Desde que los Minions aparecieron en la pantalla grande como los obreros del mal junto a Gru, estas criaturas amarillas han pasado a ser íconos de los estudios Universal. No es ninguna sorpresa que esto haya sucedido tomando en cuenta que el filme había alcanzado gran popularidad y que dentro de la estrategia de mercado se tenía previsto hacer una secuela en la que, si bien los Minions no son los protagonistas, han logrado ganar mayor espacio en la trama animada.
La primera entrega de Mi villano favorito (2010) presentaba a los personajes de una historia prometedora, en la que el malo de la película sufría un cambio inesperado como consecuencia de la presencia de tres lindas niñas. En la segunda entrega, recientemente estrenada en Bolivia, asistimos a un nuevo cambio en la vida de Gru.
En una nueva misión, este personaje calvo, de nariz aguileña y declarado antisocial, conoce a Lucy, una espía que cambiará su vida. Es así que la cinta llegó a acomodarse perfectamente dentro del popular género de la comedia romántica.
La conformación de una familia, núcleo de la sociedad, es uno de los mensajes manifiestos a lo largo de toda la saga. Pero lo que aquí se presenta no es la clásica formación social, como podría verse en Los increíbles (2004), sino más bien la posibilidad de entrar en diálogo con los más dispares caracteres de los individuos.
Así, Lucy se convierte en un aporte fundamental de esta nueva entrega como si fuera ella el propio espíritu de lo que es en verdad la cuestión familiar.
Con este filme, disfrutamos del entretenimiento más puro, pero también de una historia tierna y bien contada, donde ni la técnica de la animación ni los efectos son lo más importante, sino más bien la línea argumental.
Sepa más: En diferentes horarios, la película está en cartelera desde el miércoles en las salas comerciales del país.
Es posible afirmar que el año 2022 para el cine boliviano empezó el sábado 22 de enero, cuando tuvo a lugar el estreno mundial de Utama (Alejandro Loayza) durante el Festival de Sundance que se lleva a cabo en Park City (Utah, Estados Unidos). La película logró hacerse del Gran Premio del Jurado en la sección World Cinema Dramatic, en este que es considerado el festival de cine independiente más importante del mundo. Desde entonces, Utama ha cosechado más de 25 premios en diferentes festivales y en distintas categorías. Con esto el cine boliviano ha ido convocando la atención de propios y extraños ya no solo en el país, sino más allá de nuestras fronteras.
Y de pronto la arbitrariedad del tiempo no permite determinar cuándo termina o acaba un año para con estas cuestiones. Porque Utama no es “una golondrina que hace verano”, sino que forma parte de toda una camada de películas que se insertan en un contexto internacional, posicionando a Bolivia en pantallas donde había estado ausente por largo tiempo. El antecedente mayor de la película de Loayza es, sin lugar a duda, El gran movimiento (2021) de Kiro Russo, que se estrenó en septiembre del año pasado durante la Mostra de Venecia y donde consiguió el Premio Especial del Jurado en la Sección Horizontes.
Ellas dos, que sí son excepcionales por el recorrido internacional que han tenido, el cual les ha permitido tener estrenos comerciales en países de Europa —por ejemplo— y generar interés por parte de otros productores en futuros proyectos, son parte de algo mucho mayor. Se trata del apoyo a la producción audiovisual boliviana por parte del Estado.
En 2019 el Gobierno del Estado Plurinacional de Bolivia, a través del Ministerio de Planificación del Desarrollo, lanzó el Programa Intervenciones Urbanas (PIU) que entregó 9 millones de bolivianos para la producción audiovisual en el país. En esa oportunidad se presentaron 47 proyectos y fueron seleccionados ocho. El fomento que representó esto dio como resultado la finalización de películas en diversos géneros, y permitió que se pudieran beneficiar —en diferentes etapas— las producciones más diversas. Entre ellas, las dos películas ya mencionadas, como también otras producciones que forman parte de una auténtica muestra representativa de las intenciones y preocupaciones de sus realizadores.
Ante la ausencia de fondos económicos para la producción audiovisual, el impacto del PIU representa una de las más importantes decisiones políticas por desarrollar un sector siempre activo y de meritoria existencia, pero muy pocas veces respaldado institucionalmente por el Estado. La demora para con el estreno de estos títulos, muchos de los cuales debieron llegar a las pantallas en 2020, se debe a motivos circunstanciales, y fundamentalmente a lo que significó la pandemia del COVID-19 en el mundo. El resultado de las restricciones que existieron en estos años, sumado a la irresuelta situación de vulnerabilidad todavía existente frente a los contagios de las diversas variantes que prevalecen hasta hoy, han hecho que mucho de este cine sea poco visto y difundido. Toda una contradicción, parte del mejor cine boliviano de los últimos años, ha sido muy poco visto en salas comerciales o de circuito alternativo.
