Venom: el último baile
La última entrega de Venom lleva al límite las inconsistencias y el frenesí sin dirección que han caracterizado la saga.
Si alguna proeza hará posible que los futuros ensayos sobre la historia del cine, en su apartado enfocado sobre el tiempo de una sociedad inducida a extraviarse en el laberinto del sinsentido, se tomen en serio a las franquicias (las de Marvel en especial, pero no solo), será la constatación de cuán erradas fueron, luego del estreno de cada capítulo, las predicciones de la crítica acerca de la imposibilidad de ver ahondado en los capítulos posteriores de aquellas el vacío absoluto de derrotero; augurios siempre quedados en fuera de juego por la evidencia de que los límites del bodrio resultaban impredecibles. Ahí estará, como prueba incontestable, la tercera chapuza de Venom, cuya directora y guionista, queriendo tal vez entibiar el tono de las recensiones, incluyó en el título lo del «último» baile, aun cuando después no disimula en lo más mínimo los preparativos de una próxima vuelta de tuerca, cuya puesta en marcha dependerá exclusivamente del informe del departamento financiero de la productora.
A la directora, vaya uno a saber, tal vez debe de haberle costado bastante esfuerzo, o no tanto, perpetrar un desvarío mayor al de sus antecesores: los realizadores Ruben Fleischer de «Venom» (2018) y Andy Serkis de «Venom: Carnage liberado» (2021), pero lo consiguió y con buena ventaja, anticipando que el venidero engendro podría una vez más dejar enfangados los comentarios que creían imposible empeorar en el esperpento resultante de la faena de Kelly Marcel, guionista, actriz y productora de televisión británica, la cual fue, por lo demás, quien en su momento cometió los guiones de aquellos dos capítulos anteriores.
Antecedentes
Al igual que como ocurría en aquellos, Tom Hardy, intérprete y coproductor de la misma procedencia que la directora, considerado por los comentaristas de su país de origen como el actor más querido por los espectadores, además de haber sido nominado y obtenido varios galardones, vuelve a meterse en la piel de Eddie Brock, periodista con una carrera en caída libre y anfitrión del simbionte, ese pérfido otro yo que supuestamente metaforiza el monstruo cobijado por todos los humanos debajo de las apariencias de su ser en sociedad y siempre presto a emerger cuando de interactuar con sus semejantes en situaciones conflictivas se trata.
A estas alturas, el lector se preguntará qué diablos significa la palabra «simbionte». Es un término hurtado de la medicina y la biología por las sagas fílmicas que trasladan a las pantallas los cómics dedicados a relatar las andanzas de heroicos paladines, cuya tarea estriba en salvar a la humanidad de las acechanzas de los villanos provenientes de otras latitudes. En rigor, la manoseada palabra nombra la fusión de dos organismos distintos, ligazón beneficiosa para ambos o, al menos, para uno de los dos, a través de la simbiosis. Prototipo, en la ficción, de tal mezcla es el Hombre Araña, en cuyas iniciales andanzas entre los personajes secundarios asomaba Eddie/Venom antes de asumir el rol central en la endeble trilogía donde asumió el protagonismo absoluto.
Historia
El centro del conflicto dramático es, en la oportunidad, el Área 51, recinto subterráneo secreto a 31 metros bajo tierra, montado en el desierto de Nevada por el poder norteamericano, pero ese dato que se prestaba a una posible crítica a las estrategias imperiales resulta, como casi todos los ingredientes, malversado en un relato sin médula alguna. Comparten dicho lugar los militares al mando del general Rex Strickland y los científicos encabezados por la Dra. Teddy Payne.
Allí, mientras los uniformados diseñan las estrategias apuntadas a exterminar a los simbiontes, para el caso bautizados como Xenófagos, y a cualquier alienígena, los investigadores indagan obsesivamente en hallar las claves que permitan hibridar a los humanos y los artefactos técnicos o, en su defecto, otras especies. De tal suerte, Payne vendría a encarnar las en boga desquiciadas fabulaciones seudofilosóficas del post/transhumanismo.
Y si bien los peligros aparejados a la eventualidad de una campaña de eliminación radical son obvios, los referidos Xenófagos están convencidos de que las manipulaciones científicas no resultan ser menos letales. Por ello, los comandados por Knull, el infaltable malo de película que se encuentra junto a los suyos preso en un lugar llamado el Vacío, apuntan por su lado a deshacerse de esa especie antagónica, la nuestra, arrasando el planeta por medio de los especímenes enviados en busca de cierta llave que les permitirá escapar de su encierro.
Venom, el simbionte
La llave buscada es un Codex que, al igual que casi todo en la película, nunca termina de saberse exactamente de qué se trata, el cual se encuentra justamente resguardado en el Área 51. Hacia ese sitio ha emprendido un viaje vacacional Martin, fanático de los ovnis, con toda su regordeta parentela, la última familia hippie de las muchas existentes en los años 70, que insinúa mantener aún vivo su entusiasmo con los sueños de aquella generación surgida de la rebeldía juvenil contra la guerra de Vietnam.
