y se marchó.
Antes de hacerlo y después de sufrir una ruptura amorosa, filmó otro documental (Muerte en Arizona) desde la ventana de una casa de Cochabamba.
Tin no es un cineasta al uso, es diferente, es “único” (y también ordinario, según confiesa). Sus dos últimas películas han tenido un pase, luego han sido deliberadamente destruidas. Dirdamal que no se apellida Dirdamal no ha perdido su acento mexicano. Jura que estas doce preguntas le han hecho pensar en cosas que no ha verbalizado todavía.
– Muerte en Arizona se filmó en 2012, ¿cómo se llega a estrenar ahora en la Cinemateca Boliviana?
– No sé porque la pasan ahora. Voy a preguntar al programador de la Cinemateca Bolivia, Ricardo Dávalos.
– Muerte en Arizona es una obra de expiación que habla de amores y abandono, de soledades y el otro, de amores perdidos y civilizaciones perdidas; es una obra sobre el paso del tiempo. Cuando recibió un premio en España, el jurado destacó el “tratamiento visual y la sensibilidad de este documental futurista”, ¿cómo lograste ese particular “tratamiento visual”?
– No sé qué significa eso que dijo el jurado. Cada vez que termino una película, siempre tengo la esperanza de que sea la última que haga. No soy como esos cineastas que terminan y ya están pensando en la próxima. No soy un cazador, soy un prófugo de la ley.
Solo comienzo un nuevo proyecto cuando sé que el proceso de esa película me va a ayudar a entenderme, a liberarme de una carga o a esclarecer un tema que me confunde. Quizás algo de esto queda empapado en la estética; esa necesidad empuja una cierta sensibilidad.
No le tengo particular respeto al cine, hago cine porque es la herramienta para entender algo; si encontrara otra herramienta traicionaría al cine en un segundo. Quizás esa disponibilidad de traición tenga esa cualidad a la que se han referido esos ilustres jurados españoles.
– Muerte en Arizona es un documental filmado desde una ventana en una casa de Cochabamba. Recuerda un poco a La ventana indiscreta de sir Alfred Hitchcock. Tiene un montaje paralelo sobre una nación originaria en Arizona que sobrevive a un meteorito. ¿Es una obra sobre la pérdida?
– Si, totalmente. En mi caso, la pérdida de un gran amor. Cuando uno está en el ojo de aquello, esa pérdida amorosa es tan fuerte como la pérdida de la humanidad misma. Nos gusta comparar dolores, este es más fuerte que aquel; el dolor de este grupo de gente es más importante que el dolor de este otro grupo. Pero cuando hay un dolor tan fuerte, el dolor es el dolor, cabrón. Pero me estás haciendo pensar. Quizás sí hay jerarquía de dolores. Hace poco tuve un dolor que superaba al resto.
Muerte en Arizona es una película sobre cómo lidiar con la pérdida, cómo hacer para comunicarse con ella, cómo encararla, cómo invitarla a la mesa de tu casa y darle la cena, cómo convivir con ella, queriendo que se vaya, pero no se va.
– En 2011 estrenaste Ríos de hombres, el primer documental que hiciste en Bolivia sobre “La guerra del agua”. Una película que fue abucheada en el Bacifi de Buenos Aires. Una obra sobre tu desencanto respecto a las luchas de los movimientos sociales y la propia izquierda. ¿Qué recuerdos tienes de esas devoluciones? ¿Te molesta que se te viera como un cineasta reaccionario y/o pesimista?
– (Se ríe antes de contestar). Fíjate que cuando se proyectó en Bolivia, no me tocó escuchar esas devoluciones en primera persona, ya no estaba, me había mudado. Leí algunas críticas en los periódicos, siempre las opiniones fueron muy divididas. Me molesta ahora que se me vea como un cineasta reaccionario o pesimista; de joven no, era mi bandera, mi identidad.
Había un escritor francés que fue a Chiapas a escribir sobre el EZLN (el Ejército Zapatista de Liberación Nacional) que decía: si quieres escribir un buen artículo sobre un lugar, te tienes que quedar tres meses; si quieres hacer un buen libro, te tienes que quedar un año; pero si te quedas más de un año no escribirás nada porque te darás cuenta de que la realidad de ese lugar es más compleja de lo que pensabas; que no hay manera de simplificarla en un texto.
Me molestaría ahora que se me viera como un cineasta reaccionario. Ser de izquierda o de derecha es simplista, es no entregarse a la complejidad de las cosas. La realidad tiene tintes extraordinarios. Rechazar la mitad de los tonos y colores es un poco absurdo. Es una pena no probarlos todos y no saciarse de esa cosa tan extraordinaria que es la vida.
