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brasil: advertencia a la navegación democrática

/ 15 de enero de 2023 / 09:48

El intento de golpe de Estado en Brasil es un aviso. Los demócratas de todo el mundo deben tomarlo muy en serio.

DIBUJO LIBRE

Lo que ocurrió en Brasilia el pasado día 8, una semana después de la toma de posesión del presidente Lula da Silva, es un acontecimiento que solo tomó por sorpresa a quienes no quisieron o no pudieron informarse de sus preparativos, ampliamente difundidos en las redes sociales. La ocupación violenta de las sedes del Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial y de los espacios aledaños, así como la depredación de los bienes públicos de estos edificios por parte de manifestantes de extrema derecha, constituyen actos de terrorismo planeados y minuciosamente organizados por sus cabecillas. Se trata, por tanto, de un acontecimiento que pone en serio peligro la supervivencia de la democracia brasileña y que, por la forma en que sucedió, puede amenazar mañana otras democracias en el continente y en el mundo. Conviene, pues, analizarlo a la luz de su importancia. Las principales características y lecciones son las siguientes:

1. El movimiento de extrema derecha es global y sus acciones a escala nacional se benefician de experiencias antidemocráticas extranjeras y a menudo actúan en alianza con ellas. Es conocida la articulación de la extrema derecha brasileña con la extrema derecha estadounidense. El conocido portavoz de esta última, Steve Bannon, es amigo personal de la familia Bolsonaro y desde 2013 ha sido una figura tutelar de la extrema derecha brasileña. Además de las alianzas, las experiencias de un país sirven de referencia a otro y constituyen un aprendizaje. La invasión de la plaza de los Tres Poderes en Brasilia es una copia “mejorada” de la invasión del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, pues aprendió de ella y trató de hacerlo mejor. Fue organizada con más detalle, procuró traer a mucha más gente a Brasilia y utilizó varias estrategias para hacer que la seguridad pública democrática sintiese que nada anormal sucedería. Los cabecillas tenían como objetivo ocupar Brasilia con al menos un millón de personas, sembrar el caos y permanecer el tiempo necesario para permitir la intervención militar que pusiese fin a las instituciones democráticas.

2. Se pretende hacer creer que se trata de movimientos espontáneos. Por el contrario, están organizados y tienen una profunda capilaridad en la sociedad. En el caso brasileño, la invasión de Brasilia se organizó desde diferentes ciudades y regiones del país y en cada una de ellas había líderes identificados con un número de teléfono para poder ser contactados por los adherentes. La participación podía adoptar muchas formas. Quienes no pudiesen viajar a Brasilia, tenían misiones que cumplir en sus localidades, bloqueando la circulación de combustibles y el abastecimiento de los supermercados. El objetivo era crear caos por la carencia de productos esenciales. Algunos recordarán las huelgas de camioneros que precipitaron la caída de Salvador Allende y el fin de la democracia chilena en septiembre de 1973. A su vez, el caos en Brasilia tenía objetivos precisos. Fue asaltada la sala del Gabinete de Seguridad Institucional, ubicada en el sótano del Palacio de Planalto, donde fueron robados documentos confidenciales y armamento de alta tecnología, lo que demuestra que hubo entrenamiento y espionaje. También se encontraron cinco granadas en el Supremo Tribunal Federal y el Congreso Nacional.

3. En los países democráticos, la estrategia de extrema derecha se basa en dos pilares: a) invertir fuertemente en las redes sociales para ganar las elecciones con el objetivo de, si las gana, no usar el poder democráticamente ni dejarlo democráticamente. Así fue con Donald Trump y con Jair Bolsonaro como presidentes. b) En el caso de que no prevea ganar, comenzar a cuestionar desde antes la validez de las elecciones y declarar que no acepta ningún otro resultado que no sea su victoria. El programa mínimo es perder por un pequeño margen para hacer más creíble la idea del fraude electoral. Fue lo que ocurrió en las últimas elecciones en Estados Unidos y en Brasil.

4. Para tener éxito, este ataque frontal a la democracia necesita contar con el apoyo de aliados estratégicos, tanto nacionales como extranjeros. En el caso de los apoyos nacionales, los aliados son fuerzas antidemocráticas, tanto civiles como militares, instaladas en el aparato de gobierno y de la administración pública que, por acción u omisión, facilitan las acciones de los rebeldes. En el caso brasileño, es particularmente clamorosa la connivencia, la pasividad e incluso la complicidad de las fuerzas de seguridad del Distrito Federal de Brasilia y de sus dirigentes. Con el agravante de que esta región administrativa, por ser sede del poder político, recibe cuantiosos ingresos federales con el propósito específico de defender las instituciones. En el caso brasileño, es escandaloso también que las Fuerzas Armadas se hayan mantenido en silencio, sobre todo cuando era conocido el propósito de los organizadores de crear el caos para provocar su intervención.

Por otro lado, las Fuerzas Armadas toleraron la instalación de campamentos de manifestantes frente a los cuarteles, un área de seguridad militar, y que permanecieran allí durante dos meses. Fue así como la idea del golpe prosperó en las redes sociales. En este caso, el contraste con Estados Unidos es flagrante. Cuando se produjo la invasión del Capitolio, los jefes militares estadounidenses hicieron cuestión de subrayar su defensa de la democracia. En este sentido, el nombramiento del nuevo ministro de Defensa, José Múcio Monteiro, que parece apostado en una buena y reverente relación con los militares, no augura nada bueno. Es un ministro problemático después de todo lo que ha sucedido. Brasil está pagando un precio muy alto por no haber castigado los crímenes y a los criminales de la dictadura militar (1964-1985), teniendo en cuenta que algunos crímenes ni siquiera prescribieron. Esto fue lo que permitió al expresidente Bolsonaro elogiar a la dictadura, rendir homenaje a los militares torturadores y designar militares, algunos fuertemente comprometidos con la dictadura, en importantes cargos de un gobierno civil y democrático. Solo así se explica por qué hoy se habla del peligro de un golpe militar en Brasil, pero no en Chile o en Argentina. Como es sabido, en estos dos países los responsables de los crímenes de la dictadura militar fueron juzgados y penados.

