La nueva vida del corto boliviano
Seleccionados y/o galardonados en festivales de la talla de la Berlinale, Locarno, el Bafici, San Sebastián o Valdivia, los citados trabajos dan cuenta del saludable estado del cortometraje y, acaso sin querer, echan luces para entender lo que a estas alturas ya merece considerarse una —nueva— crisis del largometraje boliviano.
Es un secreto a voces. El cine boliviano más estimulante del último lustro habita en el cortometraje. Solo en lo que va de este 2015, cortos como Primavera (Joaquín Tapia), Despedida (Pablo Paniagua), Nueva vida (Kiro Russo) o Plato paceño (Carlos Piñeiro), le han devuelto a la cinematografía nacional una notoriedad —en especial— fuera de nuestras fronteras que hace ya tiempo ha resignado el largometraje. Seleccionados y/o galardonados en festivales de la talla de la Berlinale, Locarno, el Bafici, San Sebastián o Valdivia, los citados trabajos dan cuenta del saludable estado del cortometraje y, acaso sin querer, echan luces para entender lo que a estas alturas ya merece considerarse una —nueva— crisis del largometraje boliviano.
La crisis de marras se expresa no solo en la ausencia de largos nacionales en plataformas internacionales (llámese festivales), sino también en la reducción drástica de su ritmo de producción (cuando en la primera década del nuevo milenio los estrenos se contaban por decenas), en su incapacidad para confeccionar obras discursivas y formalmente correctas (porque de audacia ni hablar) y, desde luego, en su progresivo divorcio del público local (resta ver si el “fenómeno ‘Boquerón’” es contagioso). Es cierto que, por lo general, la realización de largos demanda una mayor inversión de dinero, tiempo y recursos humanos que la requerida para la producción de cortos. Pero esta concesión no alcanza para justificar la crisis que, con alguna salvedad, atraviesa el largometraje boliviano en términos de creatividad, producción y exhibición.
Si dejamos de lado el peliagudo asunto de la creatividad, asoma otro secreto a voces. Si el cine boliviano más estimulante del último lustro habita en el cortometraje, es porque está permitiendo reinventar las formas de producción cinematográfica en el país. Escépticos de los apoyos públicos, inmunizados contra la adicción a fondos, laboratorios y cosas peores, convencidos de la riqueza que aporta el trabajo colectivo y técnicamente exigentes con sus hechuras, quienes cultivan estas formas de producción están perfilando un modelo del que deberían tomar apunte sus colegas, contemporáneos o mayores.
Y si de circulación hablamos, irrumpe un nuevo secreto a voces. Siendo corto, el cine boliviano más estimulante del último lustro habita lejos de las salas comerciales. Esto que podría sonar a sacrilegio para los puristas que aún asocian el éxito de una obra a su capacidad para “convocar masas y recaudar millones”, no es otra cosa que la constatación de que el cortometraje nacional está sabiéndose adaptar de mejor manera que el largo a los nuevos escenarios y hábitos de consumo audiovisual. Ahí están los festivales (que también los hay bolivianos y para cortos), los cineclubes y muestras en espacios alternativos y, cómo no, las plataformas virtuales (verbigracia: el sitio web del colectivo Socavón Cine).
Así las cosas, si el cine boliviano más estimulante habita en el corto, ajeno a modelos caducos de producción y lejos de las salas comerciales, quizá sea también hora de buscar a su público afuera de esos reductos tradicionales, agotados y en crisis, en los que el cine con algo para decir tiene cada vez menos cabida.