En Morales, Kiknteatr logra provocarnos desde un comienzo. La distancia que existe de antemano con el espectador es prueba de ello. La estructura que nos separa del adentro, a modo de ventana frente a la intimidad familiar, perfectamente podría leerse desde el ejercicio que Derridá proponía al incitarnos a ver el mundo detrás de un cristal, con tal de hacernos conscientes del velo, de cierta capa condicionante al enfrentarnos a la extrañeza que significa el otro. Asistimos al espectáculo, pero lo vemos mediante la falta de nitidez que ofrece esta pantalla. En el fondo estamos presentes, pero siempre desde el margen. Y es esta la principal limitante que Aramburo establece con tal de situarnos del otro lado, haciendo un guiño a la imposibilidad propia del lenguaje, de la comunicación y del sentirse parte de una historia sostenida desde lo impropio.

Durante los (…) minutos que dura esta puesta en escena     —en la que nuestra ajenidad nunca deja de hacernos ruido— vemos sucederse una serie de imágenes que superan lo meramente racional, para aproximarnos al plano de lo sugerente. El movimiento cíclico en el sofá es un ejemplo, que a modo de prólogo y epílogo resulta una mezcla de lectura temporal andina —en el gesto de reversa que éste tiene— y de referencia a la inutilidad en clave Sísifo y a partir de ahí, bien podría leerse todo lo demás como un híbrido, como una multicapa de personalidades y aspectos culturales ininteligibles desde cualquier idealización romántica que se tenga sobre este país.

Lo mismo ocurre con el cuerpo de la obra, con la historia que se cuenta y que se sostiene sobre un texto sólido y al mismo tiempo delirante, pesadillesco, pero a la vez —y quizá por lo mismo— profundamente político, incorrecto y certero. Lo confesional en una sociedad acostumbrada a la negación de sí misma es una opción que, sin duda, violenta al espectador instalándolo del lado menos agraciado de un espejo que con gusto —a lo largo de la obra— preferiría que se fuese a negro.

Destacables, sin duda, son los momentos en que esta narrativa se vuelve una maraña que se enrolla en sí misma, hasta el punto de hacernos creer que desaparece, instantes en que el hilo conductor se pierde para dejarnos a la deriva de la mano de los protagonistas —de algún modo— tan expuestos como ellos. O las tensiones que se logran, a través del cuidadoso manejo de una serie de giros estéticos, como ocurre durante el juego de los vasos, en el que nos enfrentamos a la tensión propia de lo contenido, mediante un elemento cuya principal característica es la contención. El meta-significado en lo simbólico. O la secuencia de la proyección de los cuerpos sobre los cuerpos. Una especie de momificación en directo. Una lectura de lo ancestral evidenciada mediante el uso de recursos, perfectamente, cotidianos en la actualidad.

Morales apunta y logra reflejar una profunda tristeza existente más allá de la ch’alla y el Carnaval, exponiendo, de paso, la inseguridad de un pueblo que aún hoy en día no logra sacarse del todo el diminutivo. Nos habla de una Bolivia irresuelta en su mixtura, de su separatismo identitario y de la intimidad pública de su historia. Nos encara desde la distancia que solo conoce quien siendo parte se reconoce ajeno, ofreciéndonos una lectura crítica, borrosa y fragmentada. En definitiva, Morales es una obra antipostal que supera la gracia facilista de quienes se ganan el aplauso en nombre del jilakata tocando su zampoña en lo alto de la montaña y se atreve a meter el dedo —sin asco— en una llaga que supura su propia savia.