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Augusto Ulderico Cicaré es el creador de helicópteros

Tan ansioso estaba Augusto Ulderico Cicaré por construir un helicóptero a los 18 años que desmanteló una cama vieja de su madre para usar los fierros como esqueleto del fuselaje en un pueblito de la pampa argentina.

El primer helicóptero artesanal apenas se levantó unos centímetros del suelo. Pero lo mejoró con más potencia en el motor y aquella maravilla hecha de rezagos ¡funcionó! Tanta fue su pasión por los aparatos que vuelan a fuerza de aspas giratorias que inventó motores, simuladores de vuelo y más de una decena de modelos. Lo llenaron de premios internacionales. Y a casi 60 años de su precoz proeza es el dueño de una pequeña industria familiar.

Don Cicaré (77), dos de sus hijos y unos 30 obreros e ingenieros son los únicos productores en Latinoamérica de helicópteros ultralivianos. Exportan a Europa, Australia, Medio Oriente, Taiwán, China y Alaska. “Hice realidad mi sueño dorado desde los cuatro años”, cuenta don Cicaré o, mejor dicho, Chícare, un hijo de italianos inmigrantes de Mascheratta Dell’epifania (Módena).

Acaba de aparecer como un duende desde las sombras de un hangar de la fábrica que se pierde en un océano de soja, el cultivo que es una mina de oro. Vive en Saladillo, 186 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires.

Regala de bienvenida una sonrisa tan ancha que le infla los carrillos. Es de baja estatura, manos curtidas, canoso y con tupidas cejas negras. Viste un jean gastado y una camisa a cuadros.

“Cuando era muy chico me cuentan que salía gateando al patio de casa al sentir el ruido de un avión y miraba para arriba. Era una premonición”, relata Pirincho, como le dicen sus amigos. Es el nombre de un ave de patas cortas de la Patagonia.

El sol del verano incendia los dos hangares y el césped de un verde irlandés. A lo lejos, hileras de álamos y el paisaje plano de la pampa argentina.

“A los 11 años hice mi primer motor para que funcionara un lavarropas de mi madre. Mi padre y mi tío tenían un taller mecánico y arreglaban tractores”, recuerda.

Aquel niño ingenioso e inquieto no soportaba la escuela. Se escapaba para meterse en el taller de la familia. Aprendía mirando la revista Mecánica Popular.

Algunas décadas después, fue condecorado con la medalla de oro de mejor inventor del mundo en el salón aeronáutico de Ginebra por su aparato entrenador de vuelo, el primero de Latinoamérica. Y por convertir motores nafteros a diésel. Lo admiraron en la feria aeronáutica de Oshkosh en Estados Unidos.