En sueños camino contigo, David Lynch
El artista y sociólogo Diego Loayza reflexiona sobre la vida y obra del recientemente fallecido maestro del cine.
Nadie sabe lo que (se) nos ocurrirá después de la muerte. Sin embargo, los que nos quedamos de este lado del escenario sabemos algo con certeza: la muerte es un punto final, un acabamiento, una clausura. Tanto es así que podemos afirmar sin lugar a error que, para la experiencia humana, la muerte es al tiempo lo que la piel es al espacio; se trata del contorno que nos define, la membrana que nos delimita en tanto que formaciones individuales. Lo extraño es que este atributo definitivo de la muerte no solo no ha impedido, sino que ha alimentado la visión, la poética, la creencia y el anhelo de una travesía, de un viaje a través de lo incorpóreo. A excepción de la cultura agnóstica, materialista y racional de la era moderna, esta cosmovisión se puede extender a la especie humana durante toda la historia y a lo largo del orbe, bajo muy diversas formas y acepciones, eso sí. Desde una perspectiva netamente antropológica me pregunto si esta intuición de un “más allá” no vendrá del hecho, por demás universal, de que todos soñamos. Me refiero a la “magia” que sucede cuando sucumbimos al peso implacable de la materia y nos rendimos al sopor, quedando literalmente inertes, como un objeto; aun en semejante estado, somos capaces de experimentar, vivir, sentir, percibir, actuar, comunicar, en fin, somos capaces de viajar. Es, quizás, esa peripecia estática que, como una fina abertura entre espesas cortinas, devela ante nuestra conciencia la posibilidad de una separación, de una autonomía del plano inmaterial respecto a las condiciones espacio-temporales de la experiencia cotidiana.
Los sueños están y estarán siempre imbuidos de misterio. Son una ventana a lo inefable. Claro, algunos dirán que, al contrario, se trata de una función biológica, una configuración neuronal (físico-química) específica, diferenciada objetivamente del funcionamiento del cerebro durante el estado de vigilia y pare de contar. Y están lo cierto, no lo niego, pero el problema es que están tan en lo cierto como alguien que describe un largometraje como una sucesión de cuadros portando diversos juegos de transparencias y opacidades que, ante un haz de luz, proyectan sombras en movimiento sobre una superficie, y pare de contar. Lo interesante, lo esencial de los sueños no es tanto que existan como el contenido específico de los mismos. De manera análoga: lo interesante de un filme no es tanto el mecanismo de grabado y proyección de la sucesión de imágenes como la catarsis que genera la aprehensión subjetiva (emocional e intelectiva) de esas imágenes.

Otro aspecto fascinante e inextricable de los sueños es su pregnancia: la implicación del soñador en la realidad onírica es total y sin medias tintas. Ni el más positivista de los estudiosos en materia neurológica es capaz de decirse a sí mismo mientras duerme: “Tranquilo. No te lo tomes tan en serio. Es solo un sueño”. La puesta en abismo, el metalenguaje del sueño es una fuente de vértigo probablemente constante entre los curiosos de nuestra especie: si lo que sueño lo vivo, ¿cómo sé que lo que vivo no lo sueño? Difícil pregunta y más aun considerando las milicias institucionales a lo largo de la historia y las culturas, empeñadas en acallar cualquier iniciativa de respuesta. En fin, el sueño para ser lo que es, como el buen cine, requiere de la alienación, de la capitulación del sujeto a una realidad ajena a la que considera como suya.
Nadie sabe lo que viven los muertos. Y quien diga lo contrario, quien se jacte de poseer un conocimiento “claro y distinto” de la realidad post mortem, de seguro es presa de una convicción ilusoria y otras falacias. Esto debido a un hecho muy simple y contundente: nadie que esté vivo ha experimentado la muerte como para poder aseverar algo al respecto y, correlativamente, nadie que haya experimentado la muerte está vivo como para poder aseverar algo al respecto. Así funcionan las cosas, esa es su naturaleza, ese es el chiste (con sus disculpas). Por eso mismo, convengamos en que la muerte, como el acto de soñar, más que ser un misterio en sí, contiene un misterio. Y es esa realidad inabarcable, innombrable e incomprensible que tanto los fanáticos religiosos como los fanáticos arreligiosos (feligreses de una ciencia que profesan como si de un credo se tratara) aborrecen profundamente, otorgándole el rol de enemigo existencial y de escollo en la traducción política de creencias, mitos y tradiciones.
Si me permito estas reflexiones crepusculares es debido a la conmovedora partida de David Lynch, a días de cumplir sus 79 años. Los lazos que vinculan mi biografía personal a este extravagante norteamericano mediante el estudio y apreciación de su trabajo –especialmente cinematográfico y musical– hacen de su muerte un motivo real de duelo para mí y para tantos amantes del corpus de monumentos audiovisuales que nos ha legado. Después de casi un cuarto de siglo de enfrentarme a Mulholland Drive por primera vez en el cine, estoy convencido de que, justamente, en la poética del misterio radica el centro –principio, medio y fin– de esta singular y preciosa obra. Eso es lo que la hace tan fascinante e incómoda. Si es susceptible de resolución, entonces no es un misterio: esa parece ser la premisa ontológica de estos relatos. Y, last but not least, lo misterioso, para ser tal, no puede ni debe ser explicado sino experimentado, como un sueño o una película de David Lynch.

Una vez que se abre una fisura en el impecable tejido del “orden productivo de las cosas” (me permito invocar a Bataille) y se deja atisbar una brizna de misterio en la existencia, entonces la existencia en su integridad puede devenir misteriosa: la muerte, los sueños y las películas, cómo no. Pero también un teléfono, un radiador, una carretera, una escena hogareña, una sala de espera, una oreja, una llave, la madera, el fuego y el humo, el río y las lágrimas, la coexistencia del amor y el mal dentro de uno mismo, la opulencia y la miseria, el sexo y la violencia, el poder y el deseo, la infancia y la vejez. Apenas franquea una minúscula brecha en la trinchera del cogito cartesiano, el misterio anega la vida cotidiana de posibilidades insospechadas y le otorga una dignidad poética despreciada por el sistema de productividad, competitividad y precarización imperantes en el capitalismo desaforado que atestiguamos.
Ha muerto un alquimista de la imagen, un maestro artesano –prefiero esta definición medieval dada la degradación en la que ha caído el rol del “artista” en esta (post)modernidad terminal–, un excepcional poeta y un ser humano entrañable. Como en toda clausura, junto a la aflicción del fin, corresponde un festejo: entonces aprovechemos esta ocasión para celebrar los sueños, los árboles, la resina, la electricidad, la pastelería, la música y el café. Nunca olvidemos que el Gran Misterio, en sus infinitos atributos y modalidades, también es una apoteósica celebración y no hay mejor ocasión que el día de hoy para experimentar tan hermosa fiesta, en honor a los que ya no están entre nosotros; a todos ellos que, aunque ausentes –¿sin saber, sabremos?–, pueden bailar, lado a lado, con los que aquí quedamos, atentos siempre a su estremecedor silencio.
Silencio.
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