Óperas primas como Cuidando al sol (Catalina Razzini) o Gaspar (Diego Pino), son muestras de un cine de cuestiones más íntimas —como las relaciones familiares— y consiguen posicionarse en un lugar de privilegio dentro de las pequeñas nuevas joyas de nuestro cine. Ambas películas fueron estrenadas comercialmente en los primeros meses del año, pero pasaron inadvertidas en las carteleras locales. 98 Segundos sin sombra, adaptación del libro homónimo de Giovanna Rivero, dirigida por Juan Pablo Richter y estrenada a finales del año pasado, es otra de las películas que contó con el apoyo del PIU, también es —dentro de la filmografía de su director— una obra representativa de un cine que va consolidando su distancia con cierto centralismo andino y urbano.
Mención aparte merece el estreno de Cómo duele ser pueblo de Hugo Roncal (figura central del cine boliviano de los años 60 y 70) la cual pudo ser montada y restaurada para llegar a la pantalla grande 40 años después de su realización. Un ejercicio particular de recuperación de materiales dispersos, y su posterior puesta en valor desde sus registros originales, en una filmación (¿inconclusa?) que aporta a la comprensión de un tiempo como eslabón de los años 80 que empieza a tener en el video su tierra más fértil.
Asimismo subrayar el hecho de que durante el primer semestre del año hubo tres películas de ficción, dirigidas por mujeres, exhibiéndose simultáneamente. Se trata del largometraje de Razzini, además de La casa del sur de Karina Oroza (aún pendiente su estreno comercial) y Chicas bien de Stephanie del Carpio. Este último caso es también representativo de la buena salud de la cinematografía boliviana, porque en su condición de “independiente” y con características de “cine comercial” logró tener su estreno en las principales salas del país.
Este recuento rápido de películas bolivianas está incompleto, no solo porque hay ciertos títulos que no se consignan en esta reseña, sino también porque el audiovisual nacional ha ido evolucionando y poniéndose a tono con tendencias más actuales, es el caso de la serie documental Noviembre rojo de Verónica Córdova emitida por televisión y puesta a disposición a través de plataformas digitales, por ejemplo, además de todo el cine indígena-campesino que no ha dejado de producirse y reflexionar sobre lo que somos hoy como país desde nuestras propias comunidades.
Una película biográfica propone el retrato de alguien que tuvo alguna importancia en una sociedad o contexto determinado. La cultura popular norteamericana logró —desde el cine— representar a sus propias figuras brindándoles dimensiones de “estrellas”, la ficción entonces recupera de la realidad a ciertas personalidades y logra barnizarlas cubriéndolas de algún brillo cinematográfico (que a esta altura, y con tanta apuesta por las series para pantalla chica parece ser un valor venido a menos).
Edward Zwick dirige La jugada maestra, biopic sobre el ajedrecista norteamericano Bobby Fischer (1943-2008), y centra su historia en el denominado “match del siglo” que enfrentará a esta joven revelación del ajedrez mundial con una de las figuras soviéticas más importantes, se trata del encuentro contra Boris Spassky en Islandia (1972).
Lo que se pone en evidencia acá es la tensión mundial que se vivía entre 1960 y 1970, hablamos de la Guerra Fría y de un frente en el que no se había pensado luchar: el ajedrez. Como niño prodigio en Brooklyn, el ascenso en la carrera de Fischer está sembrado de hitos históricos, de ser siempre el primero, pero además (y esto lo presenta el filme de manera correcta) la relación con su madre y lo que puede ser “su familia”, que marca a fuego la vida misma del jugador.
Lo que se muestra como una película sobre el ajedrez termina también como un ensayo psicológico sobre un personaje alterado, esta intención consciente de mostrar la paranoia que va desarrollando Fischer en los momentos de mayor tensión incluso evidencian un divorcio consciente del personaje con toda la política nacional de su país. Hay cierta formalidad estética en la cinta que permite comprender, sin mucho truco, la angustia y el deterioro mental del gran campeón. Esto propicia una pieza sólida sobre un hombre, pero también sobre una época.
Una película biográfica propone el retrato de alguien que tuvo alguna importancia en una sociedad o contexto determinado. La cultura popular norteamericana logró —desde el cine— representar a sus propias figuras brindándoles dimensiones de “estrellas”, la ficción entonces recupera de la realidad a ciertas personalidades y logra barnizarlas cubriéndolas de algún brillo cinematográfico (que a esta altura, y con tanta apuesta por las series para pantalla chica parece ser un valor venido a menos).