5. Además de los aliados nacionales, los aliados extranjeros son cruciales. Trágicamente, en el continente latinoamericano, Estados Unidos ha sido tradicionalmente el gran aliado de los dictadores, cuando no directamente el instigador de golpes de Estado contra la democracia. Resulta que, esta vez, Estados Unidos estaba del lado de la democracia y eso hizo toda la diferencia en el caso de Brasil. Estoy convencido de que, si Estados Unidos hubiera dado las habituales señales de aliento a los aspirantes a dictadores, hoy estaríamos frente a un golpe consumado. Desgraciadamente, a la luz de una historia de más de cien años, esta posición estadounidense no se debe a un repentino celo por la defensa internacionalista de la democracia. La posición de Estados Unidos estuvo estrictamente determinada por razones internas. Apoyar el bolsonarismo de extrema derecha en Brasil sería dar fuerza a la extrema derecha trumpista estadounidense, que sigue creyendo que la elección de Joe Biden fue el resultado de un fraude electoral y que Donald Trump será el próximo presidente de Estados Unidos. De hecho, preveo que mantener una extrema derecha fuerte en Brasil será importante para los propósitos de la extrema derecha estadounidense en las elecciones de 2024. Es de esperar que la intención sea crear una situación de ingobernabilidad que dificulte al máximo la actuación del presidente Lula da Silva en los próximos años. Para que esto no suceda, es necesario que los golpistas y depredadores sean severamente castigados. Y no solo ellos, sino también sus mandantes y financistas.

6. Para garantizar la sostenibilidad de la extrema derecha es necesario tener una base social, disponer de financiadores-organizadores y de una ideología lo suficientemente fuerte como para crear una realidad paralela. En el caso de Brasil, la base social es amplia, dado el carácter excluyente de la democracia brasileña, que hace que amplios sectores de la sociedad se sientan abandonados por los políticos democráticos. Brasil es una sociedad con gran desigualdad socioeconómica, agravada por la discriminación racial y sexual. El sistema democrático potencia todo esto hasta el punto de que el Congreso brasileño es más una caricatura cruel que una representación fiel del pueblo brasileño. Si no es objeto de una profunda reforma política, eventualmente será completamente disfuncional. En estas condiciones, existe un amplio campo de reclutamiento para las movilizaciones de extrema derecha. Obviamente, la gran mayoría de los que participan en ellas no son fascistas. Solo quieren vivir con dignidad y no creen que esto sea posible en democracia. En cuanto a los financiadores-organizadores, parecen ser, en el caso de Brasil, sectores del bajo capital industrial, agrario, armamentista y de servicios que se beneficiaron del (des)gobierno bolsonarista o con cuya ideología se identifican más.

En lo que se refiere a la ideología, parece asentarse sobre tres pilares principales. En primer lugar, el reciclaje de la vieja ideología fascista, es decir, la lectura reaccionaria de los valores de Dios, Patria y Familia, a los que ahora se suma la Libertad. Se trata sobre todo de defender incondicionalmente la propiedad privada para así, con eso: a) poder invadir y ocupar la propiedad pública o comunitaria (territorios indígenas); b) defender efectivamente la propiedad, lo que implica armar a las clases propietarias; c) tener legitimidad para rechazar cualquier política ambiental; y, d) rechazar los derechos reproductivos y sexuales, en particular el derecho al aborto y los derechos de la población LGBTIQ+. En segundo lugar, la ideología implica la necesidad de crear enemigos a destruir. Los enemigos tienen varias escalas, pero la más global (y abstracta) es el comunismo. Cuarenta años después de que, al menos en el hemisferio Occidental, han desaparecido los regímenes y partidos que defienden la implantación de sociedades comunistas, éste sigue siendo el fantasma contradictoriamente más abstracto y más real. Para entender esto es necesario tener en cuenta el tercer pilar de la ideología de extrema derecha: la creación incesante y capilar en el tejido social de una realidad paralela, inmune a la confrontación con la realidad real, llevada a cabo por las redes sociales y por las religiones reaccionarias (iglesias evangélicas neopentecostales y católicas antipapa Francisco) que vinculan fácilmente el comunismo y el aborto y así infunden un miedo abisal en poblaciones indefensas, todo ello facilitado por el hecho de que hace tiempo que éstas perdieron la esperanza de tener una vida digna.

El intento de golpe de Estado en Brasil es un aviso a la navegación. Los demócratas brasileños, latinoamericanos, estadounidenses y, en última instancia, de todo el mundo deben tomar esta advertencia muy en serio. Si no lo hacen, mañana los fascistas no se limitarán a tocar la puerta. Seguramente irrumpirán sin ceremonia para entrar.

(*) Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

(*)boaventura de sousa santos es sociólogo, portugués (*)

1932: ¿dentro de siete años?

Las tensiones en el mundo se van incrementando y la guerra emerge en el horizonte, como una suerte de fatalidad.

/ 15 de octubre de 2023 / 06:36

Dibujo libre

¿A cuántos años estamos de una nueva guerra mundial? 1932 no era un año de paz. Por el contrario, había varias guerras en el mundo: la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-1935), la guerra de Leticia entre Colombia y Perú (1932-1933), la invasión de Manchuria por Japón (1931-1932), la guerra entre el Tíbet y China (1930-1932), además de muchas guerras civiles. Pero el espectro de una nueva guerra mundial avanzaba en el por entonces centro del mundo, Europa. 

En 1932, el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la Liga de Naciones hizo un llamamiento a los intelectuales para que intercambiaran opiniones sobre «los problemas que la civilización enfrentaba». Uno de los primeros intelectuales contactados fue Albert Einstein, quien eligió a Sigmund Freud como su interlocutor. En su carta, Einstein abordó el problema de la guerra y planteó algunas preguntas. ¿Es posible liberar a la humanidad de la amenaza de la guerra? Reconociendo que la abrumadora mayoría de la población desea vivir en paz, se preguntaba: ¿cómo es posible que la voluntad de una pequeña minoría prevalezca sobre la voluntad de la mayoría? ¿Qué artimañas utiliza esta minoría para despertar un entusiasmo salvaje por la guerra hasta el punto de justificar el sacrificio de vidas? ¿Por qué los estratos más cultos, la llamada «Intelligentsia», son los más vulnerables a estas desastrosas sugestiones colectivas?