Es cierto que antes era pesimista, ahora soy un gran optimista porque entiendo que las cosas están donde tienen que estar, no sé si van por buen camino, pero ahí están. La izquierda es tan exquisita como la derecha; en ambas hay el mismo tipo de mierda.
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– Has dicho en alguna ocasión que el cine, el arte en general, proviene/necesita la carencia, las ganas de expresar alguna carencia.
– Ya no concuerdo con eso, estoy en completo desacuerdo con esa frase mía del pasado. La cambiaría y ahora diría: el cine, el arte en general, necesita las limitaciones. Espero seguir creyendo en esto dentro de un año (se ríe). Las limitaciones son fundamentales.
El mejor regalo para un cineasta es —en cuanto al mero ejercicio creativo— que nazca en una dictadura, pues el dictador te regala esas limitaciones. Uno puede pensar que la creatividad nace de la libertad total, esa es la gran condena. Hacer lo que quieras es el infierno mismo. Esa presión de las limitaciones es la que genera la explosión de la creatividad.
A esas limitaciones las llamo reglas. Detesto las reglas convencionales del cine, no fui a ninguna escuela de cine pero no puedo hacer mis películas sin ciertas reglas mías que nunca repito de proyecto a proyecto. No quiero convertirme en una escuela de cine.
– En tu documental Dark Light Voyage, sobre el asesinato de una mujer a cargo de un amigo íntimo tuyo de la infancia, la voz narradora es tu hija pequeña. En tu última obra Sur Sonido Negro también interviene tu familia. ¿Qué aportan a tus películas tu gente más cercana?
– Para mí hacer una película tiene la misma calidad que la vivencia de levantarme por la mañana o hacerme un té de jengibre por la tarde. Ninguna actividad es más importante que la otra. Las obras que yo hago tratan de cosas íntimas, de cosas que tienen que ver con la cercanía, por eso las hago con mi familia.
Es también una cuestión financiera. Mis películas no me cuestan nada. No me gustan los grandes presupuestos, pues para ello necesitas un trabajo alterno. Me gusta hacer exploraciones con mis hijos y esposa. Es más disfrutable. Son como una escuela para mis hijos. Otra contradicción. Detesto tanto las escuelas de cine y he abierto una para mis hijos. En ella, el cine es lo de menos, es una herramienta para hacer preguntas, para indagar en temas no muy amables, los cuales la sociedad no gusta tocar. Creo que mis hijos abuchearán mi escuela cuando crezcan.
– Has llegado a decir que no terminas tus películas, sino que las abandonas. ¿Por qué?
– Eso sigue siendo cierto. ¿Qué termina uno en la vida en verdad? Terminas de cocinar un platillo, te lo comes y se acabó. Si uno se acerca a la realidad con una lupa, pareciera que hay cosas terminadas, cosas que comienzan y acaban. No es verdad, todo es una continuación de otra cosa. Podría trabajar en una misma película toda una vida, pero mis exploraciones se transforman en otras y se interrumpen, se contradicen y agarran reversa. Nada termina. Acabo una obra cuando estoy agotado, cuando me sirvió, cuando me liberó de algo, cuando llega el momento de partir.
– Tin Dirdamal es tu seudónimo. He tratado de averiguar tu nombre “verdadero” pero es imposible. Incluso al inicio te cambié el nombre por error, te dije Tim Durdamal. ¿Por qué filmas bajo ese nombre?
– (Se ríe, de nuevo). Puedes usar ese nombre que te has inventado sobre mi nombre inventado. Sería genial, hazlo. La verdad es que ya no me acuerdo, cabrón. Me bauticé con ese nombre hace un chingo, hace 20 años. Me han preguntado varias veces esto mismo. Tengo que admitir ahora que mis respuestas no fueron honestas. Dije alguna vez que lo hice para disociarme, para separar el cineasta de la persona. Para dar un golpe a mi ego, para ser exquisito, pero no fui honesto.
– Has estrenado dos películas con un pase único y luego las has eliminado (Luz y el comienzo del futuro y la citada Sur Sonido Negro). Las denominas “películas únicas”. ¿Qué tratas de lograr con este cine efímero?
– Soy muy consciente de que hago cosas que rompen reglas, que van en contra de la manera de hacer las cosas. Pareciera que es por pretencioso o por rebeldía, por sentirme único. Hay algo de eso, pero tiene que ver con temas más simples.
