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Alalay, un refugio de esperanza para los niños de la calle

Hay dos cosas muy importantes en la vida: el amor y la fe. El amor permite que todas las cosas sean fáciles de hacer, y la fe, que todas las cosas sean posibles. No hay nada tan difícil que el amor y la fe no lo puedan alcanzar, esa es mi experiencia”. Las palabras anteriores, enunciadas por Claudia Gonzales, fundadora y directora del albergue para niños Alalay, son el resultado de vivir un sueño que parecía inalcanzable, pero que se transformó en un proyecto concreto que hoy beneficia a miles de niños otrora desamparados.

El germen que da inicio a este sueño se gestó en 1990. Una mañana fría de invierno, a las 07.30, Claudia llegaba puntual a la Facultad de Ingeniería de la UMSA para rendir un examen. Iba a ser un día como cualquier otro, empero, la aparición repentina de un puñado de muchachos, alrededor de 20, que entre bostezos y risas surgieron de la parte inferior del monumento al Soldado Caído marcaría un nuevo rumbo en la vida de esta joven de 18 años, pero también en la de miles de niños bolivianos. Era la primera vez que observaba de cerca una realidad que sabía que existía, pero hasta entonces solo a través de terceros o en las noticias. “Fue una escena que me tocó mucho, había escuchado sobre los niños que duermen en la calle, pero en verdad nunca los había visto”. 

De a poco, se fueron dispersando hacia distintos rumbos, pero uno de ellos se quedó. Su nombre era Joaquín, tenía 17 años y dormía allí desde que su abuela había muerto, y con ella, su hogar. Claudia se acercó para conversar, lo invitó a desayunar, le dio su número de teléfono, “le mostré la universidad y le dije que si necesitaba algo, que me busque”. A partir de ese día comenzó a llamarla regularmente. Después de dos semanas, se presentó en la universidad sin zapatos, se los habían robado una noche antes. Fueron juntos a comprar ropa y entonces Claudia le ofreció irse a vivir con ella y su familia. Joaquín accedió y allí empezó un gran viaje: “A partir de la vida de Joaquín entendí que Dios me había llamado para hacer esto, trabajar con los niños de las calles”. El ejemplo de sus padres y de su hogar, en donde nunca faltaba un plato de comida o un techo para el hambriento, fortaleció su llamado. De hecho, llevar a Joaquín no fue algo extraño en una familia estructurada bajo un modelo de servicio y amor: “yo me críe viendo a mis padres traer personas que necesitaban apoyo”. 

Tras esta experiencia, con apenas 18 años se lanzó a la calle en busca de más niños. Si bien no podía acogerlos, sentía una gran necesidad por mitigar su desamparo.

Siguiendo los datos proporcionados por Joaquín, llegó hasta el exparque zoológico en El Alto. Allí, todas las noches llegaban aproximadamente 70 menores para buscar cobijo entre las ramas. Trató de establecer contacto, pero ninguno quiso responder a sus preguntas. Al principio la veían como una extraña más con intenciones “antropológicas”. Pero el corazón de Claudia era distinto, no estaba allí con afanes de investigación, sino por amor, poderoso sentimiento que logró quebrantar aquellos tiernos corazones herméticos de tanto desengaño y violencia. “Observé que antes de subirse a los árboles construían una pelota con bolsas nailon llenas de basura. Así que al día siguiente llevé un balón y lo puse en la cancha. Dos niños se me acercaron y me preguntaron si quería jugar, y ahí empezó todo, poco a poco me fui ganado su confianza. Después se me ocurrió invitar a otras personas de la universidad, de la iglesia, de mi familia, amigos. Empezamos a ir una vez a la semana, los martes, después los jueves, de ahí casi todos los días y durante tres años nos reunimos con ellos en ese parque. Fue una experiencia muy linda, porque los chicos que estaban allá no iban a la escuela, no recibían ningún tipo de educación. Logramos inscribir a 50 de ellos en una escuela nocturna y 35 aprobaron el año escolar, viviendo en las calles, haciendo sus tareas en el parque”.

Si bien cada día suman alegrías se veían también muchas carencias. El tiempo y los recursos eran escasos, pero la presión de la calle, el hambre, el frío y el desamparo eran permanentes, pesaban las 24 horas. Entonces, el sueño de tener un hogar propio y recursos para cobijar a los niños fue adquiriendo fuerza a medida que su amor por ellos también crecía. Pero con muy pocos centavos en los bolsillos y muchas preocupaciones universitarias parecía una utopía. “Los primeros tres años fueron muy difíciles. Siempre estaba orando y pidiendo por una casa, y los niños también. Como los problemas y carencias a veces parecían tan grandes, me entró la duda de si realmente era mi llamado. Entonces le dije a Dios que necesitaba escuchar su voz y ver su mano, le dije que si no me daba una casa, algo concreto, entonces yo iba a dejarlo, porque ya había sacrificado mucho por estar con los niños y veía muy lejos el sueño del hogar”.

Pasaron tres semanas y Claudia recibió la llamada de unos desconocidos para decirle que una organización quería ayudarla con dinero para alimentar a los niños y enviarlos al colegio. Por la misma fecha, julio de 1993, llegó su tío con las llaves de una casa en la calle Pisagua que había alquilado para ellos. Si bien se trataba de un inmueble antiguo y en malas condiciones, para Claudia y los niños, acostumbrados a no tener nada, era un palacio. Dios había contestado sus oraciones. “La limpiamos entre todos, la pintamos, la arreglamos. Al principio no tenía absolutamente nada, ni una cucharilla. Llevamos entre 35 y 40 niños de los más pequeñitos del parque zoológico. Los primeros días dormían en colchones en el piso, poco a poco fuimos consiguiendo más cosas. Ahí empezamos Alalay”.

Desde entonces, la gracia de Dios los ha sostenido: “Hay momentos en que tenemos lo justo para comer en el día y no tenemos para mañana, pero vivimos por fe y eso lo podemos ver a diario, confiamos en el Señor y sabemos que Él va a cubrir nuestras necesidades”. Hasta ahora, Alalay ha abierto diez centros en las principales ciudades del país. Trabajan en tres áreas: protección, capacitación y prevención. En los centros alrededor de 800 niños reciben cuidado permanente, vivienda, alimentación, salud, educación, apoyo social, legal y espiritual: “muchos de ellos cuando llegan no saben ni siquiera su fecha de nacimiento, entonces les ayudamos a conseguir sus documentos. Ellos eligen el día de su cumpleaños, algunos prefieren nacer en carnavales, otros, en Navidad”. Alalay también implementa proyectos de formación técnica y de prevención, que buscan generar alternativas de trabajo para jóvenes egresados de las aldeas, y reducir la violencia en las familias y en la escuela, a fin de evitar que los menores abandonen sus hogares. Cerca de 8.000 niñas, niños y jóvenes se benefician anualmente con estos programas.

La filosofía de Alalay busca imitar el amor incondicional de Dios hacia las personas, para que los pequeños sepan y sientan que se los ama y acepta tal como son. “Nosotros solamente somos los facilitadores, los cambios los hacen ellos con la ayuda de Dios”. Gracias a esta filosofía, muchos niños huérfanos y víctimas de la violencia han logrado perdonar, restaurar sus corazones y reinsertarse a la sociedad. Como Edwin, cuyo padre ahorcó a su madre delante de él y de sus hermanos, y a punta de golpes conservó su silencio, hasta que ya no pudo aguantar más y escapó. 

Para mayor información sobre Alalay: www.fundacionalalay.org/ telf: 591-2-2121222; se puede contribuir a la cuenta corriente 4010521029 del Banco Mercantil.