La vigencia del maridaje y el riesgo de tener un divorcio
Combinación. El arte de casar un alimento con el vino tiene un desarrollo entre clásico y moderno.
Hace ya algunos años era yo uno de los ponentes de una mesa redonda en la que tratábamos de analizar las mejores formas de combinar y complementar la comida y la bebida; eso que todo el mundo, usando una palabra horrorosa, llama maridaje.
Todo iba más o menos bien, sin sobresaltos. Cada cual proponía uniones según sus gustos o experiencia, que se respetaba. Salió entonces a relucir el caviar. Eran tiempos en los que aún estaba autorizada la pesca del esturión, cuando el caviar no procedía todo de granjas. Uno de los ponentes proclamó las excelencias de combinar el caviar con vodka. Lo justificó en que “los rusos lo toman así”.
El más experimentado saltó inmediatamente: “sí; los rusos que no podían beber champán lo tomaban con vodka. A los que podían ni se les pasaba por la cabeza semejante combinación”.
Que, sin embargo, se puso de moda. La gente servía con el caviar un chupito de vodka, muy fría. La pareja caviar-vodka gozó de relativa popularidad, de donde se infiere sin la menor dificultad que la conocida frase de Goebbels sobre mentiras y verdades es perfectamente aplicable a la publicidad: haz una buena campaña, machaca al público con tu insistencia, y venderás lo invendible.
Hay restaurantes que ofrecen menús “con maridaje”, es decir, que con cada plato te ponen un vino distinto. A mucha gente le hace gracia. A mí lo que me hace gracia es que un sumiller (experto en vinos de los grandes restaurantes), o quien pretenda serlo, presuma y considere un mérito seleccionar ocho vinos distintos para una comida de ocho platos. Eso es lo más fácil del mundo.
Lo difícil, lo que dice mucho de un sumiller, es ser capaz de aconsejar un máximo de dos vinos para ese menú. Dos vinos que complementen bien lo sólido. Y si es uno, mejor todavía. La exhibición de muchos vinos hace que el comensal se pierda, no los disfrute, se encuentre con uno (o más) que no le hacen ninguna gracia… Un circo que parece que es en lo que algunos quieren convertir a los restaurantes, a los que hoy no se va a comer, sino a disfrutar de un espectáculo gastronómico.
La elección de un vino no es asunto de poca importancia. Conseguir una asociación perfecta entre lo sólido y lo líquido es un triunfo. No es fácil, ya digo. Hay normas, algunas de ellas completamente obsoletas. Para empezar, la que dice que con los pescados hay que beber blanco y con las carnes, tinto. ¿Con todos los pescados? ¿Con todas las carnes? ¿Cualquier vino blanco? ¿Cualquier vino tinto?
Hay parejas que acabaron por deshacerse. Hoy asociamos las ostras a un vino blanco fresco, ligero; no hace mucho tiempo se bebía tinto con las ostras, y también hubo una época en la que se puso de moda acompañar las ostras con un vino de Sauternes, licoroso, dulce. La que sigue en pie y funcionando perfectamente es la pareja ostras-champán.
Pero cada maestrillo tiene su librillo, y lo que quieren todos es que se hable de ellos. Por eso proliferan las propuestas de acoplamiento más extravagantes, más irracionales, más provocadoras, más traídas por los pelos. Parejas, de verdad, imposibles. Como mucho, ocasionales, fugaces. Pero hacen maridajes. Cómo no va a aumentar el número de divorcios.
Busquen sus propias combinaciones: serán las suyas, y serán buenas. Además, se lo pasarán estupendamente. Y tampoco pretendan que sean uniones para toda la vida. Respecto al caviar… no, vodka definitivamente no: ¿qué puede beberse después de unas copas de vodka que sepa a algo? Nada. O sea que sean clásicos y, si llega a sus manos algo de caviar, háganle los honores con su mejor acompañante: un buen champán, bien frío.