Miedo. Muerte. Memoria
Imagen: hugo ned alarcon. MuSeo luM
Imagen: hugo ned alarcon. MuSeo luM
Esto es un paseo por el LUM, museo estatal de la memoria en Lima, que tiene un espacio final para la ofrenda.
Salgo del LUM con el corazón hecho un chuño. El recorrido de dos horas largas me ha dejado en silencio, triste. Mis pies me llevan por las escaleras hacia el balcón de piedra que me asoma el mar. Me vienen a la cabeza poemas de César Vallejo. Esos que hablan de golpes en la vida, tan fuertes. Tuve la misma sensación cuando hace unos años salí del campo de concentración nazi de Buchenwald, en Weimar (Alemania). Las humillaciones, los asesinatos, las ejecuciones, las torturas, las bombas se ceban sobre los cuerpos. Dicen que el dolor puede ser terapéutico. Dicen que el silencio de las víctimas viene siempre de la mano del silencio de una sociedad muda e impávida.
Salgo del LUM al tercer nivel donde hay un espacio para la ofrenda, un lugar para la reflexión, la introspección y el intercambio de ideas. ¿Cómo seguir adelante después del horror? Leo los datos. Entre 1980 y 2000, según las estadísticas de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del Perú, 69.280 personas murieron de manera violenta por motivos políticos y 20.511 fueron desparecidas. El 40% de las muertes y desapariciones ocurrieron en Ayacucho.
Hasta 2018, el Registro Único de Víctimas había identificado a 33.500 víctimas fatales con nombres y apellidos. Las preguntas continúan en mi cabeza: ¿por qué es necesario conocer el pasado? ¿por qué en Bolivia no tenemos/contamos con museos/lugares de la memoria? ¿será por eso que repetimos errores/golpes/masacres?
Leo frases que han dejado los visitantes desde la inauguración de este museo de la memoria en Lima, cerca del océano. Están en una pared de corcho, preparada para ser intervenida. Veo un dibujo hermoso a lápiz de María Elena Moyano, la “Madre Coraje”, dirigente vecinal de Villa El Salvador, asesinada por Sendero Luminoso en febrero de 1992. Alguien ha escrito junto al retrato un “gracias por no rendirte”. Mientras leo esas oraciones en el espacio para la ofrenda, mi “ajayu” regresa. Frases anónimas —hermanadas en el dolor y la esperanza— como esta me devuelven el alma pequeña: “los lúgubres caminos hoy se tiñen de un nuevo futuro”. Me vienen al recuerdo poemas de Javier Heraud, otro poeta peruano. Esos que dicen así: “Yo no me río de la muerte pero a veces tengo sed y pido un poco de vida”.
El LUM (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social) está en el barrio limeño de Miraflores. Fue inaugurado en diciembre de 2015, siendo presidente de la República del Perú Ollanta Humala Tasso. Se puso la primera piedra en noviembre de 2010 bajo el gobierno de Alan García Pérez. Está en la bajada de San Martín hacia la playa.
Es un edificio de estilo minimalista a base de cemento, piedras y vidrios templados. Es un museo estatal sobre el miedo, la muerte y la memoria. En su entrada están esculpidos en piedra los 30 artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El noveno es uno de los más cortos: “Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”. Me acuerdo de Unamuno, otro poeta, nacido en mi ciudad natal (Bilbao): “me destierro a la memoria / voy a vivir del recuerdo (…) / Os llevo conmigo, hermanos / para poblar mi desierto / cuando me creías más muerto / retemblaré en vuestras manos”.
Hace unos años, la derecha peruana —en esta época de vigoroso negacionismo— atacó en un particular cruzada al LUM. Dijeron que el museo no mostraba en su repertorio los crímenes de Sendero Luminoso y del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru). Dijeron que se ensalzaba de manera apologética a estas dos organizaciones armadas. Dijeron mentiras. La memoria siempre estará bajo ataque. Lo que molestaba y molesta a la derecha y a la ultraderecha del hermano país es que también se exhibe en el LUM el horror del terrorismo de estado, de las violaciones de los derechos humanos, ejecutadas ante el silencio de muchos por parte de los gobiernos de Fernando Belaúnde Terry (1980-85), Alan García Pérez (1985-90) y Alberto Kenya Fujimori Inomoto(1990-2000).
La primera planta/nivel del museo lleva por nombre “afectaciones”. Son los hechos de violencia y cómo afectaron a las personas, a los pueblos. Veo una foto de una urna en Chuschi (Ayacucho). Es mayo de 1980. Tras 12 años de dictadura militar, se vota para elegir presidente. Sendero Luminoso realiza su primera acción y quema las urnas en ese pueblo de mayoría campesina/quechua. Es el inicio de la “guerra popular”, el origen del “conflicto armado interno” (término acordado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación). Junto a las fotografías, se proyectan videos. En uno de ellos escucho a Mario Vargas Llosa reflexionando sobre la importancia de la memoria.
Las prendas exhumadas de niños enterrados en fosas clandestinas como la de Putis me congelan el alma. En diciembre de 1984, más de 123 personas (incluyendo al menos 19 niños) de las comunidades aledañas a Putis, en Huanta-Ayacucho, fueron obligadas a cavar una poza (les dijeron que iba a ser una piscifactoría) para después ser asesinadas por miembros de las fuerzas armadas. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, hubo 4.400 fosas clandestinas, de las cuales solo se han podido descubrir 2.200.
