En el contexto de la independencia es muy importante recordar que fueron las ideas liberales las que se impusieron inequívocamente en 1825 en dos direcciones. La primera, las ideas expresadas por Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, los dos más rabiosos representantes del liberalismo político en el momento del desenlace, cuando se produce la independencia total del país después de casi 16 años de guerra. Ambos llegados desde el norte, sin conocimiento profundo de la realidad del mundo andino, especialmente en el área Cuzco-Charcas. Bolívar y Sucre buscaron borrar una vinculación que en el corto y mediano plazos destruiría toda posibilidad de una lectura adecuada de lo que Bolivia requería para su constitución como Estado. El desconocimiento de los caciques y su importante papel de intermediación fueron los hechos más relevantes de esa visión liberal. Digamos en su descargo que probablemente el momento histórico no permitía una respuesta distinta en alguien de la formación de Bolívar.

La segunda está expresada por Casimiro Olañeta y lo que representaba como exponente excepcional de la élite charquina. Una concepción en la que se mezclaba la lucidez para comprender que Charcas podía y debía ser una nación separada de Lima y Buenos Aires, con la posibilidad de un control total de ese espacio geográfico por el poder político y económico de la clase que éste representaba, pero a la vez la evidencia de que las élites criollas, salvo excepciones, seguían asentadas en las ideas básicas heredadas de la corona, es decir, sustentar su poder sobre las espaldas indígenas a través de dos mecanismos, el trabajo y el tributo.

Esta realidad dramática, brutal incluso, no estaba reñida con una convicción que nos condujo a un destino ideológico claro, la construcción del republicanismo. Fue el nacimiento de las ideas republicanas lo que le da un valor diferenciador y especial al levantamiento de 1809. El concepto se atisba muy bien en la proclama de la Junta Tuitiva de La Paz, pero va a ser inequívoco en el Acta de la Independencia de 1825. Lo que Bolivia decidió ser en ese momento fue nacer como República. República entendida no como una forma de administración del Estado, sino como un sistema de valores que le daban sentido y que garantizaban la estructura sobre la que se movería su sociedad. Ésta es la cuestión fundamental. La República planteó el fin del despotismo, no sólo el desconocimiento del poder usurpado por la corona española, sino su transformación. No se trataba de volver al momento anterior a 1532, sino de proyectar lo que entonces era una visión revolucionaria y moderna, la desconcentración del poder, su equilibrio y balance a través de tres poderes diferentes coordinados, pero independientes entre sí. La República implicó el reconocimiento claro de la soberanía popular delegada y la institución del voto como mecanismo de expresión de esa voluntad (voto calificado o censitario, es cierto, voto insuficiente, es cierto, pero lo que aquí importa es el principio conceptual). Finalmente, la República estableció la idea más importante de todas, la del ciudadano. Y en eso los decretos de Bolívar en Cuzco y La Paz en 1825 no dejan lugar a dudas. Ciudadano entendido como un individuo con  derechos y obligaciones. El objetivo ideal era la construcción de una sociedad entre iguales.

Esos valores, está demás decirlo, tropezaron con una realidad que limitó, sino cercenó, severamente las posibilidades de la construcción de una nación consistente. La idea absurda de que la ciudadanía podría edificarse prescindiendo de los indígenas (cuestión que fue afirmándose en las dos primeras décadas de la independencia, pues al principio los textos legales del nuevo Estado no establecían tan explícitamente esa discriminación). El tema no es simple, porque se puede ver elementos de la búsqueda de inclusión desde 1809 y aún a partir de 1825, que fueron ahogados por la realidad de los estamentos de poder que decidieron de modo claro el destino de racismo y discriminación en Bolivia por demasiado tiempo (hasta 1952), pero esa es otra historia…