Entretanto, a Eddie, ya fácticamente acabado por el alcohol, se le antoja emprender un viaje en dirección a Nueva York. Cuando comparte su plan con Venom, este exclama: «¡Vamos! ¡Un viaje por carretera!». Así, el periodista venido a menos y su otro yo resuelven hacer autostop. Casualmente, son invitados a abordar la vieja camioneta Volkswagen de Martin, ya que Nueva York queda en su camino hacia Nevada. El periplo es sazonado, por decirlo de alguna manera, con las meditaciones existenciales de Eddie a propósito de la vida, la muerte y otras materias reducidas a nimiedades en las charlas con sus anfitriones y el simbionte. Este, vocero del lado perverso de su personalidad, no cesa de disparar pullas impregnadas de un sarcasmo muy desabrido, como todo en la bazofia de Marcel.
Si me he detenido a pormenorizar ese tramo de la historia es por tratarse de un ejemplo contundente de las inconsistencias de fondo de las anécdotas dispersas en el guion y el desarticulado relato sin pies ni cabeza de «Venom: el último baile».
Guión
Podría uno colegir que durante el proceso de redactar el guion, Marcel fue anotando las ideas que se le venían a la mente, sin haber pensado previamente en un hilo conductor alrededor del cual podría ir engarzando tales ocurrencias. Y lo peor de todo, así como simplemente sumó, en vez de articular, momentos y situaciones en el texto, tampoco le interesó organizar las piezas de su deforme rompecabezas al momento de ponerlas en imagen.
Por lo visto, Marcel comulga asimismo con la idea de que, al día de hoy, rehenes de TikTok y similares, los espectadores, jóvenes sobre todo, están masivamente contagiados del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), o sea, se encuentran ayunos de paciencia para seguir una historia que se prolongue por más de cinco minutos. En lugar de procurar una respuesta imaginativa (quizás Marcel lo intentó, pero no le dio el cuero), optó por la cómoda salida de adecuarse a los dislates digitales y no se le ocurrió mejor solución sino avanzar frenéticamente a saltos de una situación a otra, quebrando así, a cada momento, el hilo narrativo. O sea, renunciando a cualquier intento de armar una historia con mínimo sentido o espesor en los conflictos dejados como borradores inconclusos.
Venom y Eddie
Los diálogos entre Eddie y el simbionte, exentos del mínimo sentido, son penosos; las bromas acerca de los disparates del multiverso son escasamente graciosas; las secuencias de acción se reducen a un ofuscado ir y venir agravado por un montaje convulso, dando paso a un ritmo vacío de las pausas requeridas para ahondar en el significado de lo que acontece y reduciendo todo a la banalidad absoluta. Tampoco los efectos generados por computadora rehúyen la mediocridad aparejada a la sensación de lo ya visto infinidad de veces, y si bien la banda sonora intenta densificar la atmósfera lóbrega y belicosa de la película, nunca tiene un nivel recordable.
Sin excepción, los personajes secundarios lo son en el estricto alcance del término, es decir, parecen encajados con calzador en lo que finge ser la trama, aun cuando la guionista/directora Marcel al parecer no asimiló en qué se diferencia una verdadera trama de un descerebrado amontonamiento de ideas. En largos tramos de la película puede sospecharse que no hubo libreto alguno, o a lo sumo se contó con un boceto, y la filmación fue improvisando las cosas a lo largo del rodaje. Hasta el propio Hardy pareciera haberse contagiado de la urgencia de acabar cuanto antes con el asunto, entregando una opaca personificación de Eddie, carente de cualquier densidad emocional.
Crítica
Si usted consiguió permanecer despierto hasta el final a pesar de la relativamente poca duración del metraje, en comparación con las extensiones actuales de los productos fílmicos (109 minutos en total), o no acabó dormido durante los más de 10 minutos dedicados a los créditos, podrá terminar de sumirse en el desconcierto con un par de secuencias que darían la impresión de sugerir futuros nuevos episodios de la saga, no obstante ser tan embrolladas como todo lo visto hasta ese momento.
En suma, tal como lo dicho al comenzar, el tercer episodio de Venom consiguió la hazaña de ser el peor de los tres, no obstante la chatura de los precedentes, exhibiendo una inconsistencia inaudita, incluso dentro de esta corriente que exacerbó al límite la tendencia marketinera desde hace muchísimo tiempo atrás detectable en Hollywood, terminando por reducir la producción cinematográfica a un rubro pura y absolutamente comercial donde la prevalencia del cálculo financiero se impone sobre cualquier otra consideración, o sea, sobre el cine en tanto vehículo de expresión de algo.
Ello, desde luego, no supone la inexistencia de una visión de lo social. Y a pesar de su deforme relato, a «Venom: el último baile», milésima repetición de las mismas recetas exprimidas hasta el hartazgo por las adaptaciones de las andanzas de superhéroes de historieta, no le falta el insidioso subtexto que no conviene olvidar jamás al exponerse al castigo de verlas: el distinto, el inmigrante, el individuo proveniente de una cultura diferente, el otro, o la otra, vamos, son siempre la encarnación del mal, merecedores(as), por consiguiente, del más inhumano trato imaginable.
Le puede interesar: Los conciertos de Molotov en Bolivia serán en enero y ya no en diciembre