La Trampa
Imagen: INTERNET
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La más reciente película del director M. Night Shyamalan propone giros de guion que no terminan de concretarse
Veinticinco años ha, el estreno, en 1999, de El sexto sentido, tercer largometraje del director M. Night Shyamalan, de origen hindú afincado desde muy joven en los Estados Unidos, se convirtió en un resonante éxito de público y crítica apuntalado por las seis nominaciones a los premios Oscar a que se hizo acreedor, incluyendo los de mejor dirección y mejor guion. Parte de los comentarios afirmó que había entrado en escena quien tomaría la posta del maestro del género de suspenso, Alfred Hitchcock. Y otra parte creyó identificar al mejor émulo de Steven Spielberg, con serias posibilidades de superarlo pronto.
Dicho sea de paso, en efecto ambas figuras han sido los referentes preferidos de Shyamalan, que a sus ocho años pidió a sus padres regalarle una cámara de Super 8 milímetros afanado en querer seguir los pasos de Spielberg, y con la cual hizo más de medio centenar de películas caseras.
Sus siguientes realizaciones —El protegido, que llegó a las pantallas el 2000, y Señales puesta a consideración de los espectadores el 2002— fueron asimismo muy bien acogidas, aun cuando algunas recensiones ya detectaron ciertas dubitaciones en la construcción de las historias abordadas, flaquezas hasta cierto punto disimuladas por el desenvuelto estilo de puesta en imagen y por el atrevimiento del realizador en los giros argumentales, ajenos por entero a las fórmulas usuales del cine comercial, tanto así que aquellos trabajos fueron tildados de ejemplos del cine independiente, que por entonces afrontaba una seria crisis en la imposibilidad de competir con los productos de multimillonarios presupuestos que plagaban las salas, desalentando a quienes aspiraban a continuar haciendo del cine un medio de expresión personal y una ventana abierta a la exploración de los conflictos humanos y de un mundo cada vez en mayor medida complejo.
El hecho es que de pronto los próximos eslabones de la filmografía de Shyamalan aguaron todas las expectativas iniciales, semejando hechuras por encargo de una industria voraz, al punto de dejar en la banquina a quienes no se someten a sus patrones focalizados exclusivamente en los números de la taquilla.
El prolongado bache en la carrera del director, quien figuró varias veces como candidato a los premios Razzie, o anti-Oscar creados en 1980 por el crítico y escritor de cine John Wilson para elegir la peor película del año, sin haber dejado tampoco de merecer una campaña que sumaba votos para devolver a Shyamalan al curso básico de una escuela de cine, pareció haber llegado a su fin el 2016 con Múltiple o Fragmentado una bizarra pero interesante película a propósito de Kevin, hombre con 23 personalidades distintas el cual mantiene secuestradas en el sótano de su casa a tres chicas jóvenes en un claustrofóbico relato lleno de sorpresas y sobresaltos gracias a los giros del guion, elaborado por el propio director, quien aparece asimismo como actor en varios momentos sin pronunciar palabra, copiando, a modo de homenaje, similares cameos recurridos en su tiempo por Hitchcok precisamente, ingrediente que, a su vez, Shyamalan ha utilizado en todas sus películas.
Pero La trampa, el más reciente trabajo del director que nos ocupa, permite evidenciar cuán circunstancial fue ese paréntesis en la pérdida de brújula de un cineasta con buenas ideas y franco atrevimiento para poner sobre el tapete los lugares comunes, de fondo y forma, constatables en el penoso estancamiento de la industria cinematográfica enfangada en la monótona reiteración. Tales potencialidades de Shyamalan colisionan, sin embargo, con su terco extravío en el laberinto de su egolátrica autovaloración como autor, impidiéndole encontrar el modo de articular las ideas y la irreverencia en relatos consistentes, fórmula, queda claro, que no supo aprender de los dos referentes cuya senda quiso seguir.
En compañía de Riley, su hija de 12 años, el bombero Cooper asiste a cierto espectáculo de música pop en un gigantesco estadio atiborrado de público, mayormente adolescente, magnetizado hasta el delirio por las interpretaciones de Lady Raven, estrella de moda con un estilo muy semejante al de Taylor Swift, interpretada por Shaleka Shyamalan, la hija mayor del director, quien, en la vida real es cantante de cierta notoriedad, dato imprescindible para descifrar la verdadera intención del film, según veremos más adelante.
