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Herzog: en la selva de la montaña

Kamikaze en la cancha”. Porque era más bruto que los otros, “más avanzados”, explica. “Hacía los goles porque entendía el espacio, el movimiento delante y detrás mío”. Sí, Werner Herzog jugaba fútbol, arriba y con furia. ¿Y qué tiene que ver esto con su cine? Pues mucho, en verdad: probablemente, como sucede en sus películas, esta imagen aparezca como una conmoción, una especie de transformación de alguna cosa, o de nosotros mismos ante esa cosa. El valor de su posición en la cancha es el del lugar del cuerpo, el hecho de experimentar un espacio con el cuerpo y dejar que éste se diga en aquel. “Físicamente, para mí esto es el cine: entender el espacio”. Poner el cuerpo, arriesgarlo, la vida con él, kamikaze.

Las comparaciones entre la cancha de fútbol y el espacio cinematográfico hicieron uno de los muchos momentos de afirmación —luz, digamos, apertura de una ventana y el viento recorriendo en la cara— en la charla que el cineasta alemán dio en La Paz la semana pasada. Acá en Bolivia, para filmar una nueva cinta, Herzog habló un español fluido y lleno de imágenes, respondió numerosas y variopintas preguntas del público, recordó con entusiasmo películas, libros, actores, lugares, en fin, estuvo acá, pleno y con todos. Convocó la leyenda, por decirlo así nomás, y lo que ésta hizo en la conversación con el público boliviano fue descubrir paso a paso un tipo de curiosidad específico: la que tiene que ver con lo que está detrás de las cosas, la que mueve las piernas atléticas de un hombre con cámara asaltado por sus historias, que son “ladrones a las 3.00 de la mañana… escucho un ruido en la cocina, me levanto y voy a confrontarme con cinco ladrones, uno me ataca furiosamente: este ladrón es el primero que debo manejar. (Las historias) Vienen sin ser invitadas. Caen encima de mí”.

Le preguntaron cómo buscar imágenes y su respuesta mostró primero una vía, una transformación: andar a pie. En un mundo donde la  internet domina los espacios más básicos e impide la vida pura, según Herzog, hay que caminar. “Buscar primero la vida pura, a pie. Eso abre los ojos, abre la belleza del mundo”. Caminar —lo dijo al iniciar la charla y recordar su peregrinaje hacia/por/para que la crítica de cine Lotte Eisner no muera— es estar desprotegido. El 14 de diciembre de 1974, después de recorrer marchando 85 kilómetros, de Múnich a París, donde vivía exiliada y muy enferma Eisner, Herzog recordó, leyendo su libro Del caminar sobre el hielo (Vom Gehen im Eis), que se sentó a conversar con ella: “Juntos, le dije, vamos a cocinar fuego y detener pescados… traducción distorsionada, pero en alemán es distorsionado también. Ahí me sonrió delicadamente (…). Muerto de cansancio le dije: abra las ventanas. Desde hace unos días que puedo volar. Lotte, me ha dado alas”.

La segunda vía que señala Herzog es también la de una transformación. “Y usted tiene que leer. Las personas que no leen nunca jamás serán grandes cineastas”. Leer, leer, leer, leer, leer, escuchamos. Todos los días, tal vez, y ver unas tres o cuatro películas al año, como él hace. Y, por qué no, leer lo que él lee y hacerle campito en el cuerpo propio a una influencia más o menos funcional: leer Virgilio, Joseph Conrad, Hemingway, Hölderlin. “Sí, olvídate de que hay hombres, miserable corazón atormentado y mil veces acosado, y vuelve otra vez al lugar de donde procedes, a los brazos de la inmutable, serena y hermosa naturaleza”, para decirlo con el Hyperion del inmensísimo poeta alemán. Además, esta especie de conjuro para el abandono del cine no puede ser más cabal en un momento como éste, en que el cine —“séptimo arte” dejó de ser pasión de multitudes— arrinconado por el cuerpo enorme y bello de la serie televisiva —en la tele, pero fundamentalmente en la internet— y la experiencia extendida, a largo plazo y suspenso, de vivir una historia con la imagen.

Como oficio lleno de elementos vulnerables, para Herzog el cine tiene una historia llena de catástrofes. Lo frágil: el dinero, la organización, las cámaras, las personas. Finalmente, los cineastas, que “normalmente no mueren muy bien. Cineastas es algo muy frágil”. Sin embargo, en esa fragilidad está un retorno, tal vez, siempre posible. Para Herzog, la selva: “parte de mi alma pertenece a ella”. Por eso imagina su muerte “encima de una cumbre, una montaña, con el sol parándose, música, pájaros. O en la selva misma, en una hamaca, con monos, pájaros, tucanes, canto de aves (…) Pero no sé, no calculo (cómo moriré), no me interesa tanto”.

Y el Salar. La pregunta fue formulada de forma indirecta muchas veces: ¿por qué elegiste el Salar, que está en Bolivia, para filmar tu nueva película? La respuesta de Herzog: “Para mí, el Salar es técnicamente un paisaje boliviano, pero como yo lo vi no pertenece ni a Bolivia ni a nuestro planeta, es algo extraterrestrial (sic). Ciencia ficción. Algo de las neblinas de Andrómeda, sitio vacío y lleno de sueños y fiebre. Me gusta como me gusta la selva. Igual llena de sueños y fiebre, de fantasmas, de pájaros, de canciones, de todo”. Así, las imágenes que puedan crearse en este espacio no son hechos, porque “los hechos no sueñan”. “Hay algo detrás de los hechos. La verdad. Difícil, no se puede describir. Para mí, como cineasta, buscar imágenes, situaciones, hombres, historias que nos iluminan, algo más extático”. Correr la cancha, Kamikaze.