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Peter Lindert: ‘El Estado del bienestar no es un sistema estúpido’

El economista internacional defiende el gasto público en educación y sanidad como motor de sociedades más ricas y productivas. Su postura desafía la visión predominante: esa que mantiene que aunque los países con un elevado gasto social redistribuyen mejor la riqueza, lo hacen a costa de un menor crecimiento.

/ 27 de diciembre de 2017 / 07:04

Corren tiempos difíciles para el Estado del bienestar. El envejecimiento de la población supone un desafío para la sostenibilidad de las pensiones y otros servicios públicos. Frente a los economistas que promulgan la necesidad de revisar este sistema y reducir su tamaño, Peter H. Lindert, es un entusiasta defensor del gasto social como motor de crecimiento y eficiencia de los países.

— ¿Cuál es el coste de un sistema público de gran tamaño?

— Un economista liberal clásico dirá que todos los impuestos son negativos para el crecimiento, que desmotivan a los ciudadanos, que trabajan menos y corren menos riesgos porque creen que parte de su esfuerzo acabará siendo malgastado en un sistema público ineficiente. Es falso. El Estado del bienestar funciona. Los Estados modelo, como los escandinavos, que han aplicado bien ese sistema desde los años 50, han centrado sus esfuerzos en educación y sanidad, y éstas son las cosas que hacen que los ciudadanos sean más productivos. Lo que no se puede hacer es centrar el Estado del bienestar en dar ayudas económicas directas a la gente (…). El gasto social puede apoyar el crecimiento económico. El Estado del bienestar no es un sistema estúpido.

— Pero la población envejece y cada vez más voces afirman que hay que revisar el sistema de pensiones.

— Es cierto que esto es una amenaza creciente, un problema que debemos afrontar. Pero creo que se puede resolver con un retoque del sistema. Debemos ir hacia un modelo más progresivo, en el que la pensión que cobras cuando te jubilas no solo venga determinada por el tiempo y nivel salarial que has tenido, sino por cuál es tu renta cuando te retiras. La pensión se va modulando en función de tu patrimonio. En el caso extremo, si eres rico, no recibes nada. Pero me preocupan más otras cosas. La mayoría de los países van a tratar de solucionar este problema, porque los jubilados son un buen granero de votos. En cambio, se están descuidando las necesidades de los más jóvenes y de quienes van a acceder al mercado laboral en unos años.

— ¿Son ellos los que explican en parte que la desigualdad vaya en aumento desde 1980?

— La desigualdad ha crecido por una combinación de razones. El cambio tecnológico provoca que cada vez sean menos necesarios los trabajadores poco cualificados. Esto hace que pierdan sus empleos o que sus salarios lleven años estancados. Si añadimos la globalización, esa situación se agrava porque el incremento de la eficiencia electrónica permite gestionar y supervisar a otros trabajadores a distancia, incluso en otros países, mucho mejor que antes (…).

Así que muchos de los menos cualificados en el mercado laboral de Estados Unidos (EEUU) o Europa son prescindibles, y ellos lo sienten así. El mundo ya no les tiene en cuenta.

¿Cómo sufren las clases medias esta mayor desigualdad?

— Ven que lo pasan peor que las clases acomodadas y que la brecha ha crecido. Pero en realidad no están padeciendo una gran caída de sus ingresos y de las prestaciones sociales, sino un estancamiento. Es normal que se enfaden. Sin embargo, tampoco creo que se deba echar la culpa de todo a los ricos. Defiendo la idea de una distribución más igualitaria de la renta, pero no veo que la mayoría de los millonarios de hoy hayan sido favorecidos de forma injusta, como sucedía antaño.

— La globalización y la tecnología tienen un impacto universal. Sin embargo, hay países a los que les va mejor que a otros. ¿Por qué?

— Hay que buscar estrategias que ayuden a mantener unas rentas equitativas y que, a la vez, impulsen el crecimiento. Las mejores son las que desarrollan la productividad de los ciudadanos, invirtiendo dinero en su educación y su salud, no las redistribuciones que, simplemente, se basan en dar ayudas a la gente. La educación primaria y secundaria es crucial. Es una de las bases para garantizar la igualdad de oportunidades. Los países del este de Asia, como Japón, Corea y Taiwán, han tenido mucho éxito en este sentido. Ofrecen una educación de calidad para que la gente pueda acceder al mercado laboral de una forma más equitativa. No pagan tanto a los consejeros delegados de las empresas, como en EEUU, y cobran más impuestos a los ricos para invertir en educación e impulsar la igualdad. Es un modelo razonablemente bueno. ¿Por qué no lo tenemos todos? Es algo complejo…, hay razones culturales.

— ¿Qué es lo mejor? ¿Pagar muchos o pocos tributos?