Freud, que ya había abordado el tema de la guerra, respondió con una extensa carta. Típicamente freudiana, su respuesta es compleja: hace referencia a la relación dialéctica entre el derecho y la violencia, a la imposibilidad de generalizar sobre la guerra y a la precariedad de las soluciones, ya sean pacíficas o bélicas. También menciona la coexistencia de dos instintos contrarios, pero mutuamente necesarios: el instinto erótico de preservar la vida y el instinto agresivo de destruirla. Después Freud pregunta: «¿Por qué usted, yo y tantos otros estamos visceralmente en contra de la guerra?». La ciencia no es suficiente para responder. Son los horrores de la guerra los que hacen que él y Einstein sean pacifistas. La guerra es la negación más cruda de la civilización. Reconociendo que su esperanza es utópica (y tal vez desesperada), Freud concluye que solo el progreso de la civilización podrá liberar a la humanidad del horror de la guerra.

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Casi un siglo después, la conclusión a la que nos vemos obligados a llegar es una de dos: o bien no ha habido progreso alguno en la civilización y, por el contrario, hemos retrocedido, dado lo delirante del camino hacia la guerra; o, perversamente, es el propio progreso de este tipo de civilización lo que cada vez más nos lleva a la guerra y la destrucción. En suma, el argumento civilizatorio no nos ayuda. De ahí el interés en escuchar otras voces que en el mismo período se angustiaban ante la posibilidad de una nueva guerra, poco tiempo después de que otra hubiera terminado dejando un inmenso rastro de destrucción. 

En ese mismo período, Romain Rolland, que ya se había alzado (casi en solitario entre los intelectuales franceses) en contra de la Primera Guerra Mundial, vislumbró un nuevo peligro de guerra en el horizonte, en la idea de una “Paneuropa”, la idea de la unión de Europa que excluía a Rusia y avanzaba ciegamente hacia la guerra, tal y como en 1914. En un texto titulado «Europa, ¡ensánchate o mueres!», Rolland denuncia una prensa vendida a los intereses del capital y de la guerra, y se burla de los corifeos del himno «Europa, mi patria», entre los cuales podemos reconocer a los predecesores de Josep Borrell.

Surge un nuevo tipo de nacionalismo que, tras haber humillado a Alemania en 1919 mediante el Tratado de Versalles, aspira a desarrollarse sin la colaboración de Rusia y se cierra al emergente mundo asiático. Al examinar las reflexiones de Rolland y contemplar la situación actual, es innegable concluir que ya hemos visto esta película antes. Y al igual que Rolland hace un siglo, si esta es la Europa en gestación, ¡hoy me declaro antieuropeo!

El sentimiento de impotencia, claramente evidente en la correspondencia entre Einstein y Freud, está igualmente presente en Rolland cuando lamenta que los intelectuales franceses, después de un breve período de valentía cívica durante el caso Dreyfus (1894-1906), se hayan retirado a un silencio cómplice, cuando no a la apología de la locura oficializada como política europea. Unas décadas más tarde, la Unión Europea comenzó a seducir a los intelectuales para que guardaran un silencio celebratorio. Hoy, si quieren romper el silencio, son silenciados.

Al igual que hoy, el espectro de la guerra se asoció con el espectro del fascismo. Y aquí también las analogías entre ambos períodos, separados por casi un siglo, son aterradoras. El espectro del fascismo fue lo que más insidiosamente eludió a los intelectuales, incluidos los mejores. 

Hoy de nuevo, entre la guerra y el fascismo

La historia no se repite, pero los humanos se esfuerzan por hacerlo. Y se esfuerzan tanto que lograron añadir un nuevo espectro a los dos que había el siglo pasado, que hace que éstos sean aún más aterradores. Me refiero a la inminente catástrofe ecológica. Es un triángulo de la muerte, un triángulo sin enigma ni esperanza, a diferencia del triángulo masónico (sin propaganda para la masonería). Recientemente, al rendir homenaje a un antiguo líder nazi de Ucrania, el Parlamento canadiense combinó la apología del fascismo con la apología de la guerra. Al hipotecar su futuro en una guerra eterna que le encomendaron, Europa ha perdido para siempre el liderazgo en la transición climática. Por el contrario, Europa se convirtió en un enorme laboratorio de pruebas de nuevas tecnologías bélicas. En un artículo reciente de la revista del ejército estadounidense sobre las lecciones de la guerra de Ucrania, se hace un llamado a una “inflexión estratégica” resultante, entre otros factores, de la falta de combatientes para reemplazar a los que mueren. Según los autores, se estima que se producen 3.600 “ocurrencias” diarias (entre muertos, heridos y enfermos) y que a este ritmo será imposible mantener un nivel adecuado de combatientes. La solución pasa por el uso de la inteligencia artificial, en combates terrestres con vehículos no tripulados. ¿Será este el tipo de experimentación tecnológica que marcará el futuro de Europa?

(*)boaventura de sousa santos es sociólogo

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¿Adiós a Europa?

Solo fortaleciendo la democracia en Europa se puede contener el conflicto entre Rusia y Ucrania.

/ 12 de febrero de 2023 / 07:39

DIBUJO LIBRE

Un nuevo-viejo fantasma se cierne sobre Europa: la guerra. El continente más violento del mundo en términos de muertes en conflictos bélicos en los últimos cien años (para no retroceder en el tiempo e incluir las muertes sufridas en Europa durante las guerras religiosas y las muertes infligidas por europeos a los pueblos sometidos al colonialismo), se encamina hacia un nuevo conflicto bélico que puede ser aún más fatal, ochenta años después del conflicto hasta ahora más violento, con cerca de ochenta millones de muertos: la Segunda Guerra Mundial. Todos los conflictos anteriores comenzaron aparentemente sin una razón fuerte, era opinión común que durarían poco tiempo y, al comienzo, la mayoría de la población acomodada siguió haciendo su vida normal, yendo de compras y al cine, leyendo la prensa, disfrutando de las vacaciones y de amenas conversaciones en terrazas sobre política y cotilleo. Siempre que surgía un conflicto violento localizado, la convicción dominante era que se resolvería localmente. Por ejemplo, muy poca gente (incluidos los políticos) pensó que la guerra civil española (1936-1939) y quinientos mil muertos serían la antesala de una guerra mayor, la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que las condiciones estuviesen presentes. Aun sabiendo que la historia no se repite, es legítimo preguntarse si la actual guerra entre Rusia y Ucrania no es el preludio de una nueva guerra mucho mayor.