Esos pases únicos nacieron en Cochabamba. Tenía un amigo cineasta que se llamaba, pues falleció en 2019, Ismael Saavedra. Nunca tenía cerrada la puerta de su casa. La última vez que lo vi estaba a punto de estrenar su último documental, 80, sobre las dictaduras. Había rentado un lugar en Tiquipaya y había invitado a 50 amigos para el estreno. Estaba emocionado y saciado. Sabía que su película no iba a circular por festivales, sabía que iba a tener pocos pases pero estaba saciado, contento, con ese vaso de 50 personas que iba a tener en Tiquipaya.
Entonces me pregunté: ¿cuántos espectadores necesito yo para mis obras? Me di cuenta de que mi vaso era muy grande y complicado, que mi vaso estaba mal planteado, que mi vaso era tonto. Ahí decidí que mi audiencia en adelante sería también de 50. Las últimas cuatro proyecciones de mis obras únicas en México han tenido entre 50 y 150 personas. Me sacié con menos audiencia, menos éxito; el éxito es como uno lo plantea.
– ¿Te consideras un cineasta único?
– Sí, claro que sí, me considero a mí mismo único y al mismo tiempo, ordinario. Te doy un ejemplo. Cuando hago estas proyecciones únicas, las cuales narro en vivo diciendo “esta película no la he mostrado antes y nunca lo haré, este pase es exclusivo, único e irrepetible”. Eso que digo es verdad y también es mentira. Por qué cuando tú vas a ver la última de Spiderman y te sientas al lado de una pareja que come palomitas, allá ustedes dicen pipocas, y el suelo está pegajoso por la Coca Cola que se ha caído y hace calor en sala repleta; ese pase también es único. A veces nos olvidamos de que todas las proyecciones son únicas.
– Has rodado en Estados Unidos, en tu México natal, en Albania, Kosovo y en Vietnam. En Bolivia. Vives en Ruanda. ¿Te consideras un trotamundos del cine? ¿qué vas buscando en países tan diversos?
– No sé qué busco. Y soy más pueblerino que cualquier otra cosa. Cuando llego a un nuevo lugar, no me gusta viajar por sus alrededores. Cuando agarramos todas las chivas y nos mudamos, me quedo quieto en ese sitio específico. No tengo interés por recorrer. Mi territorio es lo que pueden ver mis ojos desde el techo de mi casa. Más que trotamundos, soy ermitaño. No sé qué busco, busco la reinvención, busco cosas nuevas, busco hacerlas de manera distinta, no aburrirme conmigo mismo. Eso busco.
– En Bolivia, como en México, como en muchos de nuestros países, la falta de una denominada industria cinematográfica y el escaso o nulo apoyo estatal lastra nuestra capacidad de hacer cine. Y lloramos. Y nos paralizamos. Tú no tenías experiencia cuando ganaste el premio de público en el festival de Sundance 2006 con tu primera película, De nadie. En tus filmes eres la cámara, la voz en “off”, el que hace el sonido, montas, editas, distribuyes… Demuestras que se puede hacer cine con “poco”. ¿Qué se necesita para hacer una película más allá de tener una idea?
– No sé, cabrón. Quizás ser paciente, observador, no tomarse las cosas tan en serio, darse cuenta de que uno no es tan importante. Quizás somos de una estúpida irrelevancia, es la misma idea de estas películas únicas. Cuando rodé en Vietnam, me puse unas nuevas limitaciones, esas que llamo reglas, esas que son un dogma pasajero: la película durará dos años y medio y luego se destruirán. Esa destrucción tenía que ver con matar, con apagar el fuego interno que tenía en ese momento, con esa necesidad de dejar una herencia artística.
Las cosas que hacemos tienen que ver con esa conciencia de que uno va a morir y que esas cosas que hacemos van a continuar. Pero uno no es tan importante y las cosas que hace uno no importan. Entonces tiene que haber otros sentidos, otros motivos. Yo hago películas para liberarme de mí mismo, para reírme; las hago como un acto de gozo, como un baile que vomita. Haciendo eso me doy cuenta de que la vida es más sencilla y más llevadera, más disfrutable. La vida ya es todo eso, solo que no somos capaces de verla así.
*El documental futurista de Tin Dirdamal, “Muerte en Arizona” (73 minutos), se proyecta en la Cinemateca Boliviana a las 19.40 (precio, 20 bolivianos). Los pases serán únicos.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Tin Dirdamal o Tim Durdamal