— ¿Cuál es el tamaño idóneo de un Estado? Hay dos opciones. En el caso de Japón o Corea, cobran muchos impuestos a los más ricos. Por ejemplo, el heredero de Samsung tiene que pagar un 50% de lo que recibe. En mi opinión, un buen modelo fiscal es el que permite tener una buena seguridad social e invertir en la gente, pero no está sostenido por los más ricos. Es mejor financiarlo con el IVA y los impuestos que gravan el consumo de gasolina, alcohol, tabaco y azúcar. Ese es un modelo fiscal mejor.

— Los impuestos indirectos los pagamos todos por igual, con independencia de los ingresos. Eso no parece muy progresivo.

— Es cierto que pagas la misma proporción de tu renta que una persona rica, algo que no es de gran ayuda para los más humildes. En ese sentido, no es progresivo. Pero se compensa por el lado del gasto público, porque los ciudadanos con mayores rentas son menos, y participan en una menor proporción en las prestaciones sanitarias y públicas. Este supone un tipo de progresividad impositiva más sostenible.

— La desigualdad se hereda con facilidad. ¿Esto se puede regular a través de los tributos?

— En Noruega se ha investigado el efecto que tiene heredar una gran fortuna y se ha concluido que hace a esos ciudadanos menos productivos. Trabajan menos, porque claro… ¡se van a la playa! El filántropo estadounidense Andrew Carnegie decía que era contrario a legar una gran fortuna familiar. Por eso puede ser positivo gravar de forma considerable esas transmisiones de riqueza familiar. Se trata de algo simbólico, porque en realidad lo que se recauda a través de estos impuestos supone una proporción muy pequeña de las partidas sociales, pero se lanza el mensaje de que quieres un país en el que la gente se haga a sí misma. Sin embargo, en el caso de las pequeñas herencias no creo que sea tan importante, soy partidario de impuestos bajos.

— Hay casos de empresas tecnológicas que se las arreglan para no pagar casi impuestos

— No es que dejen de pagar impuestos. Solo una parte. Pero es cierto que hay casos realmente escandalosos. En general, es difícil controlar los movimientos de algunas compañías, sobre todo si actúan en paraísos fiscales. Los responsables del fisco y las empresas van desarrollando nuevas técnicas en respuesta a la desarrollada por el otro. Es como una carrera entre la policía y los ladrones. Yo espero que los responsables fiscales no se queden completamente atrás y que sean capaces de limitar este tipo de obscenidades.

Pérfil:

Nombre: Peter H. Lindert 

Profesión: Economista especializado en desigualdad

Defensor de inversión inteligente

Es catedrático de la Universidad de California y expresidente de la Asociación Americana de Historia Económica, además de un entusiasta defensor del gasto social como motor de crecimiento y eficiencia de los países. El estadounidense ha escrito también varios libros sobre cómo el Estado del bienestar puede favorecer la productividad de una economía.

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Yo, yo y solo yo, la sociedad cada vez más narcisista

El consumismo rampante, la autopromoción en redes sociales, la búsqueda de fama a cualquier precio: el nuevo narcisismo.

/ 2 de abril de 2017 / 04:00

Fue el bello y vanidoso Narciso, personaje de la mitología griega incapaz de amar a otras personas que murió por enamorarse de su propia imagen, quien inspiró el término narcisista. El concepto fue luego reinterpretado por Freud, el primero que describió el narcisismo como una patología. Y en los 70, el sociólogo Christopher Lasch convirtió la enfermedad en norma cultural: determinó que la neurosis y la histeria que caracterizaban a las sociedades de principios del siglo XX habían cedido el paso al culto al individuo y la búsqueda fanática del éxito personal y el dinero. Un nuevo mal dominante. Casi cuatro décadas después ha cobrado fuerza la teoría de que la sociedad occidental actual es todavía más narcisista.

Este comportamiento parece expandirse como una plaga en la sociedad contemporánea, tanto a nivel individual como colectivo. Y no solo entre los adolescentes y jóvenes que inundan las redes sociales. “El desorden narcisista de la personalidad —un patrón general de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía— sigue siendo un diagnóstico bastante raro, pero las cualidades narcisistas están ciertamente en alza”, explica la psicóloga Pat MacDonald, autora del trabajo Narcisismo en el mundo moderno. “Basta con observar el consumismo rampante, la autopromoción en las redes sociales, la búsqueda de fama a cualquier precio y el uso de la cirugía para frenar el envejecimiento”, añade.

Las investigaciones realizadas a partir de 2009 por Jean Twenge, de la Universidad Estatal de San Diego, son una de las principales referencias para las hipótesis más catastrofistas. Tras estudiar a miles de estudiantes estadounidenses, la psicóloga proclamó que estos comportamientos habían crecido “al mismo ritmo que la obesidad desde 1980”, que había alcanzado niveles de epidemia. Twenge ha publicado dos libros —Epidemia narcisista, con Keith Campbell, de la Universidad de Georgia, y Generación yo— en los que afirma que los adolescentes del siglo XXI se “creen con derecho a casi todo, pero también son más desgraciados”.