Se acumulan señales de que un peligro mayor puede estar en el horizonte. A nivel de la opinión pública y del discurso político dominante, la presencia de este peligro se presenta mediante dos síntomas opuestos. Por un lado, las fuerzas políticas conservadoras no solo detentan la iniciativa ideológica, sino también una presencia privilegiada en los medios de comunicación. Son polarizadoras, enemigas de la complejidad y de la argumentación serena, usan palabras extremadamente agresivas y hacen encendidos llamamientos al odio. No les perturba el doble rasero con el que comentan los conflictos y la muerte (por ejemplo, entre muertos en Ucrania y en Palestina), ni la hipocresía de apelar a valores que desmienten con sus prácticas (denuncian la corrupción de los adversarios para esconder la suya). En esta corriente de opinión conservadora se mezclan cada vez más posiciones de derecha y de extrema derecha, y el mayor dinamismo (agresividad tolerada) proviene de estas últimas.

Este dispositivo pretende inculcar la idea del enemigo a destruir. La destrucción por las palabras predispone a la opinión pública a la destrucción por los actos. A pesar de que en democracia no hay enemigos internos sino solo adversarios, la lógica de la guerra se traslada insidiosamente a supuestos enemigos internos, cuya voz ante todo debe ser silenciada. En los Parlamentos, las fuerzas conservadoras dominan la iniciativa política, mientras que las fuerzas de izquierda, desorientadas o perdidas en laberintos ideológicos o en cálculos electorales incomprensibles, giran en torno a un defensismo tan paralizante como incomprensible. Como en la década de 1930, la apología del fascismo se hace en nombre de la democracia; la apología de la guerra se hace en nombre de la paz.

Pero este clima político-ideológico está marcado por un síntoma opuesto. Los observadores o comentaristas más atentos se dan cuenta del fantasma que acecha la sociedad y convergen de modo sorprendente en sus preocupaciones. Recientemente me he sentido identificado con algunos análisis de comentaristas que siempre he reconocido como pertenecientes a una familia política diferente a la mía, es decir, comentaristas de derecha moderada. Lo que tenemos en común entre nosotros es la subordinación de las cuestiones de la guerra y la paz a los asuntos de la democracia. Podemos diferir en lo primero y coincidir en lo segundo. Por la sencilla razón de que solo el fortalecimiento de la democracia en Europa puede conducir a la contención del conflicto entre Rusia y Ucrania e, idealmente, a su solución pacífica. Sin una democracia vigorosa, Europa caminará, sonámbula, hacia su destrucción.

¿Estamos a tiempo para evitar la catástrofe? Me gustaría decir que sí, pero no puedo. Los signos son muy preocupantes. Primero, la extrema derecha crece globalmente impulsada y financiada por los mismos intereses que se reúnen en Davos para salvaguardar sus negocios. En los años 30 del siglo pasado, tenían mucho más miedo al comunismo que al fascismo; hoy, sin la amenaza comunista, temen la revuelta de las masas empobrecidas y proponen como única respuesta la represión violenta, policial y militar. Su voz parlamentaria es la de la extrema derecha. La guerra interna y la guerra externa son dos caras de un mismo monstruo y la industria armamentística se beneficia por igual de ambas.

En segundo lugar, la guerra de Ucrania parece más confinada de lo que realmente es. El flagelo actual, que azota las llanuras donde hace ochenta años murieron tantos miles de personas inocentes (principalmente judíos), tiene las dimensiones de un autoflagelo. Rusia hasta los Urales es tan europea como Ucrania, y con esta guerra ilegal, además de vidas inocentes, muchas de ellas de habla rusa, está destruyendo la infraestructura que ella misma construyó cuando era la Unión Soviética. La historia y las identidades étnicoculturales entre los dos países están mejor entrelazadas que con otros países que anteriormente ocuparon Ucrania y ahora la apoyan. Tanto Ucrania como Rusia necesitan mucha más democracia para poder poner fin a la guerra y construir una paz que no las deshonre.

Europa es mucho más vasta de lo que parece desde Bruselas. En el Cuartel General de la Comisión Europea (o de la OTAN, que es lo mismo) prevalece la lógica de la paz según el Tratado de Versalles de 1919, y no la del Congreso de Viena de 1815. La primera humilló a la potencia vencida (Alemania) y la humillación condujo a la guerra veinte años después; la segunda honró a la potencia vencida (la Francia napoleónica) y garantizó un siglo de paz en Europa. La paz según Versalles presupone la derrota total de Rusia, tal como la imaginó Hitler cuando invadió la Unión Soviética en 1941 (Operación Barbarroja). Incluso admitiendo que esto ocurra al nivel de la guerra convencional, es fácil predecir que si la potencia perdedora tiene armas nucleares, no dejará de usarlas. Será el holocausto nuclear. Los neoconservadores norteamericanos ya incluyen esta eventualidad en sus cálculos, convencidos en su ceguera de que todo sucederá a miles de kilómetros de sus fronteras. America first… and last. Es muy posible que ya estén pensando en un nuevo Plan Marshall, esta vez para almacenar los desechos atómicos acumulados en las ruinas de Europa.

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Sin Rusia, Europa es la mitad de sí misma, económica y culturalmente. La mayor ilusión que la guerra de información ha inculcado a los europeos en el último año es que Europa, una vez amputada de Rusia, podrá restaurar su integridad con el trasplante de Estados Unidos. Justicia sea hecha a los Estados Unidos: cuidan muy bien sus intereses. La historia muestra que un imperio en declive siempre busca arrastrar consigo sus esferas de influencia para retrasar la decadencia. ¿Y si Europa supiese cuidar de sus intereses?