Volvamos empero a la trama. Fingiendo estar también ensimismado en la música, en realidad Cooper se muestra inquieto. Ocurre que antes de comenzar el show y desde su ingreso al lugar le llamó la atención la presencia de cientos de policías y agentes del FBI fuertemente armados. Consiguió empero develar muy pronto el porqué de tal despliegue cuando un locuaz vendedor de camisetas le comentó que todo era una trampa montada para aprehender a un peligroso asesino serial, con 12 homicidios en su haber. Y como el amoroso papá Cooper, enseguida caemos en cuenta, es el asesino en cuestión, conocido como El Carnicero, nos hacemos cómplices de las argucias que va tramando y la película va develando, para zafar de la celada y llevar a buen resguardo a la pequeña y tierna Riley, entretanto simula atender al detalle cuanto ocurre sobre el escenario.
Valga recordar. El que la platea sea puesta al tanto de pistas desconocidas por los personajes que acompañan o confrontan al pérfido personaje central, en tanto eventuales víctimas de este, fue uno de los recursos narrativos usuales, denominado Mcguffin, en los films de Hitchcock a fin de sostener la intriga y escalar la tensión haciendo que el espectador no deje de preguntarse cómo reaccionarán aquellos en el intento de salvar su pellejo ante las demenciales maquinaciones del antagonista de turno.
En todo caso la mencionada soltura del director para sorprender con inesperadas inflexiones del desarrollo dramático, manteniendo así el suspenso, hace inicialmente un tanto llevadera la cosa. Entretanto la historia de La trampa transcurre en el estadio y no obstante la inverosimilitud sustancial de la trama y la demasiado evidente caricaturesca personificación de los agentes del orden pintados como un gran pelotón de lelos reclutados, se podría pensar, por haber aprobado su examen de incompetencia y, por ende, asimismo adivinamos muy pronto, no podrán cumplir con su misión.
No obstante la endeblez del guion, escrito por el propio Shyamalan, en esa mitad inicial el interés se mantiene a flote, pero naufraga no bien cambia de escenario, convirtiendo la segunda parte de la película, ambientada en el seno de la familia de Cooper y focalizada en la doble personalidad de este, en una intragable sucesión de anécdotas sin ton ni son, a menudo lindantes con la absoluta estupidez. Es entonces cuando queda en evidencia el caprichoso propósito último de la película: servir de una suerte de largo y caro spot promocional de la hija del director, a fin de darle definitivo impulso a su carrera musical.
El primordial, casi exclusivo, amén de insuficiente, soporte de La trampa termina siendo la esforzada interpretación, en el papel de Cooper, de Josh Hartnett, quien volvió a los primeros planos en Oppenheimer luego de años negándose a ser parte utilizado por las empresas del mainstream. Sin embargo, resulta patente que ni el guion ni la dirección encuentran la manera de aprovechar a cabalidad el esfuerzo del protagonista para entregar un creíble sujeto afectado del trastorno de identidad disociativo, que aparenta ser un padre y esposo ejemplar entretanto forcejea con el monstruo sociópata que asimismo lleva en su interior. Tratándose de un thriller de suspenso la tensión del relato viene a ser insuficiente, por no decir inexistente.
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La decisión de Shyamalan focalizando el grueso de la señalada segunda mitad del metraje en el personaje de Lady Raven, en sintonía con las descaradas intenciones de padrinazgo paternal, antes referidas, acaba fragilizando al máximo la contextura del relato. No aporta gran cosa la fotografía de Sayombhu Mukdeeprom, que ya en el tramo de la historia dentro del estadio privilegia inexplicablemente las tomas de las gigantescas pantallas colocadas alrededor del escenario donde Lady Raven canta en lugar de incidir en las maniobras de Cooper para fugar de sus fallidos captores. Y tampoco el insípido montaje de Preiswerk contribuye a enrarecer la atmósfera. Si es correcto el aprovechamiento del sonido para describir la envolvente euforia colectiva, lindante con la histeria, propia de los espectáculos de música pop.
Por lo demás la descaminada idea de utilizar un film de suspenso como pretexto para promocionar a una cantante, entreverando dos hilos argumentales incompatibles en el fondo, queda patentizado en los pedestres diálogos y en los inconsistentes, cuanto superfluos, toques de humor encajados a la fuerza en la que en definitiva vendría a ser uno de los peores trabajos, entre los varios desorejados emprendimientos de quien en su momento, vuelvo al principio, aparentaba ser uno de los futuros renovadores de aquel cine perdido y añorado cuando dirigir una película representaba una tarea muy distinta a la de tan solo fabricar cualquier producto destinado a terminar pronto en el basurero merced a la obsolescencia incorporada.
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet