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Tony Soprano, la cosa nostra

Gran parte de ese genio residía en esos ojos tristes”. Así recordaba el creador de Los Soprano, David Chase, a quien encarnara a su personaje más entrañable, Tony Soprano. Después de la muerte de James Gandolfini, en junio del año pasado, se reanimó el culto a la que es considerada la mejor serie de televisión. Durante seis temporadas, Gandolfini interpretó al jefe de la mafia en Nueva Jersey, personaje en el que se concentran la melancolía, la condición del poder y del hombre poderoso, la tradición de la familia como una morada de angustia y desarraigo, la obscenidad como modo de vida.

Tony Soprano es inolvidable. Desde el primer capítulo, es una personalidad de insondable rango e infinitas capas. Sentado frente a la doctora

Melfi, después de sufrir un ataque de pánico, Tony Soprano es artífice de una paradoja que terminará de revelarse solo al final de la serie: el poder a través de una sensibilidad compleja, en la que el amor, la compasión, la depresión, el exceso y la ira se tejen de formas macabras. Nada en la vida de Tony Soprano ocurre fuera del terreno de la violencia.

El ambiguo final de la serie (advertencia: damos datos sobre el desenlace) termina de consolidar la densidad del personaje, sin descubrirla o explicarla. En un restaurante de hamburguesas y aros de cebolla, Tony se sienta junto a su familia: el tiempo de la decadencia es el sello indiscutible de la última temporada, en la que la vulnerabilidad del jefe de la familia de la mafia de Nueva Jersey abre sus márgenes. Discutida hasta el día de hoy, la muerte de Tony Soprano no puede tomar lugar, ni puede ser vista, ni oída: es el signo consumado de la obscenidad.