(*) Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.

(*)Boaventura De Sousa Santos es sociólogo, portugués (*)

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Brasil: Un gramsci colectivo

Ante la segunda vuelta entre Lula y Bolsonaro, los brasileños están con la razón pesimista, pero la voluntad optimista.

/ 23 de octubre de 2022 / 06:37

DIBUJO LIBRE

En diciembre de 1929, Antonio Gramsci escribió en la prisión a la que había sido confinado por el fascismo italiano: “No crean que me siento derrotado. Lejos de eso. Una persona que está fuertemente convencida de su fuerza moral, de su energía y voluntad y de la necesaria coherencia entre fines y medios nunca se deja abatir por estados de ánimo banales de optimismo o pesimismo. Mi estado de ánimo es una síntesis de estos dos sentimientos y los trasciende: mi razón es pesimista, pero mi voluntad es optimista. Sea cual sea la situación, me imagino lo peor que puede pasar y eso es lo que moviliza toda mi voluntad y reservas de energía para evitar que eso suceda y superar cualquier obstáculo”.

Me imagino a los demócratas brasileños en este momento como un Gramsci colectivo. Los imagino pensando para sí mismos lo que pensaba Gramsci en 1929 y reaccionando de la misma manera. Veamos, pues, dónde reside el pesimismo de la razón y dónde están las reservas de energía para el optimismo de la voluntad.

El pesimismo de la razón se deriva de los siguientes factores. En primer lugar, cuesta entender que, tras casi 700.000 muertos por COVID, muchos de ellos evitables si no fuera por la criminal negligencia del gobierno, del regreso masivo del hambre que parecía erradicada, de la degradación abisal del sistema científico y educativo, del desastre ambiental y humano producido intencionalmente en la Amazonía, del agravamiento de las desigualdades sociales y de las condiciones laborales y las sucesivas masacres de la población de la periferia, todavía es posible que 51 millones voten por Bolsonaro. Todo eso en democracia y cuando había una alternativa que traía consigo la memoria aún reciente de tiempos mejores, una memoria que era también una presencia exuberante encabezada por alguien que regresaba incólume del infierno al que había sido condenado injustamente para certificar que lo peor había pasado.

En segundo lugar, a pesar de todo esto, el ciclo de regresión conservadora y reaccionaria está lejos de agotarse y revela que se ha pegado a la piel de las prácticas sociales como un nuevo sentido común colonialista, racista y sexista. Consiste básicamente en enfrentar víctimas contra víctimas como una forma de desviar la atención sobre los verdaderos opresores. Manipula con eficacia la religiosidad popular, una religiosidad que siempre fue la fortaleza en los peores momentos y que, en otros tiempos, en lugar de paralizante y conformista, fue germen de inconformismo y resistencia.

En tercer lugar, aunque a Brasil, por su enorme tamaño, le cuesta imaginar que algún país o movimiento extranjero pueda afectarlo decisivamente, lo cierto es que la extrema derecha global, que hoy tiene en Estados Unidos sus mayores recursos financieros y tecnológicos, ve en Bolsonaro un instrumento estratégico para mantener su visibilidad internacional y facilitar el regreso de Donald Trump. Para la extrema derecha mundial, la segunda vuelta de las elecciones brasileñas son las primarias de las elecciones estadounidenses de 2024. He llamado la atención sobre las actividades de Atlas Network, financiadas inicialmente por los hermanos Koch, magnates estadounidenses reaccionarios. Hoy cuenta con 500 instituciones asociadas en 100 países para promover su ideología ultraneoliberal. Fueron importantes en el reciente rechazo al proyecto constitucional de Chile que pretendía acabar con la Constitución del dictador Pinochet y están muy activos en Brasil.

Pero Brasil, como colectivo Gramsci, no permite que ninguno de estos factores de pesimismo de la razón afecte su optimismo de la voluntad. Tal optimismo reside en imaginar lo peor que puede pasar si no se detiene pronto el ciclo conservador y en valorar lo mejor que ya se puede detectar en plena avalancha reaccionaria. No necesito detenerme en imaginar lo peor, pero es importante relacionar lo peor con sus verdaderas causas. Es necesario mostrar que los grandes prosélitos de la lucha contra la corrupción son quizás los más corruptos. También es necesario mostrar que la victoria de Bolsonaro apunta a eliminar la última institución democrática que hasta ahora no ha podido neutralizar, el Supremo Tribunal Federal (STF). Seguirá el ejemplo de Donald Trump y Viktor Orbán.

En cuanto a la valorización de lo mejor, de lo que en el presente augura un futuro prometedor, bastará destacar la fuerza de la contracorriente en la primera vuelta. Lula da Silva, con la mayor votación de la historia en una primera vuelta; la elección con casi un millón de votos del político más carismático y popular después de Lula, Guilherme Boulos; la llegada al Congreso de cinco líderes indígenas (casi todas mujeres), de las cuales la más destacada y prometedora es Sônia Guajajara; la memoria democrática que está presente en el alma brasileña cuando elige políticos y políticas que tanto contribuyeron a dar dignidad y cuerpo al espíritu de la democracia y la justicia, desde Eduardo Suplicy hasta Luiza Erundina y Marina Silva; la voluntad de ampliar la inclusión y la justicia social a las diferentes sexualidades eligiendo a Duda Salabert y Erika Hilton.

El optimismo de la voluntad no puede confundirse con la voluntad del optimismo. Tiene que traducirse en una acción alegre, constante y sin descanso en la familia, en los bares, en el trabajo, en las redes sociales, en las calles y en las plazas. De lo contrario, la indolencia de la voluntad será la razón que falta al pesimismo de la razón.

(*) Traducción de José Luis Exeni Rodríguez

(*)Boaventura De Sousa Santos es Doctor en Sociología (*)

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Las transiciones del mundo: dónde y hacia dónde

Un giro clave: del paradigma de explotación ilimitada de los recursos naturales a uno de justicia social y ecológica.