La historia del pueblo Asháninka me sobrecoge. Esta nación originaria, ubicada en la región amazónica de los departamentos de Junín y Cerro de Pasco, perdió al 22% de su población entre 1980 y 2000. Más de 6.000 asháninkas fueron asesinados y más de 10.000 obligados a huir. Sendero Luminoso controló el acceso a la zona y mantuvo a sus habitantes en cautiverio. Las mujeres fueron esclavizadas y los niños obligados a tomar las armas en filas senderistas. En 1989, ante el asesinato por parte del MRTA del líder asháninka Alejandro Calderón Espinoza, este pueblo valiente conformó en Puerto Bermúdez sus primeros comités de autodefensa, el denominado “Ejército Asháninka”.
Junto a los organigramas de Sendero Luminoso (surgido en una universidad pública y liderado por Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso) y del MRTA (liderado por Víctor Alfredo Polay Campos), leo esta frase: “SL y MRTA desataron la violencia. Fuertes desigualdades sociales y la ausencia del estado en muchos lugares facilitaron que se expandiera”.
En la sala central/testimonial cuelgan nueve pantallas led; escucho en audífonos las experiencias de 18 víctimas de Sendero y de las Fuerzas Armadas, muchas mujeres. Me dan ganas de llorar con Ángela Mendoza, “quechuamasi” de Huamanga, madre de un desaparecido (su único hijo). Me da rabia el testimonio de Ulises Cantoral cuyo hermano Sial (sindicalista minero) fue asesinado por el Comando Paramilitar Rodrigo Franco.
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La primera planta acaba con los desplazamientos forzosos, la migración interna, hacia la capital. Lima creció entre 1981 y 1993 un 34% en población. “Yacharaniku ayqispa” (vivimos escapando, en quechua). Unos 600.000 peruanos (muchos de ellos ayacuchanos) tuvieron que huir de sus hogares. En el piso mientras camino leo frases como “tzame azhiye” (vamos a escapar), “puñuy tranquiluqa kajñachu” (ya no podíamos dormir bien), “qaykaya ñakariraniku” (cuánto habremos sufrido), “lluptiraniku” (huimos).
En el segundo nivel del LUM —denominado Acciones— me topo con Alberto “Chino” Fujimori y su política criminal. Suena la música (el “punk” con Narcosis, el “hardcore” con Krisis); marchan las fuerzas sindicales (la CGGTP, Confederación General de Trabajadores de Perú); resisten los Comedores Populares.
Recuerdo los hechos que conmocionaron Lima. El atentado de la calle Tarata en Miraflores, dos coches bomba de Sendero con 500 kilos de nitrato de amonio, petróleo y dinamita que dejaron 25 muertos en julio de 1992. Leo un dato terrorífico: en los primeros siete meses de aquel año explotaron 37 coches bomba en la capital. La masacre de Barrios Altos: donde militares del “escuadro de la muerte” Grupo Colina asesinaron a balazos a 15 vecinos del cercado de Lima (un niño de ocho años entre ellos) que participaban en una pollada en noviembre de 1991. La toma de la embajada de Japón (y la operación Chavín de Huántar) en diciembre de 1996 por parte de un comando de 14 militantes del MRTA. Las capturas de Víctor Polay en junio de 1992 y de Abimael Guzmán en septiembre del mismo año.
En aquellos 20 años para el olvido, para la memoria se dictaron un total de 226 “Estados de Emergencia”, campo fértil para la violación de los derechos humanos, para la impunidad.
Veo tapas de revistas y periódicos. No me extraña el rol ambiguo de los medios de comunicación hegemónicos, el sensacionalismo de algunos. Me reconcilio con mi oficio al descubrir la corajuda labor investigativa de colegas que pagaron con su vida: Jaime Ayala, Hugo Bustíos y Pedro Yauri, periodistas ayacuchanos y ancashinos, asesinados por efectivos militares.
Cuando llego a la “Hoyada” no entiendo nada. Es un agujero de arena. Representa/simboliza el asesinato de cientos de campesinos en los “Cabitos, el cuartel general Nº51 del Ejército”. La Chalina de la Esperanza me reconforta. Son bufandas que cuelgan del techo, son de todos los colores, han sido tejidas por madres afectadas por Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas. Llevan los nombres de hijos desaparecidos y asesinados con las fechas del dolor.
La esterilización de 272.000 mujeres campesinas quechuas (y 21.000 hombres) en los 90 durante el gobierno de Fujimori centra un documental interactivo; es el Proyecto Quipu, un archivo de memoria colectiva. “Con muchísima arrogancia pensaron que siendo las mujeres indígenas, iletradas, quechuahablantes, las más débiles de las más débiles, no se iban a atrever a hablar. Pues les salió mal el cálculo, hablaron”. Es la frase de la activista y abogada de derechos humanos, Giulia Tamayo. Me hace recuerdo a la película de Jorge Sanjinés Aramayo, Yawar Mallku.
La última sección del segundo nivel es para el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Cuando subo al espacio de la ofrenda, estoy sin aire. Escribo una frase en la pared de corcho. Tres chicas se sacan una “selfie”. En el balcón de piedra, me asomo al mar. Respiro. Profundo.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Ricardo Bajo Herreras, museo LUM, Hugo Ned Alarcón, Carlos Valer, Alejandro Balaguer, Walter Chiara