Edward Zwick dirige La jugada maestra, biopic sobre el ajedrecista norteamericano Bobby Fischer (1943-2008), y centra su historia en el denominado “match del siglo” que enfrentará a esta joven revelación del ajedrez mundial con una de las figuras soviéticas más importantes, se trata del encuentro contra Boris Spassky en Islandia (1972).
Lo que se pone en evidencia acá es la tensión mundial que se vivía entre 1960 y 1970, hablamos de la Guerra Fría y de un frente en el que no se había pensado luchar: el ajedrez. Como niño prodigio en Brooklyn, el ascenso en la carrera de Fischer está sembrado de hitos históricos, de ser siempre el primero, pero además (y esto lo presenta el filme de manera correcta) la relación con su madre y lo que puede ser “su familia”, que marca a fuego la vida misma del jugador.
Lo que se muestra como una película sobre el ajedrez termina también como un ensayo psicológico sobre un personaje alterado, esta intención consciente de mostrar la paranoia que va desarrollando Fischer en los momentos de mayor tensión incluso evidencian un divorcio consciente del personaje con toda la política nacional de su país. Hay cierta formalidad estética en la cinta que permite comprender, sin mucho truco, la angustia y el deterioro mental del gran campeón. Esto propicia una pieza sólida sobre un hombre, pero también sobre una época.
En los últimos diez años Bolivia ha experimentado grandes —y complejos— cambios estructurales en lo social, lo político y sobre todo, en lo económico. Esto se hace más evidente cuando uno ve una película pensada y realizada hace más de una década. Ciertas idealizaciones concretas sobre sujetos sociales: la comunidad, y una puesta en escena de la dicotomía bien vs. mal con un sentido maniqueo tal vez podrían entorpecer el relato, pero es necesario ser consciente desde dónde, en el espacio y el tiempo, se nos está contando esta historia.
Carga sellada de Julia Vargas Weise es una ficción basada en hechos reales sucedidos en el país en 1995 (por este dato tampoco es correcto hacer una abstracción del momento donde se suceden las acciones) en pleno auge del sistema neoliberal cuando el país se lo había rifado a intereses extranjeros —eran los años de la capitalización— cuando la soberanía nacional era violada continuamente, con permiso de las autoridades locales, por los extranjeros.
Y así empieza la película, con la orden superior a un capitán de la Policía para que se haga cargo del traslado de una supuesta carga de materiales tóxicos. El capitán Mariscal tiene una nueva misión antes de ser enviado a cumplir funciones para la Policía Nacional en Washington. No hay mucho azar en el guion, que escrito por Juan Claudio Lechín destila algo de nostalgia por las glorias sindicales de la COB en diálogos que así lo recuerdan. Por eso mismo es sugerente la figura del maquinista anarquista interpretado por Luis Bredow, quien no se somete a las órdenes de un policía pero parece estar al servicio de su vieja locomotora. Bredow alcanza uno de sus mejores, o quizás el mejor, de sus papeles en el cine con este largometraje.
La reducida tropa que se hace responsable del cargamento, en la misión secreta, demuestra las fisuras al interior de la propia institución policial, y cual Poncio Pilatos los superiores se desentienden —desde La Paz y por teléfono— de sus subordinados y de todo lo relacionado con este tren fantasma que no tiene rumbo en la altipampa boliviana. Al enfrentar a la población que se encuentra en alerta empiezan las contradicciones fundamentales y la revelación de los personajes, permitiendo el desarrollo de éstos, consintiendo así hacer más compleja la trama. Pero una vez más tropezamos con la distancia en el tiempo de cuando fue pensada y realizada la película. Estos tópicos sociales a los que hace alusión el relato parecen estar alejados de cómo entendemos hoy la sociedad boliviana. El origen de los personajes, su ascendencia aymara chola, encubierta por el temor, parece ser ahora una cuestión diferente también en relación con las conquistas del poder económico de la burguesía aymara en el occidente boliviano. Por este mismo motivo, Carga sellada se convierte en un estimulante ejercicio de comparación y análisis de una época con otra.
La película condensa una época y suma referencias a nuestra cinematografía nacional. La chola, en Carga sellada, es la madre pero también es el pecado. Es mujer más allá de su vestimenta o su definición socioeconómica, pero es una mujer formada por el machismo. Es decir, no se convierte en protagonista por ser diferente a las otras mujeres, sino por ser la mujer que uno conoce, la que cuida, acompaña, la que se vuelve redentora luego del pecado. La escena que alude a la Pietá de Miguel Ángel merece un estudio mayor, tras su tono erótico se esconde el sentido mismo de la película, la composición de su imagen y la acción que sucede parece una declaración manifiesta del retorno a la madre, de la vuelta a su origen luego de la tempestad. El capitán Mariscal se entrega a los brazos de una chola que está escapando de su pueblo, que lleva el nombre de una guerrillera y que en verdad parece tener más miedos que certezas. Daniela Lema en el papel de Tania brilla con luz propia, se adueña del papel, demuestra ser una actriz con un futuro prometedor.