/ 28 de agosto de 2022 / 17:20

DIBUJO LIBRE

Durante los últimos cien años se ha hablado mucho acerca de transiciones entre tipos de sociedad y entre civilizaciones, y se han construido muchas teorías de la transición. Según el antropólogo francés Maurice Godelier, la transición es la fase particular de una sociedad que encuentra cada vez más dificultades en reproducir el sistema económico y social en el que se funda y comienza a reorganizarse sobre la base de otro sistema que se convierte en la forma general de las nuevas condiciones de existencia. Las transiciones más estudiadas en las ciencias sociales fueron las siguientes: de la edad media a la edad moderna, del feudalismo al capitalismo, del capitalismo al socialismo, de la dictadura a la democracia. En las últimas décadas, con el colapso de la Unión Soviética, las transiciones del socialismo de tipo soviético al capitalismo han sido muy estudiadas. Los signos de los tiempos nos obligan a pensar en dos tipos de transición aún poco estudiados: la transición de la democracia a dictaduras de nuevo tipo; y la transición de época del paradigma moderno de explotación ilimitada de los recursos naturales (la naturaleza nos pertenece) a un paradigma que promueve la justicia social y ecológica, tanto entre los humanos como entre los humanos y la naturaleza (nosotros pertenecemos a la naturaleza). La primera transición apunta a una profunda crisis de la democracia, mientras que la segunda apunta a la profunda crisis de los modelos de desarrollo económico- social que han dominado en los últimos cinco siglos. Son transiciones de signo opuesto porque, si se consuma la primera transición, es difícil imaginar que pueda ocurrir la segunda. Es bueno tener esto en cuenta, pues quien aspire a que se produzca la segunda transición tiene que luchar para que no ocurra la primera. Voy a explicar por qué.

La crisis de la democracia. El modelo de capitalismo que hoy domina es cada vez más incompatible con la democracia, incluso con la democracia de baja intensidad en la que vivimos, una democracia centrada en democratizar las relaciones políticas y dejar que sigan imperando los despotismos en las relaciones económicas, sociales, raciales, etnoculturales y de género. Me refiero a la prioridad de los mercados sobre los Estados en la regulación económica y social; la mercantilización de todo lo que puede generar ganancias, incluidos nuestros cuerpos y mentes, nuestras emociones y sentimientos, nuestras amistades y nuestros gustos; relaciones internacionales dominadas por el capital financiero y los súper ricos. El crecimiento global de las fuerzas de extrema derecha es el síntoma más visible de la profunda crisis de la democracia. Pero hay otros: la facilidad con que la guerra de la información impide el pensamiento y suscita emociones que incitan al conformismo y pasividad ante los opresores o a la rebelión contra los falsos agresores; la elección recurrente de gobernantes mediocres incapaces de gobernar y de pensar estratégicamente; el contrarreformismo conservador de los tribunales y la impunidad de los poderosos; la creación artificial de un ambiente de crisis permanente cuyos costos recaen siempre sobre las clases sociales más vulnerables; y el comportamiento de los partidos de extrema derecha que cuanto más antidemocráticos y violentos son, más suben en las encuestas. No se puede excluir la posibilidad de que el empeoramiento de la crisis socioeconómica lleve al colapso de las instituciones democráticas. Lo que sucedió en Sri Lanka el pasado 9 de julio es una advertencia perturbadora: descontenta con el costo de vida y el colapso de la economía, la multitud invadió el palacio presidencial y el presidente, incapaz de resolver los problemas del país, huyó al exterior. La desfiguración de la democracia es cada vez más evidente. Teniendo como objetivo original garantizar el gobierno de las mayorías en beneficio de las mayorías, la democracia se está convirtiendo en un gobierno de minorías en beneficio de las minorías. Si al comienzo de la invasión de Ucrania se hubiese realizado una encuesta a la opinión pública europea sobre la continuación de la guerra o la negociación inmediata de la paz, estoy seguro de que la respuesta a favor de la paz sería abrumadoramente mayoritaria. Sin embargo, ahí está la continuidad de la guerra con su innegable y, hasta ahora, única certeza: los grandes perdedores son el pueblo ucraniano y los demás pueblos europeos. Nada de esto sucederá en vano. Será bueno señalar de entrada que fueron los gobiernos más autoritarios (Hungría, Turquía) y los partidos de extrema derecha los que menos entusiasmo mostraron por el vértigo bélico y antirruso que los neoconservadores norteamericanos lograron imponer en Europa a través de una guerra de información sin precedentes. Así es como el imperialismo norteamericano, en nombre de la democracia, promueve la autocracia.

Las nuevas dictaduras que se anuncian en el horizonte no prohíben la diversidad política partidaria, más bien eliminan la diversidad ideológica entre las diferencias partidarias. No eliminan la libertad, la reducen a un menú de libertades autorizadas. No hostilizan el ejercicio de la ciudadanía, inducen a los ciudadanos a hostilizarlo o a serle indiferente. No reducen la información, la aumentan hasta el agotamiento por la repetición siempre igual y siempre diferente de lo mismo. No eliminan la deliberación política, hacen que la deliberación sea tanto más dramática cuanto más irrelevante, dejando las “verdaderas” decisiones a cargo de entidades no democráticas, ya sean Bilderberg, Google, Facebook, Twitter, BlackRock, Citigroup, deep state, etc.

La crisis ecológica y el extractivismo. Las regiones del mundo que más intensamente sufren la crisis ecológica son África, algunas islas del Pacífico y algunos países del sur de Asia (Bangladesh), pero donde más se ha discutido al respecto es en Europa y América Latina. Ante la actual ola de calor y sus consecuencias, el Secretario General de la ONU declaró recientemente que la humanidad se enfrenta a una elección existencial: “O acción colectiva o suicidio colectivo”. Ya a fines de mayo de 2020, la temperatura al norte del Círculo Polar Ártico alcanzó los 26 grados centígrados. Un poco más al sur, en Siberia —esa región del mundo que se usa como referencia de algo muy frío—, las temperaturas alcanzaron los 30°C. En 2020, el hielo oceánico glacial del Ártico experimentó la mayor disminución jamás registrada en solo un mes. Entretanto, se está construyendo un nuevo continente, el continente de los plásticos en pleno Océano Pacífico, que se extiende desde California hasta el archipiélago de Hawái. Durante muchos miles de años, los seres humanos se han concentrado en las regiones tropicales y templadas de la Tierra. Si continúa el ritmo actual de calentamiento global, entre 1.000 y 3.000 millones de personas quedarán en los próximos 50 años fuera del nicho climático donde se concentra actualmente la mayor parte de la población mundial: la parte sureste del continente asiático. Uno de los países más gravemente afectado por las inundaciones asociadas a los monzones es Bangladesh, con cerca de una cuarta parte de su territorio inundado, situación que afecta a más de cuatro millones de personas.

