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La imposibilidad de hablar de ‘teatro boliviano’

Bolivia 198 años

¿De qué hablamos cuando hablamos de “teatro boliviano”? ¿Cómo podemos responder a esta pregunta sin caer en nacionalismos o en discursos victimistas tan frecuentes en nuestro contexto? ¿Cómo ofrecer una respuesta que no reduzca el teatro a una sola cantidad delimitada de personas o grupos, de épocas y estilos? La respuesta sincera es que hablamos de un imposible. Imposible en varios sentidos, de los cuales abordaremos aquí solo dos: imposible definirlo conceptualmente e imposible como actividad profesional.

Lo primero que tendríamos que hacer para poder hablar de teatro boliviano es decir cuándo empieza. La crítica nunca se ha puesto de acuerdo: ¿es el teatro colonial, realizado en el Virreinato del Alto Perú o el Virreinato de la Plata, ya teatro boliviano porque hoy conocemos a ese territorio con el nombre de Bolivia? ¿existió teatro pre-colonial como algunos riesgosos académicos discuten a partir de tradiciones quechuas? ¿dónde empezó nuestro teatro y nuestra dramaturgia? Sin embargo, la respuesta a todas estas preguntas es imposible de entrada.

Si uno revisa, por ejemplo, los entremeses, loas y coloquios, recuperador y publicados por Ignacio Arellano y Andrés Eichmann encontrados en el Convento de Santa Teresa, en la Ciudad de Potosí (y recientemente puestos en escena por estudiantes de la Carrera de Literatura), uno encontrará ahí quizás cosas muy cercanas a nuestro hablar presente. No solo por referencias regionales que incluso hoy entendemos porque han envejecido bien desde los siglos XVII y XVIII, en los que fueron escritos: valga mencionar el poncho, las hablas populares, la referencia a Tarija… Algo de eso es sin duda teatro boliviano. Y a decir, de Eichmann, nuestro movimiento teatral durante la colonia era comparable con el de Madrid; es decir, Potosí era en esa época quizás el lugar de mayor movimiento teatral de América Latina.

Y si uno revisa esas obras el puente con el presente está claro: pues los autores tratan de imitar las hablas populares, callejeras, coloquiales… Entre tunantes y negros, entonces, reconocemos un gesto que luego será recuperado en el siglo XX por autores como Antonio Díaz Villamil o Raúl Salmón. Hubiera sido así importante que autores como Karmen Saavedra, quien señala en su tesis de licenciatura que la dramaturgia boliviana empieza con Raúl Salmón, miren un poco a nuestro pasado, porque además el salto que se da entre la colonia y el siglo XX es demasiado grande. ¿Qué pasó en nuestro siglo XIX?, ¿cómo podemos reconocer los cambios y persistencias de nuestra historia teatral sin tener todas las fichas del rompecabezas?

Pasamos al segundo punto: el teatro boliviano es imposible porque todavía no se piensa el teatro como una profesión. El pensamiento de la universidad boliviana, en la que no existe una licenciatura en teatro o la única que existe (en Santa Cruz) no funciona y no produce investigadores, confirma este hecho. Pero lo confirma doblemente la visión que desde el Estado y el mundo editorial se tiene del teatro y de la dramaturgia.

Por un lado, el mundo editorial ha decidido que la dramaturgia no existe. Se cuentan con los dedos de las manos las antologías de teatro boliviano que, casi en su totalidad, ya no se consiguen en librerías. Además casi no existen (en el siglo XXI) publicaciones de las obras completas o de las obras parciales de nuestros principales dramaturgos: la reciente publicación de la obras de María Teresa Dal Pero, a cargo de Soledad Ardaya y Marcelo Villena debería ser un ejemplo a seguir.

Sin embargo, la tradición de publicar teatro, que parece ligeramente más fuerte en el siglo XX, ha sido perdida por nosotros: valga señalar que la colección más importante de nuestros tiempos, la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), en su listado de 200 tomos, solo tiene una antología de teatro boliviano (todavía no publicada). Y no incluye, de manera separa, a autores que merecerían su obra completa publicada como: Alberto Saavedra Pérez, Raúl Salmón o Antonio Díaz Villamil. Las editoriales privadas parecen seguir el mismo camino y el teatro termina siendo un género condenado a lo efímero, a no tener una historia.

Finalmente, esto se corona con la indiferencia estatal. A diferencia de cualquier otro país, donde existen elencos nacionales, subvencionados por el Estado, cientos de fondos económicos para que salas y elencos privados puedan vivir (y no sobrevivir) de su laburo, concursos nacionales y apoyo para la participación en festivales y concursos internacionales, en Bolivia no existe ningún tipo de apoyo. Al Estado no le importa el movimiento artístico y teatral del país, pues sigue pensando, a pesar de todo, que este es un gasto absurdo.

Imposible entonces nuestro teatro, pero aprovechemos de dedicar esta nota a todos esos hacedores que, hoy y siempre, desde la colonia y hasta el fin del mundo, hacen lo imposible posible y nadan en contra de la corriente para, incluso sabiendo que serán olvidados por nuestra historia, subirse a la escena y, por un momento, movilizar las potencias del imaginario.

Camilo Gil Ostria  Crítico de Teatro