Los rasgos narcisistas no siempre son fáciles de reconocer y, con moderación, no tienen por qué ser un problema. Son comportamientos egoístas, poco empáticos, a veces un tanto exhibicionistas, de personas que quieren ser el centro de atención, ser reconocidas socialmente, que suelen resistirse a admitir sus fallos o mentiras y que se creen extraordinarias (aunque su autoestima, en algunos casos, sea en realidad baja). Un estridente ejemplo, contado por Twenge, es el de una adolescente que, en un reality de la MTV, justificó el corte de una calle para celebrar su fiesta de cumpleaños, a pesar de que había un hospital en medio, al grito de: “¡Mi cumpleaños es más importante!”.

Fue el bello y vanidoso Narciso, personaje de la mitología griega incapaz de amar a otras personas que murió por enamorarse de su propia imagen, quien inspiró el término narcisista.

En otras ocasiones este tipo de comportamiento es más sutil, más común y, a veces, más dañino. Es esa persona que exige una atención extrema a sus comentarios y problemas y, si no la consigue, concluye que es diferente de los demás y que nunca recibe el respeto que merece. O un jefe encantador que de repente te hace sentir culpable por un proyecto fracasado que fue idea suya. “Para tapar sus problemas, una persona con alto nivel de narcisismo suele buscar a una o dos víctimas cercanas, no necesita más, pero les puede hacer la vida imposible”, asegura el psicoanalista francés Jean-Charles Bouchoux, autor de Los perversos narcisistas, que acaba de ser traducido al español y que ha vendido más de 250.000 ejemplares solo en Francia. “Hay un incremento del narcisismo, porque ahora la imagen cuenta más que lo que hacemos y queremos alcanzar muchos hitos sin esfuerzo”, opina.

Abundan los casos en política —es difícil navegar por internet sin ver el nombre de Donald Trump asociado al narcisismo— y en televisión. El tema fascina, como muestran los índices de audiencia de los realities. Quizá la principal novedad son las redes sociales, lugar donde millennials (nacidos entre 1980 y 1997) y no tan millennials, famosos y no tan famosos, transforman lo mundano en extraordinario. Cada día se suben a Instagram 80 millones de fotografías, con más de 3.500 millones de likes: “Yo, comiendo”, “Yo, con mi mejor amiga”. “Yo, en un nuevo bar”. En Facebook, millones de usuarios ofrecen detalles de su vida al mundo. ¿Nos está convirtiendo internet, no solo en espectadores pasivos, sino en narcisistas ávidos de notoriedad fácil, obsesionados por conseguir amigos virtuales y por el impacto de nuestros posts?

Pero atención a las “autofotos”. No todos los que se hacen una selfi son narcisistas, pero un estudio realizado por Daniel Halpern y Sebastián Valenzuela, de la Pontificia Universidad Católica de Chile, concluye que los individuos que se sacaron más fotos durante el primer año de la investigación mostraron un alza del 5% del nivel de narcisismo el segundo año. “Las redes sociales pueden modificar la personalidad. Autorretratarse, cuando uno es narcisista, alimenta ese comportamiento”, explica por teléfono Halpern. “En las redes podemos mostrarnos como queremos que nos vean. Esa imagen perfecta que creemos que los demás tienen de nosotros puede alterar la que tenemos nosotros de nosotros mismos”, advierte. Tener impacto en las redes puede generar dependencia y también temor (el miedo a no ser el centro, al vacío de un post sin apenas me gusta). Además, el narcisismo creciente mueve dinero. Un reciente informe de Bank of America Merrill Lynch calcula que el consumo relacionado con los productos que nos hacen sentir mejor y hacen posible un aspecto a prueba de selfis —llamado vanity capital— mueve en el mundo 3,7 billones de dólares. La firma, en su cálculo, incluye coches y artículos de lujo, operaciones estéticas, vinos de calidad o cosméticos.

Ahora la imagen cuenta más que lo que hacemos y queremos alcanzar muchos hitos sin mayor esfuerzo.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La intrépida carrera de logros personales que se exige a jóvenes y adultos explica parte del ansia narcisista. “La sociedad es hiperdemandante e hi­perexigente. Ahora, por ejemplo, hay que tener muchos amigos, vivimos hiperconectados. Mi padre no tenía amigos, tenía a su familia, y era feliz”, dice Rafael Santandreu, psicólogo y autor de Ser feliz en Alaska, que vincula el narcisismo —y la frustración que genera— con la depresión, la ansiedad y la agresividad.

Hay causas que nacen en la infancia. Las teorías de Twenge han tocado un nervio cultural al culpar a padres y educadores de haber criado a una generación de narcisos diciéndoles lo especiales que son sin importar sus logros. Un estudio europeo publicado en 2015 en la revista PNAS argumenta que el narcisismo está vinculado a una educación parental que sobrevalora por sistema a los hijos. “Se les alaba en exceso y, con el tiempo, los niños se creen únicos”, explica uno de sus autores, Eddie Brummelman, del Instituto de Investigación para el Desarrollo Infantil de la Universidad de Áms­terdam. “Se confunde autoestima con narcisismo. Lo que hay que cultivar es la autoestima, que se consigue con cariño, apoyo, atención y límites”.

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