La injusticia ambiental es hoy una de las más graves y quizás la menos discutida. El dióxido de carbono (CO2) responsable del calentamiento global permanece en la atmósfera durante muchos miles de años. Se estima que el 40% del CO2 emitido por los humanos desde 1850 permanece en la atmósfera. Así, aunque China sea hoy el mayor emisor de CO2, lo cierto es que, si tomamos como referencia el periodo 1750-2019, Europa es responsable del 32,6% de las emisiones, Estados Unidos 25,5%, China 13,7%, África 2,8% y Latinoamérica de 2,6%. Cada vez es más evidente que la acción colectiva pedida por Guterres no puede dejar de tener en cuenta esta dimensión de la injusticia histórica (casi siempre superpuesta a la injusticia colonial).

Los modelos de desarrollo industrial vigentes desde finales del siglo XVIII se basan en la explotación ilimitada de los recursos naturales. Sus dos versiones históricas, el capitalismo y el socialismo soviético (entre 1917 y 1991), fueron muy similares en su relación con la naturaleza. El productivismo era la otra cara del consumismo, y ambos se basaban en un crecimiento económico infinito. Europa recurrió al colonialismo y al neocolonialismo para apropiarse de los recursos naturales que le faltaban y que abundaban en otras regiones del mundo. En éstas, las élites económicas y los Estados encontraron en la intermediación de la explotación de los recursos naturales una de las principales fuentes de su poder económico. Hasta hoy. En América Latina, este modelo económico se denomina actualmente neoextractivismo para distinguirlo del extractivismo que dominó durante el período del colonialismo histórico. En este continente está abierto el debate sobre la transición de este modelo de desarrollo a otro, ecológicamente sustentable, llamado Buen Vivir, expresión traída al debate por el movimiento indígena. Es éste el que más se ha destacado en la lucha por otra concepción de la naturaleza basada en la idea de que la naturaleza es la fuente de toda vida, incluida la vida humana, y por lo tanto debe ser respetada, so pena de cometer el “suicidio colectivo” mencionado por Guterres. Una de las principales líneas de fractura dentro de las fuerzas políticas usualmente consideradas de izquierda es entre quienes quieren mantener el modelo neoextractivista para generar recursos que mejoren las condiciones de vida de la mayoría de la población empobrecida; y aquellos para quienes este modelo no solo destruye la ya precaria supervivencia de las poblaciones en las regiones donde se explotan los recursos, sino también perpetúa el poder de las élites rentistas, agrava aún más la desigualdad social y produce el desastre ecológico.

En Europa, el debate parece limitarse a las modalidades de la transición energética. Cambiar los modelos de consumo no está en el horizonte. Es una ecología de los ricos que se satisface con coches eléctricos, siempre y cuando cada familia de clase media siga teniendo dos coches, olvidando, además, que las baterías de los coches eléctricos utilizan recursos minerales no renovables (litio). Para la perspectiva dominante, es anatema reducir el consumo no esencial o proponer una economía sin crecimiento.

Mencioné anteriormente que la crisis de la democracia y la crisis ecológica están vinculadas. La guerra de Ucrania, al implicar la profundización de la crisis de la democracia, implica también la profundización de la crisis ecológica. Basta tener en cuenta cómo la crisis de la energía fósil provocada por la guerra evapora todas las buenas intenciones de la transición energética y las energías renovables. El carbón ha regresado del exilio y el petróleo y la energía nuclear se están rehabilitando. ¿Por qué es más importante perpetuar la guerra que avanzar en la transición energética? ¿Qué mayoría democrática decidió en ese sentido?

(*) Traducción de José Luis Exeni Rodríguez.

(*)Boaventura de Sousa Santos es doctor en Sociología, portugués (*)

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Occidente se contrae

Antes de 2014, el Occidente abarcaba 90% del globo; hoy se ha reducido a 21% de los países de la ONU.

/ 3 de julio de 2022 / 17:22

DIBUJO LIBRE

Lo que los occidentales llaman Occidente o civilización occidental es un espacio geopolítico que surgió en el siglo XVI y se expandió de manera continuada hasta el siglo XX. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, alrededor de 90% del globo terrestre era occidental o estaba dominado por Occidente: Europa, Rusia, las Américas, África, Oceanía y gran parte de Asia (con excepciones parciales de Japón y China). A partir de entonces Occidente comenzó a contraerse: primero con la Revolución rusa de 1917 y el surgimiento del bloque soviético; luego, a partir de mediados de siglo, con la Revolución china y los movimientos de descolonización. El espacio terrestre (y poco después, el extraterrestre) se convirtió en un campo de intensa disputa. Entretanto, lo que los occidentales entendían por Occidente se fue modificando. Comenzó como cristianismo, colonialismo, luego capitalismo e imperialismo, para irse metamorfoseando en democracia, derechos humanos, descolonización, autodeterminación, “relaciones internacionales basadas en reglas” —siempre dejando claro que las reglas las establecía Occidente y solo se cumplían cuando servían a sus intereses— y, finalmente, en globalización.