Se agradece el humor, en medio de todo el drama que representa estar sin rumbo en el del altiplano con un cargamento de “tierras tóxicas” buscando ramales férreos para poder cumplir la orden, es en el humor donde se aviva la historia, donde el relato se aleja de ciertos diálogos acartonados salvados por buenas interpretaciones de un elenco de lujo.
En los últimos diez años Bolivia ha experimentado grandes —y complejos— cambios estructurales en lo social, lo político y sobre todo, en lo económico. Esto se hace más evidente cuando uno ve una película pensada y realizada hace más de una década. Ciertas idealizaciones concretas sobre sujetos sociales: la comunidad, y una puesta en escena de la dicotomía bien vs. mal con un sentido maniqueo tal vez podrían entorpecer el relato, pero es necesario ser consciente desde dónde, en el espacio y el tiempo, se nos está contando esta historia.
Carga sellada de Julia Vargas Weise es una ficción basada en hechos reales sucedidos en el país en 1995 (por este dato tampoco es correcto hacer una abstracción del momento donde se suceden las acciones) en pleno auge del sistema neoliberal cuando el país se lo había rifado a intereses extranjeros —eran los años de la capitalización— cuando la soberanía nacional era violada continuamente, con permiso de las autoridades locales, por los extranjeros.
Y así empieza la película, con la orden superior a un capitán de la Policía para que se haga cargo del traslado de una supuesta carga de materiales tóxicos. El capitán Mariscal tiene una nueva misión antes de ser enviado a cumplir funciones para la Policía Nacional en Washington. No hay mucho azar en el guion, que escrito por Juan Claudio Lechín destila algo de nostalgia por las glorias sindicales de la COB en diálogos que así lo recuerdan. Por eso mismo es sugerente la figura del maquinista anarquista interpretado por Luis Bredow, quien no se somete a las órdenes de un policía pero parece estar al servicio de su vieja locomotora. Bredow alcanza uno de sus mejores, o quizás el mejor, de sus papeles en el cine con este largometraje.
La reducida tropa que se hace responsable del cargamento, en la misión secreta, demuestra las fisuras al interior de la propia institución policial, y cual Poncio Pilatos los superiores se desentienden —desde La Paz y por teléfono— de sus subordinados y de todo lo relacionado con este tren fantasma que no tiene rumbo en la altipampa boliviana. Al enfrentar a la población que se encuentra en alerta empiezan las contradicciones fundamentales y la revelación de los personajes, permitiendo el desarrollo de éstos, consintiendo así hacer más compleja la trama. Pero una vez más tropezamos con la distancia en el tiempo de cuando fue pensada y realizada la película. Estos tópicos sociales a los que hace alusión el relato parecen estar alejados de cómo entendemos hoy la sociedad boliviana. El origen de los personajes, su ascendencia aymara chola, encubierta por el temor, parece ser ahora una cuestión diferente también en relación con las conquistas del poder económico de la burguesía aymara en el occidente boliviano. Por este mismo motivo, Carga sellada se convierte en un estimulante ejercicio de comparación y análisis de una época con otra.
La película condensa una época y suma referencias a nuestra cinematografía nacional. La chola, en Carga sellada, es la madre pero también es el pecado. Es mujer más allá de su vestimenta o su definición socioeconómica, pero es una mujer formada por el machismo. Es decir, no se convierte en protagonista por ser diferente a las otras mujeres, sino por ser la mujer que uno conoce, la que cuida, acompaña, la que se vuelve redentora luego del pecado. La escena que alude a la Pietá de Miguel Ángel merece un estudio mayor, tras su tono erótico se esconde el sentido mismo de la película, la composición de su imagen y la acción que sucede parece una declaración manifiesta del retorno a la madre, de la vuelta a su origen luego de la tempestad. El capitán Mariscal se entrega a los brazos de una chola que está escapando de su pueblo, que lleva el nombre de una guerrillera y que en verdad parece tener más miedos que certezas. Daniela Lema en el papel de Tania brilla con luz propia, se adueña del papel, demuestra ser una actriz con un futuro prometedor.
Se agradece el humor, en medio de todo el drama que representa estar sin rumbo en el del altiplano con un cargamento de “tierras tóxicas” buscando ramales férreos para poder cumplir la orden, es en el humor donde se aviva la historia, donde el relato se aleja de ciertos diálogos acartonados salvados por buenas interpretaciones de un elenco de lujo.