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‘El caso boliviano’, más retorcido que la ficción

No son pocas las lecturas a las que se presta El caso boliviano (The bolivian case), el más reciente documental de Violeta Ayala, cineasta boliviana radicada en Australia. Puede ser visto como una inmersión en el mundo del tráfico de drogas y los efectos de su criminalización. Puede también apreciarse por su disección de los tejemanejes de la justicia y su aplicación cuando menos discutible. Puede incluso aportar revelaciones, entre lacerantes y anecdóticas, de la vida en las cárceles bolivianas. No obstante, acaso la lectura más estimulante que propone es la del papel de los medios de comunicación en la fabricación retorcida de la realidad.

El caso boliviano sigue la historia de tres jóvenes noruegas que fueron detenidas en 2008, en el aeropuerto de Cochabamba, con 22 kilogramos de cocaína en su equipaje. El documental recapitula y registra los eventos ampliamente cubiertos por los medios locales y noruegos: la detención de Stina Brendemo, Christina Øygarden y Madelaine Rodríguez, sus respectivos juicios y la fuga de las dos primeras. Sin embargo, su mayor valor está en introducirse en la vida de las muchachas (en especial de Stina y Madelaine), capturar su vida y testimonio dentro y fuera de la cárcel (al punto de colarse en el parto de una ellas), entrevistar a otros miembros de la red de tráfico a la que habrían pertenecido y hablar con periodistas noruegos que siguieron el caso y dieron cuenta de las oscuras circunstancias que facilitaron las espectaculares fugas.

El filme de Ayala se inscribe, pues, en la tradición del documentalismo de investigación periodística e histórica, ampliamente desarrollado afuera de nuestras fronteras, pero apenas practicado en Bolivia (una de las contadas salvedades es el trabajo de Álvaro Olmos). En tal condición, se ocupa de hacer seguimiento a una serie de hechos desatendidos por la prensa tradicional (la vida en la cárcel de Madelaine y fuera de ella de Stina), revelar asuntos que trascienden a la coyuntura periodística (las peripecias y patrocinadores de la fuga de Stina) y denunciar un estado de cosas irregular (la sentencia judicial discriminatoria y el efecto contraproducente de la penalización de las drogas). Y de lo que revela la documentalista (también directora de Stolen, 2009) resulta particularmente inquietante: el descubrimiento de la conducta perversa de algunos medios de comunicación noruegos, al pagar por la exclusiva de las historias de las noruegas y, en algún caso, financiar la fuga de una de ellas.

El descubrimiento habla de la corrupción en que caen y promueven los medios, aun en los llamados países del primer mundo, al extremo de manipular el curso de un caso policial, pagar para que se adopte el curso más útil a su angurria de audiencia, burlarse de las normas y de las instituciones (aunque el Gobierno noruego tampoco aparece como un santo) y, en última instancia, fabricar —que no registrar ni construir— una aventura real aún más espectacular y retorcida que las que suele ofrecer la ficción. Tan poderosa es esta revelación que llega a despertar cierta suspicacia por el lugar que ocupa en la historia Ayala, quien, al asomar en algún momento como una cómplice más de Stina, despierta algún cuestionamiento sobre su posicionamiento ético en tanto directora y conductora de la historia.

Más allá de esta observación, más abierta a la discusión que a la condena, el de Ayala es un trabajo formalmente muy correcto y temáticamente audaz, en la medida en que nos descubre (o confirma) algunos de los malsanos vicios del periodismo del primer mundo, a la vez que, de forma indirecta, nos recuerda las limitaciones y vacíos del periodismo del tercer mundo, tan poco dado a seguir sus historias y personajes hasta las últimas consecuencias, tal como lo hace la directora de El caso boliviano.