A mediados del siglo pasado, Occidente se había reducido tanto que un conjunto de países recién independizados tomó la decisión de no alinearse ni con Occidente ni con el bloque que había surgido como su rival, el bloque soviético. Así, de 1955 a 1961, se creó el Movimiento de Países No Alineados. Con el fin del bloque soviético en 1991, Occidente pareció atravesar un periodo de entusiasta expansión. Fue el tiempo de Gorbachov y su deseo de que Rusia pasara a formar parte de la “casa común” de Europa, con el apoyo del presidente Bush padre, un deseo reafirmado por Putin cuando asumió el poder. Fue un periodo histórico corto, y los acontecimientos recientes muestran que, sin embargo, el “tamaño” de Occidente ha sufrido una drástica contracción. A raíz de la guerra de Ucrania, Occidente, por iniciativa propia, decidió que solo serían occidentales quienes aplicaran sanciones a Rusia. Actualmente son alrededor del 21% de los países miembros de la ONU, que es menos del 15% de la población mundial. Si continúa por este camino, Occidente podría incluso desaparecer. Surgen varias preguntas.

¿La contracción es decadencia? Se puede pensar que la contracción de Occidente le favorece porque le permite centrarse en objetivos más realistas con más intensidad. Una lectura atenta de los estrategas del país hegemónico de Occidente, Estados Unidos, muestra, por el contrario, que, sin darse cuenta aparentemente de la flagrante contracción, manifiesta una ambición ilimitada. Con la misma facilidad con la que esperan poder reducir a Rusia (la mayor potencia nuclear) a una ruina o a un Estado vasallo, esperan neutralizar a China (en camino de ser la primera economía mundial) y provocar pronto una guerra en Taiwán (similar a la de Ucrania) con ese propósito. Por otro lado, la historia de los imperios muestra que la contracción va de la mano con la decadencia y que ésta es irreversible e implica mucho sufrimiento humano.

En la etapa actual, las manifestaciones de debilidad son paralelas a las de la fuerza, lo que vuelve el análisis muy difícil. Dos ejemplos en contraste. Estados Unidos es la mayor potencia militar mundial (aunque no ha ganado ninguna guerra desde 1945), con bases militares en, al menos, 80 países. Un caso extremo de dominación es su presencia en Ghana donde, por acuerdos establecidos en 2018, Estados Unidos utiliza el aeropuerto de Acra sin ningún tipo de control o inspección, los soldados estadounidenses ni siquiera necesitan pasaporte para entrar en el país y gozan de inmunidad extraterritorial, es decir, si cometieran algún crimen, por grave que sea, no pueden ser juzgados por los tribunales de Ghana. Por el contrario, las miles de sanciones a Rusia están, por ahora, haciendo más daño en el mundo occidental que en el espacio geopolítico que Occidente está construyendo como no occidental. Las monedas de los que parecen estar ganando la guerra son las que están más devaluadas. La inflación y la recesión que se avecina llevan al CEO de JP Morgan Chase, Jamie Dimon, a decir que se aproxima un huracán.

¿Es la contracción una pérdida de cohesión interna? La contracción en realidad puede significar más cohesión, y esto es claramente visible. El liderazgo de la Unión Europea, es decir, la Comisión, ha estado en los últimos veinte años mucho más alineado con Estados Unidos que los países que forman la Unión. Se vio con el giro neoliberal y el apoyo entusiasta a la invasión de Irak por parte de Durão Barroso y lo vemos ahora con Ursula von der Leyen transformada en subsecretaria de defensa de Estados Unidos. Lo cierto es que esta cohesión, si es eficaz en la producción de políticas, puede ser desastrosa en la gestión de sus consecuencias. Europa es un espacio geopolítico que desde el siglo XVI vive de los recursos de otros países que directa o indirectamente domina y a los que impone un intercambio desigual. Nada de esto es posible cuando el socio es Estados Unidos o sus aliados. Además, la cohesión está hecha de incoherencias: al fin y al cabo, ¿Rusia es el país con un PIB inferior al de muchos países europeos, o es una potencia que quiere invadir Europa, una amenaza global que solo se puede frenar con una inversión que ya ronda los 10 mil millones de dólares en armas y seguridad por parte de Estados Unidos en un país lejano del cual quedará poco si la guerra continúa por mucho tiempo?

¿La contracción ocurre por razones internas o externas? La literatura sobre la decadencia y el fin de los imperios muestra que, salvo casos excepcionales en los que los imperios son destruidos por fuerzas externas —como los imperios azteca e inca con la llegada de los conquistadores españoles—, generalmente dominan los factores internos, aunque el declive pueda ser precipitado por factores externos. Es difícil desentrañar lo interno de lo externo, y la identificación específica es siempre más ideológica que otra cosa. Por ejemplo, en 1964 el conocido filósofo conservador estadounidense James Burnham publicó un libro titulado El suicidio de Occidente. Según él, el liberalismo, entonces dominante en Estados Unidos, fue la ideología de este declive. Para los liberales de la época, el liberalismo era, por el contrario, la ideología que permitiría una nueva hegemonía mundial a Occidente, más pacífica y más justa. Hoy, el liberalismo murió en Estados Unidos (domina el neoliberalismo, que es su opuesto) e incluso los conservadores de la vieja guardia han sido totalmente superados por los neoconservadores. Es por eso que Henry Kissinger (para muchos, un criminal de guerra) incomodó a los prosélitos antirrusos al pedir conversaciones de paz en Davos. Sea como fuere, la guerra de Ucrania es el gran acelerador de la contracción de Occidente.

Está surgiendo una nueva generación de países no alineados, de hecho alineados con la potencia que Occidente quiere aislar: China. Los BRICS, la Organización de Cooperación de Shanghái, el Foro Económico Euroasiático son, entre otras, las nuevas caras de no-Occidente.

¿Qué viene después? No lo sabemos. Tan difícil es imaginar Occidente como un espacio subalterno en el contexto mundial como imaginarlo en una relación igualitaria y pacífica con otros espacios geopolíticos. Solo sabemos que para quienes gobiernan Occidente cualquiera de estas hipótesis es imposible o, si cabe, apocalíptica. Por ello se han multiplicado las reuniones en los últimos meses, desde el Foro Económico de Davos (mayo) hasta la más reciente reunión del grupo Bilderberg (junio). En esta última, de los 14 temas, siete tuvieron que ver directamente con los rivales de Occidente. Descubriremos lo que discutieron y decidieron siguiendo de cerca las portadas de The Economist durante los próximos meses.

(*) Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

(*)Boaventura De Sousa Santos es Doctor en Sociología, portugués (*)

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