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Los juegos del hambre: Sinsajo (parte 1)

Al final de la segunda película de la saga, Katniss Everdeen hace desaparecer la arena de lucha de los juegos. Éstos se interrumpen y ella es rescatada del caos por los rebeldes. Durante el combate, Katniss se había convertido en heroína de este movimiento de lucha contra el estado de Padem. Ahora, en la tercera película, sus protectores le exigen convertirla en el rostro de esta revolución. Rostro.

Tienen que hacer unos videos promocionales para incitar a los pobladores de Padem a la subversión y ella debe estar al centro de la pantalla. El proceso es más o menos el siguiente: Katniss impone algunas condiciones, éstas son aceptadas, aparece una estilista, corre una cámara y comienza la revolución. No hay proceso más serio y en serio que éste en la cinta.

Sutil como las anteriores, la tercera entrega de la saga de Los juegos del hambre habla sobre el poder de la imagen, desde las pulsiones más exquisitas de la configuración de un héroe, del personaje de una heroína para/de la revolución.

En el presente transitorio que vive la nación de Padem, urge la emergencia de una figura, a la que todos quieran matar, besar o imitar, según Effie, la estilista de Katniss. Así, Katniss es cuerpo para un traje de guerrera de corte Juana de Arco y todo lo que hace es material para la convocatoria al levantamiento del pueblo: su voz, sus palabras, sus lágrimas, incluso una canción, cada cosa carga de sentido a una figura configurada para la imagen.

Otra vez, la saga propone un inteligente acercamiento al contexto político de la democracia: el líder político como proceso de una construcción discursiva, que aglutina los intereses y objetivos en la imagen y su virtualidad. La estrategia es el derecho a la espontaneidad: no hay guión, solo la espera de la magia que caracteriza a Katniss.

Suena cursi y obvio, porque de cierta forma lo es, pero lo que interesa, creo, es el tratamiento de esta obviedad como una visión clara sobre el contexto en el que se estrena la película. Ésta es una cinta de guerra, donde la crítica a un gobierno que envía a adolescentes a morir en el escenario de un juego televisado es clara. Sin embargo, la guerra que plantea esta producción es, sobre todo, mediática: el campo de lucha es un sistema de transmisiones y las sucesivas violaciones subversivas que debe sufrir este sistema.

La transmisión de la imagen es poder, por lo que alterar y desviar esta transmisión es el canal para que la revolución sea posible. Del otro lado, la represión de la subversión es un anuncio constante: la imagen es poder porque canaliza la amenaza, obvia, tajante y, fundamentalmente, real. La dictadura de la imagen es implacable. Por esto, atacarla es la única alternativa que hay para tomar el poder.